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La Casa De Citas - Robbe-grillet Alain (читать полную версию книги .TXT) 📗

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El hombre gordo y colorado empieza sin duda entonces a describir uno de aquellos instrumentos, pero en voz muy baja y en el momento justo en que en el escenario se reanuda el espectaculo, tras esa pausa de unos segundos. La criada eurasiatica da un paso adelante. Un «?Anda!» imperioso, acompanado de un movimiento preciso del brazo izquierdo, dirigido hacia el vientre de la adolescente japonesa, le indica al perro el trozo de tela que ha de morder ahora. Y la luz se concentra de nuevo en el lugar senalado. A partir de ahora, en el silencio de la sala, ya no se oyen sino las breves ordenes silbantes de la criada, casi invisible, los sordos grunidos del perro negro y, de vez en cuando, la respiracion asustada de la victima. Cuando esta queda totalmente desnuda, pero con cierto retraso respecto a la ampliacion de los proyectores, que tiene lugar instantaneamente, suenan discretos aplausos. La joven actriz ejecuta tres pasos de danza acercandose a las candilejas y saluda. Este numero, tradicional en ciertas provincias de la China interior, ha sido como siempre muy bien recibido esta noche por los invitados ingleses o americanos de Lady Ava.

Entretanto la criada eurasiatica (la que, salvo error, debe de llamarse Kim) se ha quedado en su sitio, sin moverse, lo mismo que el animal, mientras se van apagando las palmadas en la sala oscura. Diriase un maniqui de moda en un escaparate, que llevase atado de una correa a un gran perro disecado, con la boca entreabierta, las patas rigidas y las orejas erguidas. Sin que un solo rasgo de su semblante descubra la menor emocion, contempla a la muchacha desnuda, que ha vuelto a colocarse juma a la pared de piedra, esta vez de espaldas a la sala, con el cuerpo ligeramente arqueado, los brazos en alto y las manos en la cabellera negra, que levanta por encima de la nuca. De alli los ojos de la criada van bajando insensiblemente hasta un rasguno reciente, que marca la carne ambarina en lo alto del muslo izquierdo, por la cara interna, y donde asoma una gota de sangre, secandose ya. Y ahora anda en plena noche al pie de los altos edificios nuevos de Kowloon, agil y rigida a un tiempo, libre y dominandose, avanzando tras el perro negro que tira un poco mas de la trenza de cuero, sin volver la cabeza a derecha ni a izquierda, sin echar siquiera una rapida ojeada a los escaparates de modas de las tiendas: elegantes, o, al otro lado, a la jinrikisha rezagada que pasa por la calzada, con toda la rapidez de su conductor descalzo, paralela a la acera, tras los troncos de las higueras gigantes.

Los troncos de las higueras ocultan, a intervalos, la fina silueta fugitiva, cuyo traje cenido de seda blanca brilla tenuemente en la oscuridad. Mi mano, apoyada en la almohadilla de hule que el calor humedo vuelve pegajoso, tropieza de nuevo con el desgarron triangular, por el que sale un mechon de crin humedo. De pronto, sin motivo, cruza por mi mente un retazo de frase, algo asi como: «…en el esplendor de las catacumbas, un crimen con ornamentos inutiles, barrocos…» Los pies descalzos del conductor seguian golpeando el asfalto liso con regularidad, mostrando alternativamente, una tras otra, las plantas sucias de polvo con un dibujo nitido y negro, como una suela muy escotada, en su borde interior y rematada por cinco dedos en abanico. Cogiendome de los brazos del asiento, me asome fuera de la jinrikisha para mirar atras: la silueta blanca habia desaparecido. Estoy casi seguro de que se trataba de Kim, que paseaba imperturbable a uno de los perros silenciosos de Lady Ava. Fue la ultima persona a quien vi aquella noche al volver de la Villa Azul.

Nada mas cerrar la puerta de mi habitacion, quise reconstruir punto por punto el desarrollo de la velada, desde el momento en que penetro en el jardin de la villa, en medio del chirriar agudo, fijo, ensordecedor, producido por los millones de insectos nocturnos que pueblan por todas partes la vegetacion exuberante, cuyas ramas se inclinan sobre las avenidas, como saliendo al encuentro del paseante solitario, a quien hacen vacilar la oscuridad demasiado densa, las hojas en forma de manos, lanzas, corazones, las raices aereas en busca de un soporte donde agarrarse, las flores de perfume violento, dulzon, ligeramente podrido, alumbradas de pronto, a la vuelta de un bosquecillo, por el resplandor azul que difunden las paredes estucadas de la casa. Alli, en el centro de un lugar mas despejado, un hombre de estatura alta en traje de etiqueta habla con una joven de vestido largo, blanco, ampliamente escotado, cuya falda ahuecada llega hasta el suelo. Desde un poco mas cerca, reconozco sin dificultad a la nueva protegida de nuestra anfitriona, cuyo nombre es Lauren, en compania de un tal Johnson, Ralph Johnson, llamado «Sir Ralph», ese americano recien llegado a la colonia.

No se hablan. Estan a cierta distancia uno de otro: dos metros aproximadamente. Johnson mira a la mujer que sigue mirando al suelo. La examina con calma, de abajo arriba, deteniendose mas en el inicio de los pechos, los hombros desnudos, el largo y gracil cuello que se curva un poco de lado, observando cada linea del cuerpo, cada superficie, con ese aire de indiferencia que seguramente le ha valido su apodo britanico. Por ultimo, con la misma sonrisa de siempre, dice: «Muy bien. Lo que usted quiera.»

Pero, tras una pausa y mientras el hombre se inclina ante ella en un saludo respetuoso, que solo puede ser parodico, con el que parece despedirse, Lauren levanta de pronto la cabeza y tiende una mano hacia adelante, con el ademan incierto de quien quiere obtener un momento mas de atencion o pide un ultimo plazo, o trata de interrumpir un acto irrevocable que se esta cumpliendo ya, diciendo lentamente en voz muy baja: «No. No se vaya… Por favor… No se vaya aun.» Sir Ralph se inclina de nuevo, como si siempre hubiera sabido que las cosas ocurririan asi: espera esa frase, conoce de antemano cada una de sus silabas, cada vacilacion, las menores inflexiones de la voz, pero ya tarda demasiado en hacerse oir. Pero he aqui que las palabras esperadas brotan una a una de los labios de su companera, que seguramente ha respetado el tiempo prescrito, a la vez que alza por fin los ojos. «… Por favor… No se vaya aun.» Y solo entonces puede el abandonar el escenario.

Discretos aplausos en la sala acompanan su salida, previstos tambien en el desarrollo normal de la funcion. Se encienden las aranas mientras se cierra el telon ante la actriz sola en escena, vuelta de perfil hacia los bastidores por donde acaba de desaparecer el protagonista, petrificada, diriase, por su marcha, con el brazo aun medio extendido y los labios entreabiertos como si fuera a pronunciar las palabras decisivas que cambiarian el desenlace de la obra, o sea, a punto de ceder, de darse por vencida, de perder su honor, de triunfar al fin.

Pero el primer acto ha terminado y el pesado telon de terciopelo rojo cuyas dos partes se han unido, deja ahora a los espectadores enfrascados en las conversaciones particulares que se han reanudado enseguida. Tras unos rapidos comentarios sobre la nueva actriz -que figura en el programa con el nombre de Loraine B-, cada cual vuelve a tocar el tema que le preocupa. El hombre que ha estado en Hong Kong sigue hablando de las horribles esculturas que adornan el jardin del Tiger Balm: despues del grupo titulado «El cebo», empieza a describir «El rapto de Azy», monolito de tres o cuatro metros de altura que representa a un orangutan gigantesco que lleva en el hombro, sujeta con mano descuidada, a una bella joven de tamano natural, casi enteramente desnuda, que forcejea sin esperanza, dada la insignificancia de sus dimensiones comparadas con las del monstruo; inclinada hacia atras, boca arriba, se apoya con la cintura en el pelo pardo oscuro (la estatua esta pintada con colores vivos, como todas las del parque) y sus largos cabellos rubios, despeinados, cuelgan por la espalda encorvada de la bestia. Justo al lado se alza el episodio final de las aventuras de Azy, reina infortunada de la mitologia birmana cuyo cuerpo… El vecino del hombre gordo y colorado acaba perdiendo la paciencia -ademas unos espectadores de delante acaban de volverse por segunda vez para manifestar su descontento- y le pide que calle. El entendido en escultura oriental se decide entonces a mirar al escenario, donde prosigue la funcion. Se acerca el final del primer acto: la protagonista, que habia mantenido la boca cerrada y los parpados entornados durante todo el discurso de su companero (hasta la frase final: «Sera lo que usted quiera… Esperare el tiempo que haga falta… Y un dia…»), levanta por fin la cara para decir con lentitud y vehemencia, mirando al hombre directamente a los ojos: «?Nunca! ?Nunca! ?Nunca!» El brazo desnudo de la joven de vestido blanco esboza un ademan de desden, o de adios, con la mano levantada hasta la altura de la frente, el codo medio doblado, los cinco dedos extendidos y abiertos como si la palma se apoyara en una invisible pared de cristal.

Al acercarme unos metros mas, por la tierra blanda que apaga el ruido de las pisadas, compruebo que el hombre, cuyas facciones me ocultaba parcialmente una rama baja, no es Johnson como habia creido en un principio, enganado por la dudosa claridad que esparcen en torno las paredes de la casa, sino ese joven insignificante con el que suelen decir que esta prometida Lauren (aunque, sin preocuparse de la gente, lo trata casi siempre con dureza y frialdad); el muchacho, por otra parte, debe de hallarse esta noche aqui por este unico motivo, pues no es muy asiduo a las recepciones de Lady Ava. Bajo la impresion de una negativa tan categorica, que acaba de pronunciarse contra el con voz inapelable, parece a punto de desplomarse sobre si mismo: las piernas se le doblan, se le curva la espalda, se le crispa en el pecho la mano izquierda, mientras la otra mano, extendida lateralmente hacia atras, da la impresion de buscar a tientas algo en que apoyarse, como si temiera perder el equilibrio con la violencia del golpe. Prosiguiendo mi ruta, encuentro no lejos de alli, en la misma avenida, a un hombre solo, sentado en un banco de piedra, inmovil e inclinado hacia adelante, mirando el suelo a sus pies. El banco esta situado en una zona particularmente oscura, bajo la frondosidad prominente de un bosquecillo, por lo que me es dificil identificar con certeza al personaje; pero, salvo error, debe de tratarse del recien llegado a quien llaman aqui familiarmente «el americano». Como parece absorto en sus pensamientos, paso de largo, sin dirigirle la palabra, sin volver la cara hacia el, sin verlo.

Llego casi inmediatamente a la zona de las estatuas monumentales realizadas por R. Jonestone en el siglo pasado, la mayoria de las cuales reproducen los episodios mas famosos de la vida imaginaria de la princesa Azy: «Los perros», «La esclava», «La promesa», «La reina», «El rapto», «El cazador», «La ejecucion». Conozco esas figuras desde hace tiempo y no me detengo a contemplarlas. Ademas, la oscuridad es demasiado densa, en toda esta parte del jardin, como para que pueda distinguirse algo entre las vagas siluetas que se yerguen aqui y alla bajo los arboles, algunas de las cuales pueden muy bien ser los primeros invitados de Lady Ava.

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