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La Casa De Citas - Robbe-grillet Alain (читать полную версию книги .TXT) 📗

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– ?Asi que no me quiere lo mas minimo? -pregunta, una vez agotados todos sus recursos.

– Nunca se ha tratado de eso -dice ella.

Entonces le ofrece dinero, mucho dinero. Con una sonrisa pregunta ella cuanto. Le dara lo que quiera. «Muy bien», dice ella, e inmediatamente fija la cantidad, con la seguridad tranquila de quien llevaba mucho tiempo calculando lo que valia tal aceptacion. Y, para que el trato sea valido, es preciso ademas que el pago se haga efectivo esta misma noche, antes del amanecer. Es una cantidad considerable, mucho mas elevada de lo que Johnson puede reunir en tan poco tiempo. Con todo, no protesta. Deja de pasear, bruscamente, y vuelve por fin la mirada hacia la cama como si descubriera entonces la presencia de la joven. La observa largo rato, callado, pero se diria que sus ojos la atraviesan sin ver nada. Lauren ha vuelto hacia el la cabeza, que sigue apoyada en los almohadones. Muy despacio, con mano flexible y fina, ha hecho resbalar la seda negra de la cadera y la aparta completamente a un lado, queriendo sin duda que su amante tome una decision con conocimiento de causa y pueda, entre otras cosas, apreciar el valor de las senales todavia visibles en su carne.

La mirada de Sir Ralph sigue, no obstante, inmovil y lejana, como si pasara aun a traves de Lauren y divisara, mas alla, algun objeto fascinante, alguna escena imaginaria. Luego dice: «Lo hare», sin que se pueda saber exactamente si habla del pago y su vencimiento, o de otro proyecto; saliendo entonces de su ensonacion, encuentra por fin los grandes ojos verdes, ardientes, tensos, helados, irrazonables. Por un momento trata de hundirse en ellos, pero, subitamente resuelto, ordena con voz imperiosa: «Espereme aqui», se dirige hacia la puerta, acciona el petillo, abre la hoja con gesto rapido y abandona la estancia.

Y cruza ahora con grandes zancadas el parque nocturno, y ahora va en un taxi que avanza demasiado despacio hacia Queens Road, y ahora sube una escalera sin luz, estrecha y empinada. Y ahora se inclina, por encima de un escritorio atestado de papeles desordenados, sobre un chino de edad imprecisa, sentado ante el, o mejor dicho por debajo de el, cuya cara arrugada conserva la calma correcta frente a aquel energumeno vestido de smoking que habla aprisa, gesticula y amenaza. Ahora Sir Ralph sube de nuevo otra escalera, identica a la primera, que va de un piso a otro en un solo tramo rectilineo, sin pasamano del que cogerse, pese a la estrechez y altura de los peldanos. Y va ahora en un taxi que avanza demasiado despacio hacia Queens Street. Y ahora golpea un postigo de madera en la puerta de una tienda pequenisima en la que se lee, a la palida luz de un mechero de gas, la palabra «Cambio» escrita en siete idiomas. Golpea con ambos punos, redobladamente, haciendo resonar la calle desierta con un retumbar sordo, con riesgo de alborotar el barrio. Como no contesta nadie, pega la boca al resquicio del postigo mal cerrado y llama: «?Ho! ?Ho! ?Ho!», lo que quiza sea el nombre de la persona a quien quiere despertar. Luego tamborilea de nuevo, pero con menos violencia, como alguien cuya esperanza flaquea.

Nada se ha movido, por otra parte, en las inmediaciones, a pesar del estrepito, no se ha manifestado ninguna senal de vida; igual todo este decorado es falso, sin profundidad, no tiene mas realidad que una pesadilla; esto explicaria el sonido mate y hueco producido por el panel de madera. Johnson, en este momento, descubre a un viejo con pijama de hule negro, sentado en un entrante de la fachada, a una casa de distancia. Enseguida va hacia el, corre hacia el, mas exactamente, y le grita unas palabras en ingles, para saber si hay alguien en la tienda. El anciano empieza a dar largas explicaciones, con voz lenta, en un idioma que debe de ser cantones pero que pronuncia de modo tan poco claro que Johnson no caza ni una frase. Repite su pregunta en cantones. El otro contesta con la misma lentitud y la misma locuacidad; esta vez su discurso se parece mas al ingles, aunque solo la palabra «wife» es reconocible, repetida ademas varias veces. Johnson, que se impacienta, le pregunta al viejo que pinta alli su mujer. Pero el chino se lanza entonces a una nueva serie de comentarios incomprensibles, en los que ha desaparecido por completo aquella palabra. Ningun ademan, ninguna expresion de su rostro viene a suplir el sentido ausente. El hombre sigue sentado en el suelo sin moverse, con la espalda apoyada en la pared, las dos manos cruzadas sobre las rodillas. Hay una nota de desesperacion en su voz. El americano, a quien exaspera ese chorro de lamentaciones, empieza a sacudir a su interlocutor inclinandose sobre el para cogerlo de los hombros. El viejo se incorpora de un salto y lanza gritos penetrantes con una energia imprevista, mientras, justo en este momento, suena a pocas calles de alli la sirena de un coche de policia; el aullido se aproxima con rapidez, subiendo y bajando en una modulacion ciclica que se mantiene en notas muy agudas.

Johnson suelta al anciano y se aleja con paso vivo, para echar pronto a correr, perseguido por los gritos del chino, que de pie en mitad de la calzada, hace grandes gestos con ambos brazos en direccion a el. A juzgar por el ruido de la sirena, el coche de la policia viene con toda seguridad hacia aca. Johnson se vuelve, sin dejar de correr, y distingue los faros amarillos, asi como la luz roja con chispazos intermitentes en el techo del vehiculo. Tuerce a la izquierda por una calle perpendicular -es decir, cuesta arriba- con la esperanza evidente de llegar a las escaleras antes de ser alcanzado por el automovil, que no podra perseguirlo mas lejos. Pero este, que ha girado tras el, lo ha alcanzado ya. Adoptando, aunque un poco tarde y sin mucha naturalidad, la actitud del transeunte que no tiene nada que reprocharse, se detiene al primer alto; tres policias ingleses saltan del coche y lo rodean; parecen sorprendidos y favorablemente impresionados por su traje de etiqueta. Ellos llevan short y camisa caqui de manga corta, zapatos bajos y calcetines blancos. Johnson cree reconocer en el teniente al que ha interrumpido esa misma noche en el gran salon de la Villa Azul; los dos gendarmes que lo acompanan son tambien, probablemente, los que han aguado el final de la fiesta. Johnson, a quien piden la documentacion, ensena su pasaporte portugues, que se saca de un bolsillo interior de la chaqueta.

– ?Por que corria usted? -pregunta el teniente.

A punto de contestar maquinalmente: «Para entrar en calor», Johnson muda a tiempo de parecer, pensando en la temperatura tropical, en su smoking negro de pano demasiado grueso, en su cara sudorosa.

– No corria -dice-, andaba rapido.

– Me ha parecido que corria -dice el teniente-. ?Y por que andaba tan rapido?

– Tenia prisa por volver a casa.

– ?Ah, bien! -dice el teniente.

Despues, tras echar una mirada hacia la parte alta de la calle, donde unas anchas gradas, cubiertas de residuos, se pierden entre grandes casuchas de madera cada vez mas miserables, anade:

– ?Donde vive?

– En el hotel Victoria.

El hotel Victoria no se halla situado en Victoria, ni siquiera en la isla de Hong Kong, sino en Kowloon, en tierra firme. El policia hojea el pasaporte; el domicilio que figura en el esta en Macao, naturalmente. El policia mira tambien la foto y observa luego la cara del americano, durante casi un minuto.

– ?Es usted este? -dice por ultimo.

– Si. Soy yo -responde Johnson.

– No se le parece.

Por supuesto se refiere a la imagen, no a la cara.

– Puede que no sea una foto muy buena -dice Johnson-. Y no es muy reciente.

El teniente, tras volver a inspeccionar detenidamente la cara y la fotografia, y luego los datos personales indicados, que lee con ayuda de su linterna y compara despues con el modelo, acaba devolviendo el pasaporte, no sin antes declarar:

– No es exactamente la direccion del hotel Victoria, ?sabe usted? El transbordador se halla justo en la direccion opuesta.

– No conozco muy bien la ciudad -dice Johnson.

El teniente lo examina todavia un instante sin decir nada, paseando ahora el haz de la linterna por la frente, los ojos, la nariz, cuyos contornos y expresion modifica asi. Despues constata con tono indiferente (en todo caso no se trata de una pregunta): «Hace un rato estaba usted en casa de la senora Eva Bergmann.» Johnson, que espera esta observacion desde el comienzo del dialogo, se guarda muy bien de negarlo.

– Si, en efecto -dice.

– ?Es usted habitual de la casa?

– He ido varias veces.

– Lo pasan muy bien, por lo visto.

– Depende de los gustos.

– ?Tiene idea de lo que buscaba alli la policia?

– No. No lo se.

– ?Por que gritaba aquel anciano en medio de la calle?

– No lo se. Pero podria usted preguntarselo.

– ?Por que iba cuesta arriba, si queria dirigirse al puerto?

– Ya le he dicho que me he perdido.

– No es motivo para buscar un barco en lo alto de una montana.

– Hong Kong es una isla, ?verdad?

– Si, claro; Australia tambien. ?Ha venido andando desde la casa de la senora Bergmann?

– No, en taxi.

– ?Por que no lo ha dejado el taxi en el embarcadero?

– Le he dicho que parara en Queens Road. Queria andar un poco.

– Hace mucho que ha terminado la fiesta. ?Cuantas horas ha andado?

Pero, sin aguardar respuesta, el teniente anade:

– Al paso que llevaba, habra andado una barbaridad.

Y luego, con la misma voz de no dar a todo eso mucha importancia:

– ?Conocia a Edouard Manneret?

– De oidas tan solo.

– ?Quien le habia hablado de el?

– Ya no me acuerdo.

– ?Y que le habian dicho?

Johnson esboza un ademan vago con la mano derecha, acompanado de un mohin de incertidumbre, ignorancia y desinteres. El teniente prosigue:

– ?No ha tenido, mas o menos indirectamente, negocios con el?

– No. Desde luego. ?A que se dedica exactamente?

– Ha muerto. ?Lo sabia?

Johnson finge sorpresa:

– ?Ah no! En absoluto… ?En que circunstancias?

Pero el policia insiste:

– ?Esta seguro de no haberlo visto nunca en la Villa Azul o en lugares por el estilo?

– No, no… No creo. Pero ?de que ha muerto? ?Y cuando?

– Esta misma noche. Se ha suicidado.

El teniente sabe muy bien, por supuesto, que no se trata de un suicidio. Johnson se huele la trampa y no hace la menor observacion que permita suponer que esta version le parece discutible, aunque solo sea por motivos psicologicos, dado el caracter de Manneret. Juzga mas prudente callar y encerrarse en una especie de recogimiento, que considera de circunstancias. Una cosa, ademas, lo inquieta: ?por que el coche de la policia ha seguido directamente hacia el, en vez de parar ante aquel viejo chillon, que se hallaba en medio de su camino? Por otra parte, ya que este teniente parece tan ocupado con el caso Manneret, ?que ha estado haciendo entre su salida de la Villa Azul y esta patrulla imprevista, efectuada en compania de los dos mismos soldados? Uno de ellos ha vuelto a sentarse ante el volante del coche desde las primeras frases del interrogatorio, juzgando seguramente que el sospechoso no ofrecia ningun peligro. El segundo se ha quedado parado a dos pasos de su jefe, pronto a intervenir, si se presentaba la ocasion. El teniente, tras una pausa bastante larga, agrega (y su voz es cada vez mas indiferente, despegada de lo que cuenta, como si hablara consigo mismo de una historia muy antigua):

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