Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич (читать книгу онлайн бесплатно полностью без регистрации .TXT) 📗
Pero el diablo tenía un aspecto cansado y aburrido. Durante un rato bastante largo no dijo nada ymiró a su alrededor con una mueca de disgusto, como si se hubiera equivocado de dirección. Esto inquietó al dignatario, que se apresuró a ofrecer un sillón al diablo. Pero aun después de sentado el diablo conservaba su aire aburrido y guardaba silencio.
«¡Helos aquí tales como son! —pensó el dignatario examinando con curiosidad al visitante—. ¡Dios mío, qué hocico tan desagradable! Ni en el infierno debe pasar por guapo.»
—Yo me lo figuraba a usted de otro modo —dijo en voz alta.
—¿Qué? —preguntó el diablo haciendo un gesto.
—Yo no me lo figuraba a usted así.
—¡Tonterías!
Todo el mundo le decía lo mismo al verle por primera vez, y esto le fastidiaba.
«Y sin embargo, no puedo ofrecerle té o vino —se dijo el dignatario—. Quizá ni siquiera sepa beber.»
—¡Bueno, ya está usted muerto! —comenzó el diablo con tono flemático.
—¿Qué es lo que dice usted? —exclamó indignado el dignatario—. ¡Estoy vivo todavía!
—No diga tonterías —respondió el diablo, y continuó—: Está usted muerto... Y bien, ¿qué hacemos ahora? Este es un asunto serio y hay que tomar una decisión...
—Pero ¿es de veras que... estoy muerto? Puesto que hablo...
—¡Ah, Dios mío! Cuando sale usted de viaje, ¿no tiene que pasar por la estación antes de subir en el tren? Ahora está usted en la estación, precisamente...
—¿En la estación?
—Sí.
—Ahora comprendo. Entonces, ¿esto ya no es yo? ¿Y dónde estoy yo? Es decir, mi cuerpo...
—En una habitación vecina. Le están lavando ahora con agua caliente.
Al dignatario le dio vergüenza, sobre todo cuando pensó en su vientre cubierto de espesas capas de grasa. Pensó además que son siempre las mujeres quienes lavan a los muertos.
—¡Esas costumbres estúpidas! —dijo con cólera.
—Eso no es cuenta mía —objetó el diablo—. N. perdamos tiempo y vamos al grano... Tanto más cuanto que empieza usted a oler mal.
—¿En qué sentido?
—En el sentido más ordinario; se empieza usted a pudrir, y eso huele muy mal. ¡Pero ya estoy harto de sus preguntas! Tenga la bondad de escuchar bien le que voy a decirle: no lo he de repetir.
Y en términos lleno de enojo, con una voz cansada de repetir siempre la misma cosa, expuso al dignatario lo que sigue:
El viejo dignatario muerto tenía ante sídos perspectivas a elegir: o pasar a la muerte definitiva, o bien aceptar una vida de un género especial un poco extraño, capaz de provocar dudas. Tenía libre la elección. Si elegía lo primero sería la nada, el silencio eterno, el vacío...
—«¡Dios mío, eso precisamente era lo que me daba siempre horror!», pensó el dignatario.
—Eso era el reposo imperturbable —dijo el diablo examinando con curiosidad el techo tallado—. Desaparecerá usted sin dejar ninguna huella, sin existencia. Tendrá un fin absoluto, no hablará usted jamás, ni pensará, ni deseará nada, ni experimentará alegría ni dolor; nunca pronunciará la palabra «yo»; en fin, no existirá usted ya, se extinguirá, cesará de vivir, se hará nada...
—¡No, no quiero! —gritó con fuerza el dignatario.
—¡Y, sin embargo, eso sería el reposo! Eso también vale algo. Un reposo tal que es imposible imaginársele más perfecto.
—¡No, no quiero reposo! —dijo decididamente el dignatario mientras su corazón cansado no imploraba más que reposo, reposo, reposo.
El diablo alzó sus hombros peludos y continuó con un tono fatigado, como el viajante de un almacén de modas al fin de una jornada de trabajo.
—Pero, por otro lado, voy a proponerle a usted la vida eterna...
—¿Eterna?
—Que sí. En el infierno. No es eso precisamente lo que usted hubiera deseado, pero así y todo es la vida. Tendrá usted algunas distracciones, conocimientos interesantes, conversaciones... y sobre todo conservará su «yo». En fin, habrá de vivir usted eternamente.
—¿Y sufrir?
—Pero ¿qué es eso del sufrimiento? —y el diablo hizo una mueca—. Eso parece terrible hasta que uno se acostumbra. Y debo decirle a usted que es precisamente de la costumbre de lo que se lamentan allí.
—¿Hay allí mucha gente?
—Bastante... Sí, se lamentan tanto que últimamente hasta hubo perturbaciones bastante graves: reclamaban nuevos suplicios. Pero ¿dónde encontrar esos suplicios nuevos? Y, sin embargo, aquellas gentes gritaban: «¡Esto es la rutina! ¡Esto se ha hecho trivial!»
—¡Qué brutos son!
—Sí, pero vaya usted a llamarles a la razón. Felizmente, nuestro Maestro...
El diablo se levantó respetuosamente y su rostro adquirió una expresión aún más desagradable. El hombre hizo también un gesto cobarde para manifestar su respeto.
—Nuestro Maestro ha propuesto a los pecadores que se martiricen ellos mismos...
—¿Una especie de autonomía? —dijo sonriendo el dignatario.
—Sí, lo que usted quiera... Ahora los pecadores se rompen la cabeza... ¡Vamos, querido, hay que decidirse!
El otro reflexionó, y teniendo ahora plena confianza en el diablo le preguntó:
—¿Qué me recomendaría usted?
El diablo frunció las cejas.
—No, en cuanto a eso... no soy amigo de dar consejos.
—Entonces no quiero ir al infierno.
—Muy bien, será como usted guste. No tiene usted más que poner su firma.
Desplegó ante el dignatario un papel muy sucio, que más bien parecía un moquero que un documento tan importante.
—Firme aquí —y señaló con su garra—. Digo, no, aquí no. Aquí se firma cuando se elige el infierno. Para la muerte definitiva es aquí donde hay que firmar.
El dignatario, que había cogido ya la pluma, la dejó en seguida sobre la mesa y suspiró.
—Naturalmente —dijo con un tono de reproche—, eso a usted lo mismo le da; pero a mí... Dígame, si gusta: ¿con qué se martiriza allí a los pecadores? ¿Con el fuego?
—Sí, con el fuego también —respondió con flema el diablo—. Tenemos días de asueto.
—¿De veras? —exclamó con alegría el hombre.
—Sí, los domingos y días de fiesta se descansa. Y además hemos introducido la semana inglesa: los sábados no se trabaja más que desde las diez de la mañana hasta el medio día.