Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич (читать книгу онлайн бесплатно полностью без регистрации .TXT) 📗
¿De qué sol hablaba? Lorenzo Petrovich no comprendía, y se irritó. Pero un instante después recordó el torrente de luz que inundara la sala aquella mañana, recordó cómo brillaba el sol en si: país, sobre el Volga, en el bosque, en los senderos campestres, y, dejando caer con desesperación sus brazos a lo largo del cuerpo, cayo sollozando sobre la almohada, al lado del chantre.
Así lloraron los dos.
Lloraron el sol, que no verían más; el magnifico manzano, que daría frutos cuando ellos no estuvieran ya en este mundo; las tinieblas, que les envolverían pronto; la vida, tan ardientemente deseada; y la muerte, tan cruel. El silencio de la noche agarraba sus sollozos y los repartía por las salas, mezclándolos con los ronquidos de los enfermos, cansados del trabajo del día; con los gemidos de los enfermos graves y la respiración de los convalecientes,
El estudiante dormía; pero la sonrisa había desaparecido de sus labios, y sombras azules se posaron en su rostro inmóvil y triste. La lámpara eléctrica iluminaba la sala con su luz imperturbable, y las blancas paredes seguían impasibles.
***
La muerte se llevó a Lorenzo Petrovich a la noche siguiente, al amanecer. Se había dormido con un sueño profundo; luego despertó de repente, comprendió que se iba a morir en seguida y que había que gritar, pedir socorro, hacer la señal de la cruz. No tuvo tiempo; perdió la conciencia. Su pecho se alzó y se bajó de nuevo, sus piernas se entumecieron, su cabeza resbaló de la almohada.
El chantre, al oír un leve ruido en el lecho de su vecino, preguntó sin abrir los ojos:
—¿Qué tienes, padrecito?
Nadie le respondió, y se volvió a dormir.
Cuando vinieron los médicos, le aseguraron que no tenía que temer a la muerte, y que viviría aún mucho tiempo, y él tuvo en aquello plena confianza. Desde la cama, saludaba con la cabeza, y daba las gracias, muy dichoso.
El estudiante también era feliz, y durmió con un sueño tranquilo; reci
bió la visita de su amada, que le besó muy fuerte, y estuvo a su lado veinte minutos más que de costumbre.El sol había salido.
El silencio
I
Una noche clara de mayo en la que cantaban los ruiseñores, en el estudio del pope Ignacio penetró su mujer. En su rostro se dibujaba un aire de pena, y la lamparita temblaba en su mano. Acercóse a su marido y, tocándole con la mano, díjole, con lágrimas en los ojos:
—¡Pope, vamos a ver a nuestra hijita Vera!
Sin volver siquiera la cabeza, el pope miró fija y largamente a su mujer par encima de sus lentes, y no dijo nada. Ella hizo un gesto de desesperación y se sentó sobre una otomana.
—¡Los dos sois tan... impiadosos! —exclamó y su cara de buena mujer, algo inflada, contrájose en una mueca de dolor, como si con aquella mueca quisiera dar a entender el grado de crueldad de su esposo y de su hija.
El sonrió y se levanto. Cerró su libro, se quitó los lentes, los metió en un estuche y se sumió en profundas reflexiones. Su larga barba, de hilillos de plata, cubríale el pecho.
—Bueno; vamos allá —dijo al fin.
Olga Stepanevna se incorporó presurosa y le suplicó con voz tímida:
—Pero no hay que reñirla... Sabes que es muy sensible...
La habitación de Vera se hallaba arriba. La angoste escalera de madera se cimbreaba bajo los pasos del pope Ignacio, alto y grueso. Estaba de mal humor. Sabía que su conversación con Vera no conduciría a nada.
—¿Qué pasa? —preguntó Vera, sorprendida, al verlos entrar.
Estaba en la cama. Con una mano cubríase la frente; la otra reposaba sobre el lecho, y era tan blanca y transparente, que apenas si se la distinguía sobre la blanca sábana.
—¡Vera, niña mía! —murmuró el padre, tratando de dar a su voz dura y severa notas más dulces—. Dinos, ¿qué tienes?
Vera guardó silencio.
—Pero, veamos, Vera. ¿Es que tu madre y yo no somos dignes de tu confianza? ¿Es que no te amamos? No hay en el mundo quien te ame más que nosotros. Dinos por qué sufres, y se desahogará tu corazón, lo cual te hará bien. Créeme, pues conozco la vida y tengo experiencia. También a nosotros nos hará bien eso. Mira cómo sufre tu madre...
—¡Verita! —suplicó la madre.
—Y yo también —continuó el padre, con voz temblorosa, como si algo se hubiera roto en él—. ¿Crees que soy dichoso viéndote así? Sé que te sufres, pero, ¿por qué? Yo, tu padre, no sé nada. ¿Crees que eso es justo?...
Vera seguía sin decir nada. Dominando la furia que le subía a la garganta, prosiguió él:
—Te fuiste a Petersburgo contra mi voluntad; pero, así y todo, no rechacé a la hija desobediente; te mandé dinero. He sido siempre un buen padre para ti. ¡Habla! ¿Por qué no dices nada? ¡He aquí tu Petersburgo!...
Imaginábase enormes masas de piedras, llenas de peligros desconocidos, y gentes indiferentes, frías, sin corazón. Esa ciudad inhospitalaria de granito es la que ha hecho sufrir tanto a Vera, débil, aislada, solitaria, sin defensa. Es esa ciudad la que la había perdido. El pope Ignacio sentía un odio mortal a Petersburgo y una tremenda cólera contra su hija, que no quería decir nada.
—Petersburgo no tiene nada que ver aquí —dijo al fin Vera cerrando los ojos—. Además, no tengo nada. Es mejor que os acostéis; es tarde.
—¡Verita mía, mi niña querida! —gemía la madre—. ¡Ábreme tu corazón!
—Dejemos eso, mamá —replicó Vera, con impaciencia.
El pope Ignacio sentóse en una silla y soltó una risa áspera y seca.
—¿Nada, pues? —preguntó, con ironía.
—Escucha, padre —dijo con firmeza Vera, incorporándose un poco sobre el lecho—. Sabes que os amo, a ti y a mamaíta. Pero... no hay nada, os lo aseguro. Me aburro, eso es todo. Ya pasará. De verdad; idos a acostar. También yo tengo sueño. Ya hablaremos... mañana o un día de estos...
El pope Ignacio se levantó de manera tan brusca que la silla chocó contra la pared; cogió a su mujer por la mano.
—¡Vámonos!
—¡Verita mía!
—¡Vámonos, te digo! —gritó el pope—. Si ha olvidado al Dios bueno, no somos nada para ella.
Condujo a Olga Stepanovna casi a la fuerza. Cuando estaban en la escalera, ella le gritó, iracunda:
—¡La culpa es tuya! Tiene tu carácter. ¡Tú responderás de ella ante Dios! ¡Qué desgraciada soy!