Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич (читать книгу онлайн бесплатно полностью без регистрации .TXT) 📗
—¡Yo también! ¡Yo también!
La nube negra fue desapareciendo poco a poco y la noche, sombría y serena, descendió sobre la tierra escondiendo en sus tinieblas la figura del rojo; no se oían más que sus breves pasos nerviosos a través del bosque, el ruido de las ramas sacudidas por sus manos y su grito vibrante y lastimero:
—¡Yo también! ¡Yo también!
IV
Niemovetsky tenía la boca llena de tierra y arena que rechinaba entre sus dientes. Lo primero que sintió al volver en sí fue el olor fuerte de la tierra húmeda. Sentía la cabeza pesada como si estuviera llena de plomo; ni siquiera podía volverla; tenía dolores en todo el cuerpo, especialmente en el hombro izquierdo. Felizmente no le habían roto nada en la lucha. Se sentó y estuvo un buen rato mirando hacia arriba sin poder pensar ni darse cuenta de lo que pasaba. A través de un matorral de anchas hojas negras, al borde del terreno, se veía el cielo puro. El huracán, que había pasado sin ser seguido de la lluvia, había purificado el aire, que era más seco y más ligero ahora. La luna, en cuarto creciente con un borde opaco, derramaba desde lo alto del cielo su luz pálida, triste y fría, pues eran sus últimas noches. Los pequeños jirones de nubes empujados por el viento, que aun soplaba muy fuerte allá arriba, pasaban cerca de la luna sin atreverse a ocultarla. Todo esto hacía el efecto de una noche triste y misteriosa que lloraba sobre la tierra.
Niemovetsky se acordó de pronto de todo lo que había ocurrido; no se atrevió a creerlo; de tal modo era horrible e inverosímil. La verdad no puede ser tan horrible y tan cruel. Él mismo, a aquella hora, en aquel sitio, sentado en la tierra, mirando desde abajo la luna y las nubes flotantes, no se reconocía; todo era extraño y no se parecía a nada. La primera idea que le vino fue la de que soñaba una pesadilla muy extraordinaria y horrible. Hasta las mujeres que habían encontrado no eran más que un sueño.
«Esto no es posible», se dijo sacudiendo la cabeza, que le dolía mucho. Buscó su gorra, pero no la encontró. Aquello era un mal presagio. Comprendió de pronto que no se trataba de un sueño, sino de la cruel realidad.
Estupefacto de terror dio un salto, y en un abrir y cerrar de ojos empezó a trepar a lo alto, con el corazón triste y oprimido; pero volvió en seguida a caer cubierto por la tierra móvil. Trepó de nuevo, agarrándose a las ramas flexibles del matorral. Una vez arriba se precipitó hacia adelante sin reflexionar y sin buscar la dirección. Corrió mucho tiempo, dando vueltas bajo los árboles. Después cambió de dirección, yendo hacia el lado opuesto. No prestaba atención a las ramas que le herían en el rostro, y a su espíritu se presentó de nuevo todo como una pesadilla terrible. Le pareció que había vivido ya todo aquello: las tinieblas, las ramas invisibles que le hacían daño. Y siguió corriendo con los ojos cerrados y pensando que todo aquello no era más que un sueño.
Niemovetsky se detuvo extenuado y se sentó en el suelo. Acordándose de su gorra se dijo:
—Sí, yo soy verdaderamente. Es necesario que me mate; lo sería aunque esto fuera un sueño.
Se levantó de nuevo y echó a correr; luego, reflexionando un poco, acortó el paso, acordándose vagamente del sitio donde se habían arrojado sobre ellos. El bosque estaba muy obscuro; en ciertos momentos un pálido rayo de la luna aclaraba los troncos blancos de los árboles; pero el bosque parecía estar lleno de personas inmóviles y taciturnas. Todo aquello parecía un sueño.
—¡Zina Nicolaievna! —llamó Niemovetsky en voz alta, alzando más la voz en el primer nombre y pronunciando muy bajo el segundo, como si al oírlo perdiera la esperanza de recibir la respuesta.
Nadie contestó.
De pronto se encontró con la senda, la reconoció y siguió hasta el calvero. Esta vez comprendió bien que todo era verdad. Presa de estupor se puso a gritar:
—¡Zenaida Nicolaievna! ¡Soy yo! ¡Soy yo el que la llama!
Tampoco obtuvo respuesta. Volviéndose del lado donde se figuraba que estaba la ciudad, Niemovetsky gritó con todas sus fuerzas:
—¡Socorro!
Perdió la cabeza y empezó a registrar los matorrales hablándose a sí mismo. De repente vio a sus pies una mancha blanca como la de una luz débil, tendida en tierra.
—¡Dios mío! ¿Qué es esto? —exclamó con voz llorosa. Se puso de rodillas adivinando el terrible drama y buscando a la pobre desventurada. Su mano tocó el cuerpo desnudo: era terso, rígido y frío; pero vivía aún. Retiró la mano instintivamente.
—¡Querida mía! ¡Pobre niña mía! ¡Soy yo! —dijo muy bajo, buscando en la obscuridad el rostro de Zina. Quiso levantada y de nuevo tocó el cuerpo desnudo. ¡Siempre aquel cuerpo de mujer terso, rígido, un poco más cálido bajo la mano que le tocaba! Rápidamente retiraba su mano un momento; pero otras veces la retenía. Al tocar aquel cuerpo desnudo no podía concebir que perteneciera a Zina, como antes no concebía que él pudiera estar solo en aquel sitio con el traje hecho jirones, sin gorra. Y lo que había pasado, lo que se había hecho con aquel cuerpo de mujer inmóvil se le apareció en toda su realidad espantosa e implacable y con una fuerza increíble y extraña al mismo tiempo estremeciendo todo su ser. Se enderezó con firmeza, fijó una mirada lívida en la mancha blanca que había a sus pies, frunció las cejas como un hombre que reflexiona.
El horror de todo lo que había ocurrido allí se apoderó de su cuerpo y pesó sobre su alma como un pesado fardo imposible de arrojar de sí.
—¡Dios mío, Dios mío! —repetía sin cesar con una voz extrañamente cambiada.
Encontró el corazón de Zina; los latidos eran débiles pero regulares. Se inclinó sobre la muchacha y sintió su débil respiración; diríase que dormía y no que estaba desmayada. La llamó de nuevo por el diminutivo de su nombre:
—¡Zina, mi Zina, soy yo!
Al pronunciar su nombre sintió súbitamente que le gustaría que no se despertara en seguida. Contenida la respiración, lanzando a su alrededor rápidas miradas, le pasó dulcemente la mano por la mejilla, la besó primero en los ojos cerrados, después en la boca, que entreabrió bajo un beso fuerte. Espantado ante el pensamiento de que pudiera despertarse retrocedió un poquito y permaneció quieto. El cuerpo estaba inmóvil y mudo y en aquel pobre cuerpo desgraciado e inofensivo había algo que inspiraba piedad, que irritaba y atraía al mismo tiempo.
Con mucha ternura y la prudencia medrosa de un ladrón Niemovetsky trató de cubrir el cuerpo con los jirones del vestido de la muchacha; la doble sensación de la tela y del cuerpo desnudo era angustiosa y cortante como un cuchillo e incomprensible como la locura. Se sentía defensor y atacante al mismo tiempo.
En vano buscó un socorro cualquiera implorando al bosque, a las tinieblas; todo permaneció indiferente. Allí había tenido lugar el festival de las bestias hambrientas de amor, y él, rechazado al otro lado de la vida humana, simple y razonable, sentía la pasión loca y bestial de que la atmósfera misma parecía impregnada allí y que le embriagaba.