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Anaconda - Quiroga Horacio (читать книгу онлайн бесплатно без TXT) 📗

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LOS CASCARUDOS

Hasta el dia fatal en que intervino el naturalista, la quinta de monsieur Robin era un prodigio de correccion. Habia alli plantaciones de yerba mate que, si bien de edad temprana aun, admiraban al discreto visitante con la promesa de magnificas rentas. Luego, viveros de cafetos -costoso ensayo en la region-, de chirimoyas y heveas.

Pero lo admirable de la quinta era su bananal. Monsieur Robin, con arreglo al sistema de cultivo practicado en Cuba, no permitia mas de tres vastagos a cada banano pues sabido es que esta planta, abandonada a si misma se torna en un macizo de diez, quince y mas pies. De ahi empobrecimiento de la tierra, exceso de sombra, y logica degeneracion del fruto. Mas los nativos del pais jamas han aclarado sus macizos de bananos, considerando que si la planta tiende a rodearse de hijos, hay para ello causas muy superiores a las de su agronomia. Monsieur Robin entendia lo mismo y aun mas sumisamente, puesto que apenas la planta original echaba de su pie dos vastagos, aprontaba pozos para los nuevos bananitos a venir que, tronchados del pie madre, crearian a su vez nueva familia.

De este modo, mientras el bananal de los indigenas, a semejanza de las madres muy fecundas cuya descendencia es al final raquitica, producia mezquinas vainas sin jugo, las cortas y bien nutridas familias de monsieur Robin se doblaban al peso de magnificos cachos.

Pero tal glorioso estado de cosas no se obtiene sino a expensas de mucho sudor y de muchas limas gastadas en afilar palas y azadas.

Monsieur Robin, habiendo llegado a inculcar a cinco peones del pais la necesidad de todo esto, creyo haber hecho obra de bien, aparte de los tres o cuatro mil cachos que desde noviembre a mayo bajaban a Posadas.

Asi, el destino de monsieur Robin, de sus bananos y sus cinco peones parecia asegurado, cuando llego a Misiones el sabio naturalista Fritz Franke, entomologo distinguidisimo, y adjunto al Museo de Historia Natural de Paris. Era un muchacho rubio, muy alto, muy flaco, con lentes de miope alla arriba, y enormes botines en los pies. Llevaba pantalon corto, lo acompanaban su esposa y una setter con collar de plata.

Venia el joven sabio efusivamente recomendado a Monsieur Robin, y este puso a su completa disposicion la quinta del Yabebiri, con lo cual Fritz Franke pudo facilmente completar en cuatro o cinco meses sus colecciones sudamericanas. Por lo demas, el capataz recibio de monsieur Robin especial recomendacion de ayudar al distinguido huesped en cuanto fuere posible. Fue asi como lo tuvimos entre nosotros. En un principio, los peones habian hallado ridiculo sobre toda ponderacion a aquel bebe de interminables pantorrillas que se pasaba las horas en cuclillas revolviendo yuyos. Alguna vez se detuvieron con la azada en la mano a contemplar aquella zoncisima manera de perder el tiempo. Veian al naturalista coger un bicharraco, darle vueltas en todo sentido, para hundirlo, despues de maduro examen, en el estuche de metal. Cuando el sabio se iba, los peones se acercaban, cogian un insecto semejante, y despues de observarlo detenidamente a su vez, se miraban estupefactos.

Asi, a los pocos dias, uno de ellos se atrevio a ofrecer al naturalista un cascarudito que habia hallado. El peon llevaba muchisima mas sorna que cascarudito; pero el coleoptero resulto ser de una especie nueva, y herr Franke, contento, gratifico al peon con cinco cartuchos 16. El peon se retiro, para volver al rato con sus companeros.

– Entonces, che patron…, ?te gustan los bichitos? interrogo. ?Oh, si! Traiganme todos… Despues, regalo.

– No, patron; te lo vamos a hacer de balde. Don Robin nos dijo que te ayudaramos.

Este fue el principio de la catastrofe. Durante dos meses enteros, sin perder diez segundos en quitar el barro a una azada, los cinco peones se dedicaron a cazar bichitos. Mariposas, hormigas, larvas, escarabajos estercoleros, cantaridas de frutales, guitarreros 11 de palos podridos, cuanto insecto vieron sus ojos, fue llevado al naturalista. Fue aquello un ir y venir constante de la quinta al rancho. Franke, loco de gozo ante el ardor de aquellos entusiastas neofitos, prometia escopetas de uno, dos y tres tiros.

Pero los peones no necesitaban estimulo. No quedaba en la quinta tronco sin remover ni piedra que no dejara al descubierto el humedo hueco de su encaje. Aquello era, evidentemente, mas divertido que carpir. Las cajas del naturalista prosperaron asi de un modo asombroso, tanto que a fines de enero dio el sabio por concluida su coleccion y regreso a Posadas.

– ?Y los peones?-le pregunto Monsieur Robin-. ?No tuvo quejas de ellos?

– ?Oh, no! Muy buenos todos… Usted tiene muy buenos peones. Monsieur Robin creyo entonces deber ir hasta el Yabebiri a constatar aquella bondad. Hallo a los peones como enloquecidos, en pleno furor de cazar bichitos. Pero lo que era antes glorioso vivero de cafetos y chirimoyas, desaparecia ahora entre el monstruoso yuyo de un verano entero. Las plantitas, ahogadas por el vaho quemante de una sombra demasiado baja, habian perdido o la vida o todo un ano de avance. El bananal estaba convertido en un plantio salvaje, sucio de pajas, lianas y rebrotes de monte, dentro del cual los bananos asfixiados se agotaban en hijuelos raquiticos. Los cachos, sin fuerza para una plena fructificacion, pendian con miserables bananitas, negruzcas. Esto era lo que quedaba a monsieur Robin de su quinta, casi experimental tres meses antes. Fastidiado hasta el infinito de la ciencia de su ilustre huesped que habia enloquecido al personal, despidio a todos los peones. Pero la mala semilla estaba ya sembrada. A uno de nosotros tocole en suerte, tiempo despues, tomar dos peones que habian sido de la quinta de monsieur Robin. Encargoseles el arreglo urgente de un alambrado, partiendo los mozos con taladros, mechas, llave inglesa y demas. Pero a la media hora estaba uno de vuelta, poseedor de un cascarudito que habia hallado. Se le agradecio el obsequio, y retorno a su alambre. Al cuarto de hora volvia el otro peon con otro cascarudito.

A pesar de la orden terminante de no prestar mas atencion a los insectos, por maravillosos que fueran, regresaron los dos media hora antes de lo debido, a mostrar a su patron un bichito que jamas habian visto en Santa Ana.

Por espacio de muchos meses la aventura se repitio en diversas granjas. Los peones aquellos, poseidos de verdadero frenesi entomologico, contagiaron a algun otro; y, aun hoy un patron que se estime debe acordarse siempre al tomar un nuevo peon:

– Sobre todo, les prohibo terminantemente que miren ningun bichito. Pero lo mas horrible de todo es que los peones habian visto ellos mismos mas de una vez comer alacranes al naturalista. Los sacaba de un tarro y los comia por las patitas…

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