Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич (читать книгу онлайн бесплатно полностью без регистрации .TXT) 📗
Mostrábase muy orgulloso de su título de chantre, que llevaba desde hacía tres años. Preguntaba a todos los enfermos, y a los sanos, de qué talla eran sus mujeres.
—La mía es muy alta —decía con orgullo—. Y los niños también. Verdaderos granaderos, palabra de honor.
Todo cuanto veía en torno suyo —la limpieza, la amabilidad de los médicos, las flores en el pasillo— le parecía delicioso. Tan pronto riendo como haciendo la señal de la cruz, exteriorizaba su entusiasmo a Lorenzo Petrovich:
—¡Dios mío, qué hermoso es esto! ¡Un verdadero paraíso!
El tercer enfermo de la sala era el estudiante Torbetsky. Casi nunca abandonaba la cama. Todos los días venía a verle una joven, de elevada estatura, con los ojos bajos, modestamente y de paso ligero y seguro. Esbelta y graciosa, atravesaba el pasillo con paso rápido, se sentaba a la cabecera del enfermo y permanecía allí desde las dos hasta las cuatro, hora en que las visitas debían irse y las criadas servían el té a los enfermos. A veces, hablaba con animación, sonriendo y bajando la voz. Pero se les oían algunas frases, precisamente las que ellos no hubieran querido que se oyeran: "¡Te amo!" "¡Mi dicha!", etcétera. A veces, callaban largo rato, contentándose con cambiar miradas veladas. Entonces el chantre, tosiendo, salía de la sala con aire de hombre muy ocupado, y Lorenzo Petrovich, que fingía dormir en su lecho, veía, con los ojos entreabiertos, cómo se besaban los des. Su corazón entonces latía aceleradamente y se sentía extrañamente turbado. Y le parecía que las blancas paredes sonreían tristemente.
II
La jornada en la sala principiaba temprano: cuando los primeros resplandores del alba la inundaban de una luz grisácea. A las seis servían el té a los enfermos, y lo bebían lentamente. Luego les tomaban la temperatura. Algunos enfermos, entre ellos el chantre, se enteraron, allí, por vez primera, de que tenían temperatura. Esto les parecía algo misterioso, y cuando se les ponía el termómetro ponían aire grave. El tubito de vidrio, con sus líneas negras y rojas, se convertía en objeto providencial; y, según marcara una décima más o menos, se ponían alegres o tristes. Hasta el chantre, a pesar de su habitual buen humor, se ensombrecía cuando la temperatura de su cuerpo era más baja que la que les decían que era normal.
—¡Esto es una gaita! —dijo a Lorenzo Petrovich con el termómetro en la mano y examinándole con expresión de reproche.
—Prueba el termómetro otra vez y tal vez te dé una temperatura más alta —instóle el comerciante, burlándose.
El chantre seguía el consejo, y si conseguía una décima más, se ponía alegre como unas castañuelas y le daba las gracias calurosamente por el excelente consejo.
Durante todo el día, todos y cada uno de los enfermos se preocupaba de su salud, y obedecían con exactitud cuanto los médicos les recomendaban. El chantre era el más grave: cuando cogía el termómetro o tomaba una medicina, ponía rostro severo. Cuando le daban, para analizarlos, varios vasitos, los colocaba en perfecto orden sobre su mesita de noche, cuidadosamente numerados; y como tenía mala letra, rogaba al estudiante que le escribiera los números. Reprendía paternalmente a los que descuidaban las prescripciones de los médicos, sobre todo al obeso Minayev, que estaba en la sala número 10; los médicos habían prohibido a Minayev que comiera carne, pero se la sustraía a sus vecinos de mesa y se la engullía sin masticarla.
A eso de las siete; una luz clara, que penetraba por las inmensas ventanas inundaba la sala. Había tanta claridad como en el exterior, todo brillaba: las blancas paredes, las camas, el suelo, la vasija de cobre. Rara vez se acercaba alguien a las ventanas: la calle y cuanto pasaba fuera de la clínica no existía para los enfermos.
Allí, la vida segura, su curso en toda su plenitud: el tranvía lleno de pasajeros, compañías de soldados grises, bomberos de cascos relucientes, las tiendas abrían y cerraban. Aquí, no había más que enfermos, que guardaban cama, a menudo sin fuerzas ni para volver la cabeza o paseaban con sus blusas grises, sobre el suelo encerado; aquí se sufría y se moría. El estudiante recibía todas las mañanas un periódico, pero ni él ni los demás apenas lo leían. La más pequeña irregularidad en las funciones del estómago de uno de ellos, producía más efecto que la guerra y los acontecimientos de importancia mundial.
A eso de las once venían los doctores y los estudiantes, y dedicaban horas enteras al examen minucioso de los pacientes. Lorenzo Petrovich se quedaba acostado tranquilamente, la mirada clavada en el techo, y respondía a las preguntas con tono descontento. El chantre, emocionado, charlaba por los codos, de manera incomprensible, queriendo animar a todo el mundo. De sí mismo solía decir:
—Cuando tuve el alto honor de llegar a la clínica...
De la enfermera decía:
—Cuando tuvo la bondad de purgarme...
Sabía siempre, al minuto, a qué hora se levantaba, se acostaba, se sentía mal. Cuando se marchaban los médicos, se ponía más alegre, daba las gracias, y estaba más contento si había tenido la suerte de saludar separadamente a uno de los doctores.
—¡Esto está tan bien, tan bien! —exclamaba exultante.
Y contaba, de nuevo, a Lorenzo Petrovich, que callaba, y al estudiante, que sonreía, cómo saludó primero al doctor Alejandro Ivanovivh, luego al doctor Semenio Nicolayevich.
Sus días estaban contados; su enfermedad era incurable. Pero no lo sabía y hablaba con entusiasmo del viaje que tenía proyectado a un monasterio, después de curado, y del manzano de su huerto: aquel año debía dar mucha fruta. Cuando hacía buen tiempo, y las paredes y el suelo inundados de rayos de sol, incomparable de vigor y belleza; cuando las sombras, en los lechos blancos como la nieve, eran de un azul opaco, cantaba plegarias con voz conmovida. Su voz de tenor, débil y tierna, temblaba de emoción; procuraba no le vieran los vecinos cuando se enjugaba las lágrimas que arrasaban sus ojos. Luego, aproximándose a la ventana, admiraba la gloriosa bóveda celeste, tan alejada de la tierra, tan serena en su belleza, que parecía, ella misma, un cántico divino.
—¡Sé clemente conmigo, Dios omnipotente! —rezaba el chantre—. ¡Perdóname mis pecados y dirígeme por tus senderos¡...
A horas fijas servían las comidas. A las nueve cubrían la lámpara eléctrica con una pantalla de tela azul, y en la gran sala empezaba la larga noche silenciosa.
La clínica se sumía en un sueño profundo. Solamente en el pasillo, iluminado, ante el cual quedaba la puerta abierta de la sala, velaban las enfermeras, haciendo media y hablando en voz baja, A veces, haciendo ruido con su andar pesado, cruzaba el pasillo un enfermero. Alrededor de las once morían los últimos ruidos del día, y un silencio de cripta, sensible a los más leves rumores, comienza a reinar. Este silencio captaba ávidamente todo ruido ligero, transmitiendo de una a otra sala el ronquido de los pacientes, sus toses y sus gemidos. A menudo eran ruidos engañosos, llenos de misterio, y no se sabía si era un ronquido apacible o la agonía de la muerte.