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Anaconda - Quiroga Horacio (читать книгу онлайн бесплатно без TXT) 📗

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LA CREMA DE CHOCOLATE

Ser medico y cocinero a un tiempo es, a mas de dificil, peligroso. El peligro vuelvese realmente grave si el cliente lo es del medico y de su cocina. Esta verdad pudo ser comprobada por mi, cierta vez que en el Chaco fui agricultor, medico y cocinero.

Las cosas comenzaron por la medicina, a los cuatro dias de llegar alla. Mi campo quedaba en pleno desierto, a ocho leguas de toda poblacion, si se exceptuan un obraje y una estanzuela, vecinos a media legua. Mientras ibamos todas las mananas mi companero y yo a construir nuestro rancho, viviamos en el obraje. Una noche de gran frio fuimos despertados mientras dormiamos, por un indio del obraje, a quien acababan de apalear un brazo. El muchacho gimoteaba muy dolorido. Vi en seguida que no era nada, y si grande su deseo de farmacia. Como no me divertia levantarme, le frote el brazo con bicarbonato de soda que tenia al lado de la cama.

– ?Que le estas haciendo? -me pregunto mi companero, sin sacar la nariz de sus plaids.

– Bicarbonato le respondi-. Ahora -me dirigi al indio- no te va a doler mas. Pero para que haga buen efecto este remedio, es bueno que te pongas trapos mojados encima.

Claro esta, al dia siguiente no tenia nada; pero sin la maniobra del polvo blanco encerrado en el frasco azul, jamas el indiecito se hubiera decidido a curarse con solo trapos frios.

El segundo eslabon lo establecio el capataz de la estanzuela con quien yo estaba en relacion. Vino un dia a verme por cierta infeccion que tenia en una mano, y que persistia desde un mes atras. Yo tenia un bisturi, y el hombre resistia heroicamente el dolor. Esta doble circunstancia autorizo el destrozo que hice en su carne, sin contar el bicloruro hirviendo, y ocho dias despues mi hombre estaba curado. Las infecciones, por alla, suelen ser de muy fastidiosa duracion; mas mi valor y el del otro -bien que de distinto caracter- vencieronlo todo.

Esto pasaba ya en nuestro algodonal, y tres meses despues de haber sido plantado. Mi amistad con el dueno de la estanzuela, que vivia en su almacen en Resistencia, y la bondad del capataz y su mujer, llevabanme a menudo a la estancia. La vieja mujer, sobre todo, tenia cierta respetuosa ternura por mi ciencia y mi democracia. De aqui que quisiera casarme. A legua y media de casa, en pleno estero Araza, tenia cien vacas y un rebano de ovejas el padre de mi futura.

– ?Pobrecita! -me decia Rosa, la mujer del capataz-.Esta enferma hace tiempo. ?Flaca, pobrecita! Anda a curarla, don Fernandez, y te casas con ella.

Como los esteros rebosaban agua, no me decidia a ir hasta ella.

– ?Y es linda? -se me ocurrio un dia.

– ?Pero no ha de…` don Fernandez! Le voy a mandar a decir al padre, y la vas a curar y te vas a casar con ella.

Desgraciadamente la misma democracia que encantaba a la mujer del capataz estuvo a punto de echar abajo mi reputacion cientifica.

Una tarde habia ido yo a buscar mi caballo sin riendas como lo hacia siempre, y volvia con el a escape, cuando halle en casa a un hombre que me esperaba. Mi ropa, ademas, dejaba siempre mucho que desear en punto a correccion. La camisa de lienzo sin un boton, los brazos arremangados, y sin sombrero ni peinado de ninguna especie.

En el patio, un paisano de pelo blanco, muy gordo y fresco, vestido evidentemente con lo mejor que tenia, me miraba con fuerte sorpresa.

– Perdone, don -se dirigio a mi-. ?Es esta la casa de don Fernandez?

– Si, senor le respondi.

Agrego entonces con visible dubitacion de persona que no quiere comprometerse.

?Y no esta el…?

– Soy yo.

El hombre no concluia de disculparse, hasta que se fue con mi receta y la promesa de que iria a ver a su hija.

Fui y la vi. Tosia un poco, estaba flaquisima, aunque tenia la cara llena, lo que no hacia sino acentuar la delgadez de las piernas. Tenia sobre todo el estomago perdido. Tenia tambien hermosos ojos, pero al mismo tiempo unas abominables zapatillas nuevas de elastico. Se habia vestido de fiesta, y como lujo de calzado no habitual, las zapatillas aquellas.

La chica -se llamaba Eduarda- digeria muy mal, y por todo alimento comia tasajo desde que habian empezado las lluvias. Con el mas elemental regimen, la muchacha comenzo a recobrar vida.

– Es tu amor, don Fernandez. Te quiere mucho a usted" -me explicaba Rosa.

Fui en esa primavera dos o tres veces mas al Araza, y lo cierto es que yo podia acaso no ser mal partido para la agradecida familia.

En estas circunstancias, el capataz cumplio anos y su mujer me mando llamar el dia anterior, a fin de que yo hiciera un postre para el baile. A fuerza de paciencia y de horribles quematinas de leche, yo habia conseguido llegar a fabricarme budines, cremas y hasta huevos quimbos. Como el capataz tenia debilidad visible por la crema de chocolate que habia probado en casa, detuveme en ella, ordenando a Rosa que dispusiera para el dia siguiente diez litros de leche, sesenta huevos y tres kilos de chocolate. Hubo que enviar por el chocolate a Resistencia, pero volvio a tiempo, mientras mi companero y yo nos rompiamos la muneca batiendo huevos.

Ahora bien, no se aun que paso, pero lo cierto es que en plena funcion de crema, la crema se corto. Y se corto de modo tal, que aquello convirtiose en esponja de caucho, una madeja de oscuras hilachas elasticas, algo como estopa empapada en aceite de linaza.

Nos miramos mi companero y yo: la crema esa pareciase endiabladamente a una muerte subita. ?Tirarla y privar a la fiesta de su principal atractivo…? No era posible. Luego, a mas de que ella era nuestra obra personal, siempre muy querida, apago nuestros escrupulos el conocimiento que del paladar y estomago de los comensales teniamos. De modo que resolvimos prolongar la coccion del maleficio, con objeto de darle buena consistencia. Hecho lo cual apelmazamos la crema en una olla, y descansamos.

No volvimos a casa; comimos alla. Vinieron la noche y los mosquitos, y asistimos al baile en el patio. Mi enferma, otra vez con sus zapatillas, habia llegado con su familia en una carreta. Hacia un calor sofocante, lo que no obstaba para que los peones bailaran con el poncho al hombro, el 13 de enero.

Nuestro postre debia ser comido a las once. Un rato antes mi companero y yo nos habiamos insinuado hipocritamente en el comedor, buscando moscas por las paredes.

– Van a morir todos -me decia el en voz baja. Yo, sin creerlo, estaba bastante preocupado por la aceptacion que pudiera tener mi postre. El primero a quien le cupo familiarizarse con el fue el capataz de los carreros del obraje, un hombron silencioso, muy cargado de hombros y con enormes pies descalzos. Acercose sonriendo a la mesita, mucho mas cortado que mi crema. Se sirvio -a fuerza de cuchillo, claro es- una delicadisima porcion. Pero mi companero intervino presuroso.

– ?No, no, Juan! Sirvase mas. -Y le lleno el plato.

El hombre probo con gran comedimiento, mientras nosotros no apartabamos los ojos de su boca.

– ?Eh, que tal? -le preguntamos-. Rico, ?eh?

– ?Macanudo, che patron!

?Si! Por malo que fuera aquello, tenia gusto a chocolate. Cuando el hombron hubo concluido llego otro, y luego otro mas. Tocole por fin el turno a mi futuro suegro. Entro alegre, balanceandose.

– ?Hum…! ?Parece que tenemos un postre, don Fernandez! ?De todo sabe! ?Hum…! Crema de chocolate… Yo he comido una vez.

Mi companero y yo tornamos a mirarnos. ?Estamos frescos! -murmure.

?Completamente lucidos! ?Que podia parecerle la madeja negra a un hombre que habia probado ya crema de chocolate? Sin embargo, con las manos muy puestas en los bolsillos, esperamos. Mi suegro probo lentamente. -?Que tal la crema?

Se sonrio y alzo la cabeza, dejando cuchillo y tenedor.

?Rico, le digo! ?Que don Fernandez! -continuo comiendo-. ?Sabe de todo!

Se supondra el peso de que nos libro su respuesta. Pero cuando hubieron comido el padre, la madre, la hermana, y le llego el turno a mi futura, no supe que hacer.

– ?Eduarda puede comer, eh, don Fernandez? -me habia preguntado mi suegro.

Yo creia sinceramente que no. Para un estomago sano, aquello estaba bien, aun a razon de un plato sopero por boca. Pero para una dispeptica con digestiones laboriosisimas, mi esponja era un sencillo veneno.

Y me enterneci con la esponja, sin embargo. La muchacha ojeaba la olla con mucho mas amor que a mi, y yo pensaba que acaso jamas en la vida seriale dado volver a probar cosa tan asombrosa, hecha por un chacarero medico y pretendiente suyo.

Si, puede comer. Le va a gustar mucho -respondi serenamente. Tal fue mi presentacion publica de cocinero. Ninguno murio pero dos semanas despues supe por Rosa que mi prometida habia estado enferma los dias subsiguientes al baile.

– Si -le dije, verdaderamente arrepentido-. Yo tengo la culpa. No debio haber comido la crema aquella.

?Que crema! ?Si le gusto, te digo! Es que usted no bailaste con ella; por eso se enfermo.

No baile con ninguna.

?Pero si es lo que te digo! ?Y no has ido mas a verla, tampoco!

Fui alla por fin. Pero entonces la muchacha tenia realmente novio, un ° espanolito con gran cinto y panuelo criollos, con quien me habia encontrado ya alguna vez en casa de ella.

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