La batalla - Rambaud Patrick (читать книги онлайн .TXT) 📗
Ahora los heridos gemian bajo grandes toldos o apoyados en un muro de carretillas. Los servidores de la ambulancia habian utilizado los barriles para recoger el agua de lluvia y construido canalones de canas para canalizar el agua retenida en bolsas sobre las telas tendidas en las ramas. Se afanaban por calentar a cubierto su infecto caldo de carne caballar, y colocaban en cubetas las cabezas y tripas que los prisioneros, encerrados en el extremo arenoso de la isla Lobau, se comerian crudas. De vez en cuando un enfermero, que hacia la ronda entre los cuerpos tendidos, recogia a un muerto, lo arrastraba en medio de la indiferencia de los demas hacia una playa y lo arrojaba al rio.
Delante, en la pradera, hacia horas que la lluvia habia extinguido los hachones, pero Massena seguia en aquel lugar. Rigido, como una estatua que se alzara en medio del barro, chorreante, cuidaba de que el conjunto del ejercito que le habia confiado el emperador abandonara rapidamente la orilla izquierda para refugiarse en los bosques de la isla.
– No queda mas que la Vieja Guardia, senor duque -dijo Sainte-Croix, las plumas de cuyo bicornio pendian de una manera lamentable.
– Esta empezando a amanecer, lo hemos conseguido. -Ahi llegan los ultimos…
En efecto, el general Dorsenne llegaba a la cabeza de un batallon de fantasmas grises, envueltos en capotes muy pesados a causa de la lluvia que los habia empapado. Chapoteaban y resba laban al bajar por la colina, pero se esforzaban por marchar al paso y levantaban los terrones que se les pegaban a las suelas. Las banderas mojadas se enredaban en sus astas. Los clarinetes tocaban en sordina una marcha imperial. Los tambores ya no redoblaban, y estaban cubiertos de mandiles para que el agua no les distendiera la piel. Dorsenne se detuvo al lado de Massena, y Sainte-Croix tuvo que ayudarle a bajar de la silla, pues habia sufrido una herida en el craneo y parecia muy debil. Sus guantes, atados alrededor de la frente, le servian como aposito.
– No es mas que un rasguno -comento.
– ?Haceos examinar en seguida! -rugio Massena-. ?Lannes, Espagne, Saint-Hilaire, ya es suficiente!
– Cuando hayan pasado mis granaderos y cazadores.
– ?Testarudo como un mulo!
– No tengo derecho a desaparecer antes del ultimo acto, senor mariscal. Eso daria un mal ejemplo.
Massena le tomo del brazo para presenciar el desfile de los granaderos que se internaban en el puente pequeno zarandeado por el Danubio.
– Traigo conmigo a mas de la mitad -preciso Dorsenne.
– Sainte-Croix -dijo Massena-, llevad vos mismo al general a que le vea el doctor Yvan.
– O Larrey -dijo Dorsenne, palido como la cera.
– ?Oh, no, desdichado! ?Larrey seria capaz de amputaros la cabeza! Como el doctor Guillotin, corta todo lo que sobresale, ?sabeis?
Tras esta chanza, se separaron. A continuacion Massena ordeno a sus oficiales:
– Adelante, senores. Os sigo.
Los oficiales se hallaban en la isla cuando resono una andanada en las inmediaciones de Aspern. Massena sonrio.
– ?Los picaros se despiertan!
Pero tan solo se trataba de un incidente sin consecuencias. Los soldados austriacos habian descargado sus armas sobre un vivaque abandonado. El archiduque desconocia la realidad de los danos causados al puente grande, temia que los zapadores lo reparasen con rapidez y que los refuerzos franceses pasaran a la orilla derecha, como la vispera. Inquieto, inseguro, habia llevado al grueso de sus tropas a las posiciones anteriores. Ni siquiera pensaba en atacar. Su ejercito se habia desangrado.
Solo, a pie, lentamente y sin volverse, el mariscal Massena fue el ultimo en franquear el puente pequeno. Ya los marinos y los zapadores se disponian a desmontarlo. Unas carretas sin adra les, estrechas y largas, aguardaban los pontones que transportarian al otro lado de la isla Lobau para restaurar el puente flotante: faltaban quince embarcaciones. A las seis de la manana finalizaba la batalla de Essling. Habia mas de cuarenta mil muertos en los campos.