Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич (читать книгу онлайн бесплатно полностью без регистрации .TXT) 📗
—¿Sería usted capaz de morir por la que amara? —preguntó Zina mirándose su manita casi infantil.
Sí, no tengo ninguna duda —respondió él con firmeza mirándola con ojos francos y sinceros—. ¿Y usted?
—Yo también.
Quedó pensativa.
Tiene usted un hilo en la americana —dijo ella levantando su mano hacia el hombro de él y quitándole con mucha precaución el hilo—. Aquí está —dijo poniéndose seria, y preguntó—: ¿Por qué está usted tan pálido y tan delgado? Trabaja usted mucho, ¿no es verdad? No hay que cansarse tanto.
—Tiene usted los ojos azules con unos puntitos claros como chispas —respondió él mirándola a los ojos.
—Y los de usted son negros. No, más bien son obscuros, cálidos, con...
No acabó su pensamiento y volvió la cabeza. Su rostro enrojeció lentamente y sus ojos tomaron una expresión tímida, confusa. Una ligera sonrisa entreabrió sus labios.
Niemovetsky experimentaba un sentimiento muy agradable y sonrió también. Ella dio algunos pasos hacia adelante y se detuvo en seguida.
—Mire usted, el sol se ha puesto —indicó con extrañeza.
—Es verdad —dijo él con una tristeza profunda.
La luz se había extinguido, habían desaparecido las sombras y todo había cambiado alrededor, tornándose pálido, silencioso y muy triste. El cielo puro y azul, de donde acababa de desaparecer el sol deslumbrador, se iba cubriendo poco a poco de nubes sombrías. Flotaban, se entrechocaban, cambiaban lentamente sus formas, pareciéndose a monstruos despertados que avanzaran sin quererlo, como perseguidos por una fuerza misteriosa y terrible. Una nubecita clara y ligera se había separado del amontonamiento y revoloteaba tímida y débil.
II
Zina estaba pálida, con los labios muy rojos; sus pupilas se habían ensanchado, dando un aspecto sombrío a sus ojos claros. Susurró dulcemente:
—Tengo miedo. Está tan silencioso todo esto... Nos hemos extraviado.
Niemovetsky frunció las cejas y examinó con angustia el sitio donde estaban.
La noche, cayendo, hacía más inefable y frío todo lo que los rodeaban. No se veía mas que el campo frío cubierto de menuda hierba pisoteada, barrancos de arcilla, colinas y abismos. Había sobre todo precipicios muy profundos junto a otros pequeños cubiertos de hierbas trepadoras. Había mucha obscuridad adentro, y el no estar a aquella hora la gente que durante el día trabajaba en ellos hacía más desierto y más triste aún aquel lugar. A los lados, acá y allá, se distinguían en la noche jirones azules de la fría niebla de los bosquecillos que parecían prestar oído a los precipicios lúgubres para escuchar lo que les contaban.
Niemovetsky dominó el sentimiento penoso y confuso de la inquietud y dijo:
—No, no nos hemos extraviado. Conozco el camino. Iremos primero por el campo y después a través de aquel bosquecillo. ¿Tiene usted miedo?
Ella sonrió y respondió animosamente:
—No, ahora ya no le tengo; pero tenemos que darnos prisa para tomar el té.
Empezaron a caminar, primero rápida y resueltamente; pero pronto acortaron el paso. Sentían a su alrededor la penosa hostilidad del campo pisoteado como si los observaran miles de ojos sombríos e inmóviles; este sentimiento los acercó el uno al otro, trayendo a su memoria recuerdos de la infancia.
Eran bellos recuerdos iluminados por el sol entre las hojas, recuerdos de amor y de risa. Más que a la vida aquello se parecía a una canción dulce y majestuosa compuesta de dos notas nada más; una sonora y pura como el cristal y la otra un poco más baja pero más limpia, como una campanilla.
De pronto vieron figuras humanas. Dos mujeres estaban sentadas al borde de un profundo precipicio de arcilla; una de ellas, con las piernas cruzadas, miraba atentamente hacia abajo; su pañuelo se levantaba sobre la cabeza y dejaba ver sus cabellos mal peinados; la curva de la espalda hacía subir el corpiño, muy sucio, con flores grandes como manzanas. Ni siquiera miró del lado de los que pasaban. La otra mujer, muy cerca de la primera, estaba casi tumbada, con la cabeza hacia atrás. Su cara era grotesca y ancha, de rasgos masculinos; dos manchas rojas y hundidas, que parecían arañazos recientes, se destacaban claramente sobre los carrillos. Estaba aún más sucia que la primera y miró a los dos jóvenes con una mirada impasible. Cuando hubieron pasado se puso a cantar con una gruesa voz de hombre:
«Para ti solo, mi amor, me he abierto como una flor.»
—¿Oyes, Bárbara? —dijo dirigiéndose a su amiga; silenciosa, sin obtener respuesta, y se echó a reír grotescamente.
Niemovetsky conocía mujeres como aquéllas, sucias hasta cuando están rica y elegantemente vestidas; apenas las miró, sin que le sorprendiera verlas allí. Pero Zina, que casi las había rozado con su modesto vestido obscuro, tuvo para ellas un sentimiento malo, casi hostil. Pronto se disipó esta impresión, como la sombra de una nube que pasa rápidamente por encima del campo dorado; y cuando junto a ellos pasaron, adelantándolos, dos hombres, uno con una gorra en la cabeza y el otro con una chaqueta, pero descalzos, y una mujer sucia también como ellos, Zina, a pesar de haberlos visto, no puso atención en ello. Sin darse cuenta siguió largo rato a la mujer con la mirada, extrañándose de ver su vestido ligero casi pegado a las piernas como si estuviera mojado, y una gran mancha de barro grasiento que se destacaba en los bajos de la falda. Había algo de inquietante, de penoso y desesperante en el bamboleo de aquella ligera falda sucia.
Siguieron andando y hablando. La nube, arrojando sobre el campo una leve sombra, los seguía lentamente por el cielo. Los bordes inflados de las nubes sombrías se distinguían apenas por sus manchas de un amarillo claro. Las tinieblas se acercaban lentas e imperceptibles. Diríase que aun era de día, pero que el día se estaba muriendo dulcemente.
Hablaron de sueños y de los sentimientos que el hombre experimenta en una noche de insomnio, cuando no le distrae nada, cuando las misteriosas tinieblas de ojos innumerables se abaten sobre su misma faz.
—¿Puede usted figurarse el infinito? —preguntó Zina tocándose la frente con su mano y medio cerrando los ojos.
—¡Por completo! —respondió él repitiendo la palabra «infinito» y cerrando los ojos a su vez.
Pues yo le veo algunas veces. Esto me ocurrió la primera vez siendo muy pequeña todavía. Era como una hilera de carretas que se siguen la una a la otra, muy larga, muy larga, sin fin. ¡Es horrible!
Tuvo un escalofrío.
—¿Y por qué carretas y no otra cosa? —dijo él sonriendo y sintiendo un malestar por aquella comparación.
—¡No sé!