Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич (читать книгу онлайн бесплатно полностью без регистрации .TXT) 📗
—¡Soy yo, soy yo! —repetía automáticamente, sin darse cuenta de lo que le rodeaba y acordándose de la lista blanca de la falda y de la bella silueta del piececito lindamente calzado.
Prestó oídos a la respiración de la joven, y teniendo los ojos siempre fijos en su rostro avanzó la mano. La separó nuevamente y la avanzó otra vez.
—¡Pero estoy loco! —gritó espantado y se sobresaltó de miedo de sí mismo.
Durante un corto instante vio aún el rostro de la joven; después no lo vio ya. Se esforzaba en convencerse a sí mismo de que aquel cuerpecito pertenecía a Zina, con quien él se había paseado aquella misma noche, a Zina, que le hablaba del infinito; pero ya no pudo más. Aquello era más fuerte que él. Trataba de compenetrarse con el drama horrible que había tenido lugar allí, pero era tan espantoso aquel drama que no le hacía sentir nada. Su imaginación se negaba a comprenderle.
—¡Zina! ¡Zina! Pero ¿qué es lo que pasa? —imploraba continuamente.
El pobre cuerpo torturado seguía siempre inmóvil. Niemovetsky, pronunciando palabras insensatas, se puso de rodillas. Imploró, amenazó con matarse, sacudió el pobre cuerpo atrayéndolo hacia sí y casi hundiendo en él sus uñas. El cuerpo, confortado con el calor, cedía dulcemente a sus esfuerzos siguiendo sin protesta los movimientos de Niemovetsky, y esto era tan horrible, tan incomprensible y absurdo, que Niemovetsky se estremeció de nuevo y gritó desesperado:
—¡Socorro!
Pero su voz era falsa y no natural.
Se arrojó de nuevo sobre el cuerpo resignado, besándole, llorando, sintiendo muy cerca un abismo negro, horrible, atrayente. El Niemovetsky de antes había desaparecido, estaba lejos de allí; el Niemovetsky de ahora sacudía con una pasión feroz el cuerpo inerte pero cálido, y decía, sonriendo con una sonrisa de loco:
—¡Responde! ¿Por qué no dices nada? ¡Te amo locamente!
Con la misma sonrisa falsa aproximó sus ojos ensanchados al rostro de la joven y murmuró:
—¡Te amo! ¡No dices nada, pero sonríes, lo estoy viendo! ¡Te amo, te amo, te amo!
Atrajo hacia sí con más fuerza el cuerpo mudo, sin voluntad, que por su flexibilidad inerte provocaba en él la pasión salvaje. Perdió la cabeza y murmuró con voz ahogada, no conservando ya de hombre más que la capacidad de mentir:
—¡Te amo y nadie sabrá nada de esto! Nos casaremos mañana, cuando tú quieras; te amo. Voy a besarte y tú me corresponderás, ¿no es eso, amor mío?
La besó apasionadamente en la boca, sintiendo sus dientes en los labios, y perdiendo con aquel beso los últimos destellos de la razón. Le pareció que los labios de la joven se estremecían. El horror fulminante iluminó un momento su cerebro, abriendo ante él un abismo...
Y aquel abismo negro le tragó.
Las tinieblas
I
Hasta entonces había tenido suerte en todo lo que había hecho; pero aquellos últimos días le habían sido más que desfavorables, hostiles. Como hombre cuya vida entera parecía un juego de azar muy peligroso, conocía bien estos bruscos cambios de la fortuna y sabía aceptarlos con calma: la puesta en este juego era la vida, su propia vida y la de los demás, y gracias a esto había aprendido a estar siempre alerta, a darse cuenta rápidamente de la situación y a calcular con sangre fría.
Esta vez tenía también que obrar con astucia. Un azar cualquiera, una de esas casualidades pequeñas, que no se pueden prever siempre, había puesto la policía sobre su pista. Hacía dos días que él, terrorista y lanzador de bombas tan conocido, se veía perseguido incesantemente por espías que le encerraban en un cerco estrecho yapretado. No podía hallar un asilo en los círculos donde se conspiraba porque sería descubierto por los espías. No podía andar más que por determinadas calles y avenidas; pero las cuarenta y ocho horas que llevaba sin dormir, constantemente en guardia, le habían fatigado de tal modo que temía otro peligro: podía quedarse dormido en cualquier parte, sobre un banco, en una calle, hasta en un coche y ser conducido a un puesto de policía de la manera más estúpida, como un simple borracho. Era martes. A los dos días, el jueves, tenía que realizar un acto terrorista muy importante. Todo el comité venía haciendo desde largo tiempo preparativos para el asesinato y se le había conferido precisamente a él el «honor» de arrojar aquella última bomba. Así, pues, era preciso, costara lo que costase, no dejarse detener hasta aquel día.
En estas circunstancias, una noche de octubre, en el cruce de dos calles, tomó la decisión de entrar en una casa de lenocinio. Hacía mucho tiempo que hubiera recurrido a este medio —que, por otra parte, no era tampoco muy seguro—, pero le había faltado valor. A los veintiséis años era virgen aún, no conocía a las mujeres como tales y jamás había penetrado en un lupanar. En otros tiempos había tenido que sostener una larga y penosa lucha contra su carne, que se rebelaba; pero se había ido acostumbrando poco a poco a dominar sus deseos sexuales y había aprendido a mirar a las mujeres con calma e indiferencia.
Ahora, puesto en la necesidad de tener estrecho contacto con una de esas mujeres que venden amor como una mercancía, quizá hasta en la de verla desnuda presentía toda una serie de pequeños inconvenientes muy desagradables. En rigor estaba dispuesto, si era absolutamente necesario, a aceptar el amor carnal de una prostituta que iba a encontrar en la casa de lenocinio: actualmente, cuando no sentía ya ningún deseo de poseer una mujer, y sobre todo la víspera de un acto tan grave y decisivo, su virginidad no tenía ya importancia ni él se la concedía. Pero aun así era desagradable, como un pequeño detalle repugnante por el que había que pasar absolutamente. Una vez, durante un acto terrorista al que había asistido como lanzador de bombas en reserva, vio un caballo muerto por la explosión, con la grupa desgarrada y los intestinos al aire; y este pequeño detalle terrible y repugnante y al mismo tiempo inútil e inevitable le causó una impresión aun más penosa que la muerte de su camarada, al que la misma bomba mató allí. Y en tanto que pensaba serenamente, sin miedo alguno, hasta con alegría, en lo que de allí a dos (has iba a suceder, y en que, muy probablemente, habría de morir, la noche que tenía que pasar con una prostituta, con una mujer que hace del amor una profesión, le parecía absurda, estúpida, algo impropio y caótico.
Pero no había más remedio. Estaba ya tan extenuado que no se podía tener en pie.
II
Llegaba demasiado temprano: las diez de la noche; pero la gran sala blanca con sillas doradas y espejos a lo largo de las paredes estaba ya dispuesta para recibir a los visitantes. Todas las luces estaban encendidas. La casa era de las de primera clase. Ante el piano, cuya tapa fue levantada, estaba sentado el músico, un joven muy correcto vestido con una levita negra. Estaba fumando, poniendo gran atención en que la ceniza del cigarro no le cayera en la ropa, y hojeando los cuadernos de música. En un rincón, cerca de un salón casi a obscuras, estaban sentadas, unas junto a otras, tres muchachas que hablaban en voz baja... Cuando entró, acompañado por la dueña de la casa, se levantaron dos de las muchachas; la tercera siguió sentada. Las dos primeras, que estaban muy descotadas, le miraron a los ojos con una mirada provocativa y al mismo tiempo indiferente y cansada; la tercera, que llevaba un vestido negro muy ajustado al cuerpo, había vuelto la cabeza, y su perfil era sencillo y sereno como si fuera una joven honrada sumida en sus reflexiones. Ella era probablemente la que estaba contando alguna cosa a las otras dos cuando él entró en la sala y ahora seguía pensando en lo que acababa de contar. Y a ésta es a la que eligió precisamente porque reflexionaba en silencio, porque no le miraba y porque era la única que parecía una mujer honrada. No había estado nunca en las casas de lenocinio y no sabía que en todas estas casas, cuando están bien dirigidas, hay una o dos mujeres de ese género: van siempre vestidas de negro como monjas o viudas jóvenes, sus rostros están pálidos y sin colorete, severa la expresión; procuran dar a los hombres la impresión de la honradez. Pero cuando se van con los hombres a la alcoba y comienzan a beber son como todas las demás mujeres de su especie, y a veces peores: promueven escándalos frecuentemente, rompen la vajilla, danzan en cueros, y así desnudas completamente se muestran a veces en el salón; otras veces llegan aun a pegar a los huéspedes demasiado impertinentes. Estas son precisamente las mujeres de que se enamoran los estudiantes borrachos que empiezan a predicarles una nueva vida de honradez.