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La Casa De Citas - Robbe-grillet Alain (читать полную версию книги .TXT) 📗

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Al atracar el barco en Kowloon, Georges Marchat sigue durmiendo echado sobre el volante. Los marineros de a bordo que se encargan del desembarco de los coches lo sacuden para despertarlo; pero la unica respuesta que obtienen son ronquidos y luego palabras incoherentes, entre las que figuran quiza «puta» y «matare»; pero para poder identificarlas en medio de las silabas roncas que no llegan a salir de la garganta, habria que estar al corriente de las desgracias del joven. Los marineros no pueden perder el tiempo descifrando tales sonidos: el coche impide pasar a los que van detras y que empiezan a manifestar su impaciencia con ligeros bocinazos. Apartan, pues, a Marchat del volante, para poderlo mover por la ventana abierta, mientras empujan el enorme coche hasta que se halla fuera del transbordador, lo cual no resulta dificil, ya que el muelle esta al mismo nivel que el garaje interior. Los marineros, despues, van a aparcar a Marchat y su coche un poco mas lejos, junto a unos almacenes cerrados. El negociante se ha caido en el asiento y ronca con sueno de borracho.

Johnson y su espia, cuyos respectivos vehiculos han salido hace ya unos segundos, no han podido presenciar el incidente. Kim ha pasado delante de todos los pasajeros -que se apartan con muestras de temor y reprobacion, provocadas por los grunidos del perro negro-, por lo que esta ya lejos. No tiene ningun motivo especial para ir esta noche a casa de Manneret; su senora, que la supone acostada en su pequena habitacion del cuarto piso, no le ha encargado ninguna mision en particular. Sin embargo, la joven, aun sin tener nada que hacer alli, camina con paso tan firme como si experimentara -cosa que le ocurre cada vez mas a menudo- la absoluta necesidad de ir a casa del viejo; y esta segura de que el tambien la espera. Ni siquiera se pregunta cual es la finalidad de los experimentos que lleva a cabo con ella en cada una de sus visitas: no le importa saber si los brebajes y las inyecciones que le da son verdaderos estupefacientes que prueba, o filtros magicos que enajenan la voluntad del sujeto, para someterlo sin defensa al poder de un tercero, o del preparador mismo. Este, en todo caso, no ha abusado hasta ahora de ella, al menos en la medida en que puede advertido en sus momentos de plena conciencia. De las horas que ha pasado en el edificio moderno de Kowloon, que se parece a una clinica de lujo, algunas le dan la impresion de haber durado mucho tiempo; pero hay otras de las que no recuerda nada.

Asi, esta noche, Kim encuentra a Edouard Manneret sentado en su mesa de trabajo; esta de espaldas a la puerta, como ya se ha dicho, y ni siquiera se vuelve para ver quien entra. O sea que debe de ser verdad que sabia que iria a esta hora exacta. En todo caso, ya se ha dicho que llama a la puerta del piso y entra enseguida sin aguardar respuesta. ?Tiene una llave personal para entrar en su casa? ?O Manneret habia dejado su propia llave en la cerradura -o la puerta simplemente entornada, sin cerrarla del todo- para no tener que molestarse? Pero, un momento antes, ?no ha tenido que esperar Johnson que Manneret fuera a abrirle? Entonces sera Johnson el que habra dejado la puerta mal cerrada al salir: efectivamente, es lo que pasa a veces con ciertas cerraduras cuando se da un portazo fuerte y el pestillo se vuelve a abrir de rebote enseguida… Todos estos detalles tienen probablemente poca importancia, y mas teniendo en cuenta que las imagenes de esta visita se han visto ya anteriormente al hablar del sobre pardo que contenia las cuarenta y ocho bolsitas que la criada habia ido a buscar para Lady Ava. Lo que quedaba por saber era que habia hecho con el perro: no podia haberlo metido en la casa, ya que esos animales delicados no soportan los locales refrigerados o, cuando menos, las diferencias de temperatura demasiado grandes entre el interior y la calle. (?Sera por esto por lo que la Villa Azul, que es su domicilio habitual, aun esta equipada solo con ventiladores de antes de la guerra?) La solucion a este problema es ahora facil: Kim ha dejado al perro en el vestibulo del edificio, entre la puerta cochera de cerradura automatica que da a la calle y la doble vidriera que lleva a la escalera o a los ascensores. Con movimiento familiar ha enganchado el extremo de la correa, por su mosqueton, a una anilla que parece estar alli para eso, pero cuya presencia no habia advertido la ultima vez que subio. Claro que habria hecho mejor llevando al perro como guardaespaldas hasta el tercer piso (?o hasta el quinto?); es lo que piensa un poco tarde, como las otras veces, mientras retrocede hacia el rincon de la estancia, y el viejo avanza lentamente, paso a paso, con una cara que la asusta, ganando poco a poco terreno respecto a ella, a la que domina ahora con toda la altura de su cabeza, inmovil, la boca delgada, la perilla gris bien recortada, los bigotes que parecen de carton y los ojos que brillan con un fulgor de locura asesina. Va a matarla, a torturarla, a descuartizarla con la navaja de afeitar… Kim trata de gritar, pero, como las otras veces, no le sale ningun sonido de la garganta.

En este punto del relato, Johnson se detiene: cree haber oido un grito, bastante cerca, en el silencio de la noche. Volvio a pie hasta el embarcadero, desde el hotel, adonde habia ido en el taxi de los cristales subidos. Al coger la llave en el tablero del conserje, el portero comunista le dijo que un inspector de la policia acababa de registrar sus habitaciones, registro del que no habia advertido la menor senal, ni en el saloncito, ni en el dormitorio, ni en el cuarto de bano, tal fue la habilidad con que se llevo a cabo la operacion. Esta discrecion le causo mas inquietud que la vigilancia demasiado aparatosa de que habia sido objeto hasta entonces. Sin perder tiempo en cambiarse de ropa, cogio tan solo el revolver, que seguia en su sitio en el cajon de las camisas, y volvio a bajar. Llamar a un taxi era inutil: la hora de salida del proximo transbordador le daba tiempo de sobra para ir andando con paso normal. Tal vez, mas o menos conscientemente, pensaba evitar asi los comentarios indiscretos o inquietantes del taxista obstinado. Pero, al salir de la puerta giratoria, vio enseguida que el taxi ya no estaba alli. ?Habria ido a aparcar al jardin de las ravenalas situado detras del hotel? ?O, a pesar de la hora, habria encontrado otro cliente? Despues, el americano no noto nada anormal a su alrededor hasta el momento en que, al llegar al muelle de embarque, oyo aquel grito, una especie de estertor mas bien, o un quejido que no era necesariamente una llamada de auxilio, o una voz cualquiera de tono grave y un poco ronco, o uno de los muchos ruidos del puerto cercano, atestado de juncos y sampanes que sirven de vivienda a familias enteras. Johnson se acuso de ser demasiado nervioso. En el muelle, lo mismo que en las calles que conducian a el, no habia ni un alma viviente; el acceso al transbordador estaba abierto, pero sin vigilancia, y de momento no subian ni pasajeros ni coches. La sala de espera tambien estaba desierta y la taquilla parecia abandonada. Para esperar sin impacientarse a que volviera el empleado -no habia ninguna prisa-, Johnson salio otra vez al muelle.

Fue entonces cuando vio el coche del negociante Marchat, aparcado junto al almacen, un Mercedes rojo, probablemente unico en toda la colonia. Se pregunto que haria alli y se acerco, no teniendo otra cosa que hacer. Primero creyo que no habia nadie dentro, pero al inclinarse hacia la puerta del lado del volante, cuyo cristal estaba bajado, vio al joven echado en el asiento: tenia la sien destrozada, los ojos desorbitados, la boca abierta, los cabellos pegados en medio de un pequeno charco de sangre coagulada ya. Segun todas las apariencias estaba muerto. En el suelo del coche, cerca del freno de mano, habia un revolver. Sin tocar nada, Johnson corrio a la cabina telefonica que se halla junto a la pared acristalada de la sala de espera, por la parte exterior. Y llamo a la policia. Indico los datos del coche y el lugar exacto donde estaba aparcado, pero no juzgo conveniente dar el nombre de la victima; y colgo sin decir tampoco su propio nombre. Cuando volvio a la taquilla, aun no estaba el empleado; no aparecio hasta al cabo de unos treinta segundos, y le dio una ficha sin mirarlo. Johnson subio enseguida a bordo, por el torniquete automatico, tras introducir la ficha en la ranura. El barco iba practicamente vacio; salio casi enseguida, mientras sonaba a lo lejos la sirena modulada de un coche de la policia. En Victoria, Johnson tomo un taxi, que fue muy rapido, de modo que llego temprano a la Villa Azul, a eso de las nueve y diez mas exactamente.

Nada mas entrar en el gran salon, se le echo encima aquel hombre calvo, bajito y rechoncho, que tiene la piel brillante y la tez tan colorada que siempre se teme que le vaya a dar un ataque de apoplejia. El americano, que no tenia ningun motivo para negarse, lo acompano hasta el buffet para beber con el una copa de champan, lo que le valio interesantes comentarios sobre las ultimas combinaciones fraudulentas ideadas por los importadores de bebidas alcoholicas no destiladas. El hombre gordo lo acaparo asi mas tiempo del que Sir Ralph habia pensado; gran parte de su vida habia transcurrido en paises lejanos, sobre los cuales contaba todo tipo de recuerdos escandalosos, de los que queria hacer participe a sus amigos y conocidos; esa noche, por ejemplo, a proposito de brebajes trucados, empezo a describir con complacencia los metodos usados no se donde para hacer perder la voluntad de resistirse a jovenes, elegidas por su belleza en la calle o en reuniones mundanas, a las que se encerraba luego en burdeles especiales de la ciudad para ponerlas a disposicion de los amantes de emociones intensas y los pervertidos sexuales. Estaba empezando a contar que, un dia, en una de aquellas casas, un padre de familia habia reconocido, casualmente, a su propia hija, cuando el americano, cansado de sus habladurias indiscretas, encontro un pretexto para interrumpir por fin a aquel narrador demasiado fecundo, o al menos para no oir mas sus historias: se fue a bailar. Para ello eligio por pareja a una joven a la que veia esa noche por primera vez: una muchacha rubia, con un vestido blanco muy escotado, que se movia con mucha gracia. Supo luego que se llamaba Loraine, que habia llegado hacia poco de Inglaterra y que de momento vivia en casa de Lady Ava.

Un poco mas tarde, corrio entre los invitados una noticia macabra: una de las personas a quienes se esperaba ese dia, un joven llamado Georges Marchand, conocido en la capital por su seriedad, habia sido hallado asesinado en su propio coche. Una prostituta china, que debio de pasar parte de la noche en su compania (los habian visto juntos en un club cerca de iberdeen), estaba siendo interrogada activamente por la policia; aunque la cartera de la victima habia desaparecido, se creia mas en un caso crapuloso que en el crimen de un simple ladron. A partir de ahi, se dispararon los comentarios y las suposiciones, acompanados a veces de detalles completamente descabellados, que seguramente habrian dejado muy sorprendido al propio Marchand. La representacion tetral, prevista para las once, tuvo lugar a pesar de todo: ese Marchat, o Marchand, no era un habitual de la casa y estaba invitado esa vez un poco por casualidad. Por lo demas, ninguno de los asistentes lo conocia mas que de nombre; la mayoria ni siquiera habia oido hablar de el.

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