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Destinos Truncados - Стругацкие Аркадий и Борис (читаемые книги читать txt) 📗

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Mijail Afanasievich tambien rio, pero al instante volvio a ponerse serio.

—Entiendame correctamente, Felix Alexandrovich. Usted ha venido a verme buscando un consejo y mi simpatia. Ha acudido a mi, a quien usted considera la unica persona capaz de darle un consejo y manifestar una simpatia legitima. Y lo que no quiere entender es que no tendra nada de eso, ni mi consejo, ni mi simpatia. No quiere entender que ahora estoy viendo ante mi unicamente a un hombre sudoroso, enrojecido, que parece medio enfermo, un hombre de gesto debil, con unas coronarias que se han estrechado hasta un limite peligroso, un hombre cansado que ha vivido mucho, no demasiado inteligente y nada sabio, aplastado por recuerdos vergonzosos y perseguido constantemente por el miedo a la desaparicion fisica. Este hombre no concita simpatia ni ganas de darle un consejo. ?Y por que habria de darselo? Entienda, Felix Alexandrovich, su combate interior no me incumbe, y tampoco sus problemas espirituales, y menos todavia, perdoneme, su autoadmiracion. Lo unico que me interesa es su Carpeta Azul, que su novela sea escrita y terminada. Y no me interesa como lo haga ni a que precio, no soy un estudioso de la literatura ni su biografo. Claro que es natural que las personas esperen recompensa por sus trabajos y sus afanes, y en general esto es justo, pero hay excepciones: no hay recompensas, ni puede haberlas, por los tormentos de la creacion. Ese tormento contiene en si mismo la recompensa. Por eso, Felix Alexandrovich, no espere recibir ni la luz, ni la paz. Nunca tendra paz ni luz.

Y se hizo el silencio. Era como si me hubiera quedado sordo. Y en este silencio sordo entro de repente la bibliotecaria, acompanada por dos ancianas, y se aproximaron, conversando en voz muy baja, a un armario, lo abrieron sin hacer ruido y se dedicaron a poner sobre la mesa y a revisar en silencio unas gruesas carpetas cosidas, llenas de polvo. Lo raro era que, al parecer, no nos veian, no miraron ni una vez hacia nosotros, como si no estuvieramos alli.

Y en aquel silencio, de repente comenzo a sonar la voz profunda y agradable de Mijail Afanasievich. No hablaba, no contaba nada, sino que leia en alta voz un libro invisible.

La ciudad los miraba con sus ventanas vacias, cubierta de moho, resbaladiza, carcomida, llena de manchas malignas, como si hubiera estado muchos anos pudriendose en el fondo del mar y la hubieran acabado de sacar a la superficie para burla del sol: y el sol, harto ya de reirse, se dedicara ahora a destruirla. Los tejados se derretian y se evaporaban, la hojalata y las tejas humeaban con vapores oxidados, y desaparecian ante los ojos. Doblegandose sin ruido se fundian las farolas de las calles, los quioscos y las vallas publicitarias se disolvian en el aire, todo en derredor se agrietaba, siseaba quedamente, susurraba, se volvia poroso, transparente, se convertia en montones de fango y desaparecia...

Mijail Afanasievich callo, se reclino en el divan y cerro los ojos. Pero yo habia comprendido ya donde habia leido aquello y por que me parecia tan conocido. No era el final mismo, no se trataba de las ultimas lineas, pero ahora vi aquella imagen final y supe cual seria la ultima linea, tras la cual no habria nada mas que la palabra «fin», y quiza la fecha.

Todo el restaurante del club vio como el conocido autor de temas historico-patrioticos Felix Sorokin, hombre alto, algo grueso, un tipo apuesto de cabellos plateados y nutridos bigotes negros, con la insignia de laureado en la solapa de la chaqueta, avanzo con desenfado entre las mesas, se acerco a una bella mujer que vestia un elegante traje color arena y le beso la mano. Y todo el restaurante fue testigo de como se volvia hacia Misha, el camarero.

—?Carne! —pronuncio con claridad—. ?La que sea! ?Pero de perro, no! Estoy harto de carne de perro, ?me oyes, Misha?

La mitad de la sala no presto atencion a aquellas extranas palabras, la otra mitad la considero una broma de mal gusto.

—?Que raro! —mascullo Apollen Apollonovich sacudiendo su cabecita de tortuga—. ?Cuando habra comido...?

Pero Felix Sorokin no estaba bromeando. Y tampoco tuvo tiempo de pelear, eso aun estaba en su futuro. Simplemente, ahora rebosaba una felicidad indignante, indecente y torpe, y ni siquiera el mismo sabia en realidad por que.

DIEZ

Bonev. Exodus.

Un ano despues de la guerra, el alferez B. causo baja en las filas como consecuencia de una herida. Le colgaron la medalla de la Victoria, le metieron entre los dientes el salario de un mes y una caja de carton con un regalo del senor Presidente: una botella de aguardiente confiscada al enemigo, dos latas de pate de Estrasburgo, dos ristras de salchichon de caballo ahumado y dos calzoncillos de seda para estar en casa, tambien confiscados al enemigo. Al regresar a la capital, el alferez no se arredra. Es un buen mecanico y en cualquier momento lo llamaran a trabajar en los talleres de la universidad, de donde salio para ingresar a las tropas como voluntario, pero no se apresura, reconstruye sus antiguas relaciones, conoce gente nueva, y en el receso se bebe la pacotilla confiscada al enemigo a cuenta de las indemnizaciones. En una fiesta conoce a una mujer llamada Nora, muy parecida a Diana. La fiesta: viejos discos rayados de antes de la guerra, alcohol de baja calidad, de destilacion casera, carne enlatada norteamericana, blusas de seda sobre cuerpos desnudos y zanahorias, en todas sus formas. El alferez, haciendo tintinear sus medallas, espanta al momento a los civiles, que constantemente convidan a Nora con zanahorias hervidas, e inicia el asedio adecuado. Nora se comporta de manera extrana. Por una parte, no lo rechaza, pero por otra le da a entender que es peligroso relacionarse con ella. Sin embargo, el ex alferez, excitado por el alcohol de baja calidad, no quiere saber nada. Abandonan la velada y van a casa de Nora. La capital de posguerra, de madrugada: escasos faroles, el pavimento lleno de agujeros, ruinas tapiadas, un circo a medio construir donde se pudren seis mil prisioneros, custodiados por dos invalidos, en un callejon totalmente a oscuras asaltan a alguien... Nora vive en un edificio antiquisimo, de tres pisos, hay heces en las escaleras, en una puerta han escrito con tiza: aqui vive un pastor aleman. En el largo pasillo, lleno de todo tipo de basuras, unas personas que huelen a moho huyen tambaleandose hacia la oscuridad. Nora, haciendo tintinear sus numerosas llaves, abre su puerta, forrada de piel brillante, milagrosamente conservada. En el vestibulo le da una nueva advertencia, pero B., que supone se trata de algun antecedente delictivo, responde solamente que el ha cargado contra los tanques a lomos de su corcel. El pisito esta muy limpio y es comodo, algo inusitado para la epoca. Hay un enorme divan. Nora contempla al alferez con cierta lastima, desaparece por poco tiempo y regresa con una botella de conac abierta y un atuendo cautivador en grado sumo. Resulta que disponen solamente de media hora. Al terminar el plazo, el alferez, satisfecho, se marcha con la esperanza de un nuevo encuentro. Al final del pasillo lo acechan las dos personas malolientes salidas de la oscuridad. Con sonrisas que mas bien parecen muecas, le cortan el paso y le proponen conversar. El alferez, sin decir palabra, los golpea y obtiene una victoria inesperadamente facil. Los caidos, los tipos que huelen a moho, llorando y riendo, le explican al alferez B. en que situacion se encuentra. El ex alferez ha golpeado a los suyos. Ahora todos estan en el mismo bando. Nora no es solamente una mujer fascinante, Nora es la reina de las chinches capitalinas. Es su fin, senor oficial, nos vemos en el Atakan, ahi nos reunimos cada noche. Vayase a casa, y cuando no pueda resistir mas, venga, esta abierto hasta la manana...

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