La Casa De Citas - Robbe-grillet Alain (читать полную версию книги .TXT) 📗
Subo las gradas de la escalinata al mismo tiempo que un grupo de tres personas que llegan de la verja de entrada del jardin, una mujer y dos hombres, uno de los cuales no es otro que ese Johnson a quien crei haber visto meditando aislado en un banco de piedra. De modo que no era el. Pensandolo bien, solo podria tratarse del prometido de Lauren rumiando su fracaso, intentando reorganizar los diferentes elementos de su existencia, reducida ahora a polvo, modificar tal vez algun dato con objeto de llegar a un desenlace distinto, menos desfavorable, y hasta volver a examinar los puntos considerados antes mas positivos, mas solidos, bajo la nueva luz de su repentina derrota, que proyecta tambien sobre ellos la duda y el descredito. En el gran salon, Lady Ava esta solicitamente rodeada, como es natural, por los invitados que, nada mas llegar, se dirigen primero hacia ella para saludarla, como hago yo mismo. Nuestra anfitriona se muestra sonriente y relajada, pronunciando para cada uno una frase de bienvenida que lo ilusiona o lo encanta. Sin embargo, tan pronto como me ve, los deja a todos bruscamente, viene hacia mi apartando aquellos cuerpos importunos de los que ya ni siquiera distingue las caras, y me arrastra lejos de la multitud junto al vano de una ventana. Su semblante ha cambiado: duro, hermetico, lejano. Todavia no me da tiempo a aventurar una palabra: «Lo que tengo que comunicarle es grave -dice-: Edouard Manneret ha muerto.»
Lo se, por supuesto, pero no lo dejo translucir. Compongo mi actitud y mi fisonomia a imitacion de las suyas y le pregunto brevemente como ha ocurrido la cosa. Habla deprisa, con una voz sin timbre que no le habia oido nunca y en la que asoma la turbacion y tal vez hasta la ansiedad. No, no ha podido aun saber nada sobre las circunstancias del drama: la acaba de telefonear un amigo que ignoraba igualmente donde, cuando y de que modo habia ocurrido aquello. Por lo demas, Lady Ava no puede prolongar mas esta conversacion, reclamada por todas partes por sus invitados. Se vuelve con movimiento vivo hacia una pareja de recien llegados y, relajada, sonriente, perfectamente duena de sus facciones, los acoge con una frase calida de bienvenida: «?Han venido ustedes, queridos amigos! No estaba segura de que Georges pudiera regresar a tiempo…, etc.» Probablemente hay mas personas, entre esta concurrencia alegre y despreocupada, que conocen tambien la noticia, incluso algunas para las cuales ningun detalle del asunto es un secreto. Pero estas, como las demas, hablan en grupitos de cosas anodinas: de sus gatos o sus perros, sus criadas, sus hallazgos en las tiendas de antiguedades, sus viajes o los ultimos chismorreas sobre los amores episodicos de los ausentes, o las llegadas y las salidas producidas en la colonia.
Los corros se forman y se disuelven al azar de los encuentros. Cuando vuelvo a hallarme en presencia de la senora de la casa, me dirige una sonrisa amistosa y natural para preguntarme si tengo algo que beber: «No, todavia no, pero voy a ocuparme de ello», le digo en tono satisfecho, sin segundas intenciones, y me acerco al buffet del gran salon. Esta noche, los que sirven las bebidas son camareros de chaqueta blanca, y no las jovenes criadas eurasiaticas, como ocurre en las reuniones mas intimas. El mantel blanco inmaculado que cubre los caballetes, colgando hasta el suelo, esta provisto de numerosas bandejas de plata, repletas de sandwiches variados en miniatura y pastelitos. Tres hombres, en animada conversacion, beben a pequenos sorbos las copas de champan que acaba de servirles el camarero. Justo en el momento en que llego al alcance de sus voces (hablan bastante bajo), cojo algunas palabras de su dialogo: «… cometer un crimen de ornamentos inutiles, barrocos, y es un crimen necesario, no gratuito. Nadie mas que el…» Por un momento me pregunto si estas palabras pueden tener alguna relacion con la muerte de Manneret, pero, pensandolo bien, parece del todo improbable.
Por otra parte, el que habia pronunciado la frase se ha callado enseguida. Ni siquiera podria precisar con certeza de cual de los tres hombres se trata, hasta tal punto se parecen en el traje, la estatura, el porte, la expresion. Ninguno de ellos dice nada mas. Los tres saborean el champan a pequenos sorbos. Y, cuando reanudan la conversacion, es para hacer algunas observaciones sin interes sobre la calidad de los vinos recientemente importados de Francia. Mientras se alejan, pido a mi vez una copa; el champan es en efecto muy seco, burbujeante, pero sin aroma. Otros dos invitados se acercan a beber. Aqui se situa la escena del camarero de chaqueta blanca que se agacha para recoger del suelo una ampolla inyectable y la deja a su lado al borde de la mesa.
La orquesta vuelve a tocar. La gente baila de nuevo. Hay muchas parejas que giran cadenciosamente. Hay muchas mujeres guapas, entre las cuales cuento, esta noche, por lo menos cinco o seis que figuran en el grupo de jovenes protegidas de Lady Ava. Esta se halla precisamente con una chica a quien veo hoy por primera vez, que tiene hermosos cabellos de un rubio dorado, una boca agradable y una carne satinada, ampliamente ofrecida a la mirada por el escote de un vestido que deja los hombros desnudos, asi como la espalda y el inicio de los pechos. De pie, cerca de un sofa rojo en el que esta sentada su interlocutora de mas edad, parece una alumna aplicada que atiende a las recomendaciones de su maestra. Un hombre de estatura alta, con smoking oscuro, se acerca hasta ellas y se inclina ante Lady Ava, que intercambia con el unas palabras languidas; despues senala con la mano derecha a la joven, haciendo comentarios bastante largos sobre su persona, como lo indican los movimientos del brazo que desplaza a diferentes niveles, mientras el hombre contempla sin decir nada a la interesada, que baja los ojos con modestia. Obedeciendo una senal que acaban de dirigirle, la joven gira sobre si misma, con un movimiento agil de danzarina, pero con bastante lentitud para dar tiempo a que la vean por todos los lados; vuelta a su posicion inicial, me parece (pero es dificil afirmarlo desde esta distancia) que su rostro se ha sonrojado ligeramente; y, en efecto, ladea un poco la cabeza, con lo que podria ser una expresion de incomodidad o de pudor. Lady Ava ha debido de pedirle en el acto que no sea esquiva, ya que vuelve sin tardanza la cara hacia adelante y hasta sube los parpados, mostrando entonces dos inmensos ojos agrandados por un estudiado maquillaje. Y he aqui que Sir Ralph le tiende la mano; sera para invitarla a bailar, porque ahora se dirigen juntos hacia la pista. Cruzo esta parte del salon para acercarme a mi vez al sofa amarillo -o mejor dicho, a franjas amarilelas y rojas, como compruebo de mas cerca-. Lady Ava sigue vuelta, de perfil, hacia donde acaba de alejarse la pareja. Tras un momento de espera, y como ella no se decide a interrumpir su vigilancia, pregunto: «?Quien es?» Pero no me contesta enseguida y deja pasar un momento antes de mirar hacia mi, diciendo por fin, con un imperceptible fruncimiento de los ojos: «Esa es la cuestion.»
Empiezo con precaucion: «?No estara…» Pero callo; mi interlocutora da ahora la impresion de estar pensando en otra cosa y concederme una atencion de simple cortesia. Ese fragmento de musica que dura ya desde hace rato, o incluso desde el inicio de la velada, es una especie de cantinela con repeticiones ciclicas, en la que se reconocen siempre los mismos pasajes a intervalos regulares. «… en venta?», dice Lady Ava completando mi frase, y, contestando luego, aunque de modo muy evasivo:
– Creo que ya tengo algo para ella -dice.
– Mejor -digo yo-. ?Interesante?
– Un habitual -dice Lady A va.
Me explica entonces que se trata de un americano llamado Johnson, y finjo enterarme ahora mismo por boca suya (aunque conozco esta historia desde hace tiempo), y no saber siquiera a ciencia cierta quien es el personaje en cuestion. Nuestra anfitriona se toma, pues, la molestia de describirmelo y contarme brevemente el asunto de los campos de adormideras blancas instalados en los limites de los Nuevos Territorios. Despues vuelve otra vez la cara hacia la pista de baile, donde no se ven ya ni el hombre ni su pareja. Y anade como para sus adentros: «La chica estaba a punto de casarse con un buen muchacho, que no habria sabido que hacer con ella.»
– ?Y que ha pasado? -pregunto.
– Que lo ha dejado -contesta Lady Ava.
Un poco mas tarde, el mismo dia, anade: «La vera esta noche en la obra, si asiste a la funcion. Se llama Lauren.»
Pero entretanto ha tenido lugar el episodio de la copa rota cuyos fragmentos de cristal cubren el suelo, y las parejas que han dejado de bailar y luego se han apartado poco a poco para formar un corro bastante irregular, contemplando sin decir nada, con espanto, con horror, como si fueran objeto de escandalo, los diminutos fragmentos cortantes a los que se adhiere la luz de las aranas con mil reflejos, azules y helados, centelleantes, y la criada eurasiatica que cruza el corro sin ver nada, como una sonambula, haciendo crujir los cristales en medio del silencio bajo las suelas de sus finos zapatos, cuyas tiras de piel dorada sujetan con tres cruces el pie desnudo y el tobillo.
Y las parejas prosiguen, como si nada pasara, las figuras complicadas del baile, ella bastante separada del caballero, que la dirige a distancia, sin necesidad de tocarla, la hace volverse, llevar el compas, mecer las caderas sin moverse, para, luego -volviendose rapida-, mirar de nuevo hacia el, hacia aquellos ojos negros que la observan con intensidad, o que se pierden mas alla, sin detenerse en ella, por encima de la cabellera rubia y los ojos verdes.
Despues viene la escena del escaparate de modas, en una elegante tienda de la ciudad europea, en Kowloon. Con todo, no debe situarse inmediatamente aqui, donde resultaria poco comprensible, aun con la presencia de esa misma Kim, que se halla asimismo en el escenario del teatrito, donde la representacion, que sigue, llega ahora a los pocos minutos anteriores al asesinato. El actor que hace el papel de Manneret esta sentado en su sillon, ante su mesa de trabajo. Escribe. Escribe que la criada eurasiatica cruza entonces el corro sin ver nada, haciendo crujir los cristales centelleantes bajo sus finos zapatos, en medio del silencio, con todas las miradas vueltas instantaneamente hacia ella, siguiendola como fascinadas, mientras se dirige con su paso de sonambula hacia Lauren y se detiene ante la joven asustada, y se queda mirandola sin indulgencia durante un rato largo, demasiado largo, insoportable, y dice al fin con voz clara, impersonal, que no admite ninguna esperanza de huida: «Venga. La esperan.»
Alrededor, el baile prosigue su curso normal, como si todo eso ocurriera al otro extremo del mundo, llevado siempre por un mismo ritmo lento pero irresistible, demasiado potente para que semejantes dramas, por muy violentos y repentinos que sean, puedan interrumpirlo aunque solo sea un segundo o tan solo modificar su compas. Y eso que los accidentes se multiplican por todas partes: una copa de cristal que se rompe contra el suelo, una muchacha que bruscamente se desmaya, una pequena ampolla de morfina que cae del bolsillo superior de un smoking en el momento en que un invitado sacaba de el su panuelo de seda para secarse las sienes humedas, un largo grito de dolor que rasga el rumor mundano del salon, la muda entrada en escena de una de las criadas, uno de los perrazos negros que acaba de morder en la pierna a una joven que bailaba, un panuelo de seda blanca manchado de sangre, un desconocido que de pronto se planta ante la senora de la casa y le tiende con el brazo alargado un voluminoso sobre de papel pardo que se diria repleto de arena, y Lady Ava que, sin perder la calma, coge el objeto con mano rapida, lo sopesa y lo hace desaparecer, exactamente igual que ha desaparecido al mismo tiempo el mensajero.