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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич (читать книгу онлайн бесплатно полностью без регистрации .TXT) 📗

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El chantre miró con horror a su interlocutor, que siguió diciendo palabras horribles y repugnantes por su cinismo:

—En verdad, pobre chantre, me sorprendes: a pesar de tu edad avanzada, eres ingenuo como un santo. Trazas proyectos para el futuro. Tienes intención de visitar el monasterio, la catedral; hablas de tu manzano y, sin embargo..., no tienes más que una semana de vida...

—¿Una semana?

—Sí, mi viejo; nada más. No soy yo quien te lo dice: son los médicos mismos quienes lo afirman. Ayer, cuando tú no estabas aquí, les oí hablar entre ellos... Creían que yo dormía. "Nuestro chantre es cosa acabada —dijeron no tiene más que una semana de vida..."

—¿Nada más que una semana? —balbució el desventurado chantre, con voz apenas comprensible.

—Nada más, mi viejo. La muerte no esperará: no. tiene piedad.

Y, alzando su enorme puño, agregó, después de mirarle un instante:

—¡Mírale! Es forzudo, ¿eh? Podría matar a un hombre y, sin embargo...

Yo también... ¡Sí, yo también! ¡Ah, mi pobre chantre, qué tonto eres! "¡Visitaré el monasterio, la catedral!" No, viejo; ya no visitarás nada...

El rostro del chantre se había tornado amarillo. No podía ni hablar, ni llorar, ni gemir. Silencioso, dejó caer la cabeza sobre la almohada y, esquivando la luz del día, tapóse la cara con la sábana.

Pero Lorenzo Petrovich no tenía ganas de callarse, como si aquellas palabras crueles le hicieran un bien. Y con hipócrita bondad, continuó:

—Sí, padrecito; una semana nada más. No tendrás tiempo de ir a los baños del Comercio. Quizá te pongan un baño caliente en el infierno... Es lo más probable...

En este momento entró el estudiante, y Lorenzo Petrovich calló. Tapóse también la cabeza con la sábana, pero se la quitó en seguida y, mirando irónicamente al estudiante, le preguntó, con la misma hipocresía de hombre de bien y con sonrisa aviesa:

—¿Y la señorita? ¿Tampoco hoy vendrá?

—No... no se encuentra bien —respondió fríamente el estudiante.

Es una lástima. Pero, ¿qué es lo que tiene?

El estudiante no respondió. Acaso ni siquiera había oído la pregunta. Hacía tres días que no veía a la joven. El estudiante hacía como que miraba por la ventana sólo por distraerse; en efecto, espiaba la entrada del hospital con la esperanza de ver llegar a su amada. Así, pegado el rostro a los vidrios, nervioso, tan pronto desesperado como abrigando una esperanza, pasaba las horas. Cansado, pálido, tomó un vaso de té y se acostó, sin reparar en el silencio inusitado del chantre, ni en la locuacidad, inusitada también, de Lorenzo Petrovich.

—¿No ha venido hoy la señorita? —inquiría el último con sonrisa siniestra.

IV

Aquella noche fue desmesuradamente larga. La lámpara eléctrica, cubierta con una pantalla, alumbraba débilmente la sala. El silencio era turbado, a veces, por los ronquidos o los gemidos de los enfermos. Una cachara cayó al suelo, y el estrépito producido fue como el de una campanilla, y vibró largo tiempo en el aire tranquilo e inmóvil.

Nadie durmió aquella noche en la sala 8; pero todos estaban quietos en sus camas y parecían dormir. Sólo el estudiante Torbetsky, no haciendo caso de los demás, se volvía de todos lados, suspirando. Por dos veces hasta salió al pasillo a fumar un cigarrillo. Al fin, durmióse con un sueño profundo, y su pecho se levantaba con plácida regularidad. Probablemente tenía sueños de dicha, pues en sus labios afloraba una sonrisa de contento. Aquella sonrisa parecía muy extraña, casi misteriosa, en el rostro de un hombre dormido.

El reloj, que estaba en el compartimiento vecino, anunciaba las tres, cuando Lorenzo Petrovich, que comenzaba a dormitar, oyó un leve sonido, tembloroso y tierno, como una canción lejana y triste. Prestó oído: el sonido se prolongó, hízose más fuerte y parecía, ahora; el llanto de un niño, encerrado en un cuarto oscuro, (pie, teniendo miedo a las tinieblas, y a la vez a los que le han encerrado, trata de reprimir sus sollozos. Lorenzo Petrovich, completamente despierto, al instante comprendió lo que pasaba: era una persona mayor, un hombre, que lloraba, sofocado, tragándose las lágrimas.

—¿Qué es eso? —inquirió asustado. Nadie le respondió.

Los sollozos cesaron. La sala se había vuelto más triste aun. Las paredes blancas estaban impasibles y frías. No había nadie a quien poderse quejar de la soledad y del miedo, y pedirle protección.

—¿Quién llora? —insistió Lorenzo Petrovich—. ¿Eres tú, chantre?

Los sollozos, que por un instante se habían como escondido muy cerca de Lorenzo Petrovich, tornaron a empezar de nuevo. Llenaron ahora la sala. La sábana que cubría el cuerpo del chantre se bajó, y la plaquita metálica adosada a la cama, tembló.

El chantre lloraba cada vez más fuerte.

Lorenzo Petrovich se sentó en la cama y, después de reflexionar un momento, bajó al suelo. Acometióle un vértigo, y le costó trabajo sostenerse sobre las piernas; parecíale que alguien hacía girar en su cerebro pesadas bolas de piedra. Su corazón latía tan fuerte como si le golpearan con un martillo desde dentro del pecho.

Acercóse, respirando con dificultad, al lecho del chantre, que estaba a un metro de distancia del suyo. Agotado por este esfuerzo, palpó con su mano el cuerpo del chantre, quien, sin pronunciar una sola palabra, le cedió un pequeño sitio para que se pudiera sentar.

—¡No llores! ¡Eso no vale la pena! —dijo Lorenzo Petrovich—. ¿Tanto temes a la muerte?

El otro se estremeció en su cama y exclamó, con voz lastimera:

—¡Ah, eso es tan!...

—¿Qué? ¿Tienes miedo?

—No, no tengo miedo... no tengo miedo... —balbució, sollozando con más fuerza aún.

—No te tienes que enfadar conmigo por habértelo dicho... Sería tonto enojarse...

—Pero si no estoy enojado. ¿Por qué había de enojarme? No eres tú quien ha llamado a mi muerte... Viene ella sola.

—Entonces, ¿por qué lloras?

Esto no era piedad: Lorenzo Petrovich quería tan sólo comprender, mirando con atención el rostro del chantre y su perilla gris, que se veían apenas en la semioscuridad

—¿Por qué lloras, pues? —insistió.

El chantre se cubrió el rostro con las manos y, balanceando la cabeza, respondió con voz lastimera:

—¡Ah, padrecito!... Es el sol lo que siento... ¡Si supieras como brilla en nuestra casa... en nuestro país!... Es algo maravilloso...

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