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Ciudad Maldita - Стругацкие Аркадий и Борис (бесплатные книги онлайн без регистрации TXT) 📗

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—?Que dices, hermano! —exclamo Izya, y sus dedos se hundieron en la barba, buscando la verruga.

—?Si, si! Y me paso todo el tiempo intentando averiguar quien se beneficiaria de eso. Resulta que el unico que se beneficia es tu Pak. ?Calla! ?Dejame hablar! Si desaparecemos sin dejar huella, Geiger no se enterara de nada, ni siquiera de la existencia de la colonia... Y no se decidira a organizar una segunda expedicion en mucho tiempo. Entonces, ellos no tendran que irse al norte, ni abandonar la zona que habitan. Esas son mis deducciones.

—Creo que te has vuelto loco —dijo Izya—. ?De donde has sacado esa impresion? Si se trata de que nos demos la vuelta y regresemos, no necesitas tener ninguna impresion. Todos quieren regresar. Pero ?de donde sacas eso de que quieren eliminarnos?

—?No lo se! —dijo Andrei—. Te digo que se trata de una impresion que tengo. —Callo un instante—. En todo caso, creo que mi decision de llevarme a Pak pasado manana es correcta. Si yo no estoy, no tiene nada que hacer en el campamento.

—?Y que tiene que ver el en todo esto? —grito Izya—. ?Pon a trabajar esa cabeza tonta! Digamos que nos aniquilan, ?y que mas? ?Ochocientos kilometros a pie? ?Por un sitio sin agua?

—?Y que se yo! —replico Andrei, molesto—. Quiza sepa conducir un tractor.

—Tambien puedes sospechar de la Lagarta —sugirio Izya—. Como en ese cuento... Si, el cuento del zar Dodon... La reina de Shemajan.

—Humm, si, la Lagarta... —repitio Andrei, pensativo—. Otra que bien baila. Y el Mudo ese... ?Quien es? ?De donde viene? ?Por que me sigue a todas partes como un perro? Hasta cuando voy al retrete... Por cierto, no se si sabes que el ya ha estado en este sitio.

—?Has hecho un gran descubrimiento! —dijo Izya, con menosprecio—. De eso me di cuenta hace tiempo. Esos sin lengua vienen del norte.

—?Es posible que les hayan cortado la lengua aqui? —dijo Andrei, bajando la voz.

—Oye, bebamos un trago —dijo Izya mirandolo.

—No hay con que diluirlo.

—Entonces, ?quieres que te traiga a la Lagarta?

—Vete a la mierda... —Andrei se levanto con la frente llena de arrugas y moviendo el pie lastimado dentro del zapato—. Bien, voy a ver como andan las cosas. —Se dio una palmada en la funda vacia—. ?Tienes pistola?

—Si, la tengo en alguna parte. ?Por que?

—Por nada. Me voy.

Mientras salia al pasillo, saco la linterna del bolsillo. El Mudo se levanto a su encuentro. A la derecha, hacia el fondo del piso, a traves de una puerta entreabierta, le llego el sonido de una conversacion. Andrei se detuvo un instante.

—?En El Cairo, Dagan, en El Cairo! —decia el coronel con insistencia—. Ahora veo que lo ha olvidado todo, Dagan. El vigesimo primer regimiento de tiradores de Yorkshire, comandado en aquel entonces por el viejo Bill, el quinto baron de Stratford.

—Le pido mil perdones, senor coronel —objetaba Dagan con respeto—. Podemos acudir a los diarios del senor coronel.

—?No necesito ningun diario, Dagan! Ocupese de su pistola. Ademas, me ofrecio leerme algo antes de dormir.

Andrei salio al descansillo de la escalera y choco con Ellizauer como quien choca con un poste telegrafico. El hombre fumaba, encorvado, con el trasero recostado en los pasamanos metalicos.

—?El ultimo antes de dormir? —pregunto Andrei.

—Exactamente, senor consejero. Enseguida me voy a dormir.

—Vaya, vaya —le dijo Andrei, siguiendo de largo—. Como se dice: mas se duerme, menos se peca.

Ellizauer solto una risita respetuosa.

«Que tio mas alto —penso Andrei—. Si en tres dias no logras terminar la reparacion, yo mismo te uncire al remolque.»

Los expedicionarios de grado inferior ocupaban el piso de abajo (aunque subian a los de arriba para hacer sus necesidades). Alli no se oia ninguna conversacion: al parecer todos, o casi todos, dormian ya. A traves de las puertas de los pisos, abiertas de par en par para que hubiera corriente de aire, se escuchaban ronquidos, chasquidos, balbuceos y toses de fumadores.

Andrei metio la cabeza primero en el piso de la izquierda. Alli dormian los soldados. Salia luz de un pequeno cubiculo sin ventanas. El sargento Fogel, en calzoncillos y con la gorra echada hacia atras, estaba sentado delante de una mesita, rellenando un formulario. Segun las reglas militares, la puerta del cubiculo estaba abierta de par en par, de manera que nadie pudiera entrar o salir sin ser notado. Al oir los pasos, el sargento levanto rapidamente la cabeza y miro con atencion, cubriendo con la mano la luz de la lampara para que no le diera en el rostro.

—Soy yo, Fogel —dijo Andrei en voz baja, y entro.

Al instante, el sargento le trajo una silla. Andrei se sento a horcajadas y miro a su alrededor. Con los militares, todo estaba en orden. Alli estaban los tres bidones con el agua potable. Las cajas de latas de conservas y las galletas para el desayuno del dia siguiente tambien estaban alli. Y la caja con el tabaco. La pistola del sargento, limpia y brillante, reposaba sobre la mesa. En el cubiculo el aire era pesado, masculino, de campana. Andrei se agarro al respaldo de la silla.

—?Que hay manana para el desayuno, sargento? —pregunto.

—Lo de siempre, senor consejero —respondio Fogel con asombro.

—Trate de inventar algo nuevo, que no sea lo de siempre —dijo Andrei—. No se, digamos que gachas de arroz con azucar... ?Quedan frutas en conserva?

—Si, podria ser gachas de arroz con ciruelas pasas —propuso el sargento.

—Que sea con ciruelas pasas... Por la manana, deles doble racion de agua. Y media tableta de chocolate... ?Aun tenemos chocolate?

—Queda un poquito —dijo el sargento, no muy satisfecho.

—Pues deles un poco... Los cigarrillos, ?que, es la ultima caja?

—Exactamente.

—Pues no podemos hacer nada. Manana, como siempre, y a partir de pasado manana, reduzca la cuota... Ah, se me olvidaba. Desde hoy, y hasta nuevo aviso, doble racion de agua para el coronel.

—Quisiera informarle... —comenzo el sargento.

—Lo se —lo interrumpio Andrei—. Diga que es por orden mia.

—A la orden... Como mande el senor consejero. ?Anastasis! ?Adonde vas?

Andrei se volvio. En el pasillo, balanceandose sobre unas piernas vacilantes y con la mano apoyada en la pared, estaba un soldado medio dormido, en calzoncillos y con botas.

—Perdone, senor sargento... —balbuceo. Era obvio que no se daba cuenta de nada. Al instante, pego las manos a los lados de las piernas—. ?Permiso para ir al retrete, senor sargento!

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