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¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер (книги читать бесплатно без регистрации .txt) 📗

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- Suerte, Pablo -dijo, y apretó aquella extraña mano, firme, decidida y dura-. Te cubriré bien; no te preocupes.

- Siento haberte quitado el material -dijo Pablo-; fue un error.

- Pero me has traído lo que necesitábamos.

- No pongo esto del puente en contra tuya, inglés. Le veo buen fin -dijo Pablo.

- ¿Qué estáis haciendo vosotros dos? ¿Os habéis vuelto maricones? -preguntó Pilar, surgiendo bruscamente al lado de ellos en la oscuridad-. No te faltaba más que eso -le dijo a Pablo-. Vamos, inglés, acaba con las despedidas, antes que éste te robe el resto de tus explosivos.

- No me entiendes, mujer. El inglés y yo nos entendemos.

- Nadie te entiende; ni Dios ni tu madre -dijo Pilar-. Ni yo. Vete, inglés; despídete de la rapadita y vete. Me cago en tu padre; creo que tienes miedo de ver salir el toro.

- Tu madre -replicó Robert Jordan.

- Tú no has tenido jamás una -susurró alegremente Pilar-. Y ahora, vete, porque tengo muchas ganas de que todo comience, para que haya terminado. Vete con tus hombres -dijo a Pablo-. Cualquiera sabe el tiempo que va a durar su hermosa resolución. Tienes uno o dos que no cambiaría ni por ti. Llévatelos y vete.

Robert Jordan se echó la mochila al hombro y se acercó a los caballos para decir adiós a María.

- Hasta luego, guapa. Hasta pronto.

Tenía una sensación de irrealidad. Pensaba que todo lo que decía lo había dicho antes, y aquello era como si se tratara de un tren que se marcha y él estuviese en el andén de la estación.

- Hasta luego, Roberto -dijo ella-. Ten cuidado.

- Pues claro -dijo él. Inclinó la cabeza para besarla y su mochila se escurrió hacia adelante, golpeándole en la nuca de modo que con su frente dio contra la de la muchacha. También pensaba que esto había sucedido ya.

- No llores -dijo turbado, y no solamente por lo de la mochila.

- No lloro -respondió ella-; pero vuelve en seguida.

- No te preocupes cuando oigas los disparos. Oirás seguramente muchos disparos.

- Pues claro. Pero vuelve en seguida.

- Hasta luego, guapa -dijo con torpeza.

- Salud, Roberto.

Robert Jordan no se había sentido nunca tan joven desde que había subido al tren en Red Lodge para Billings, en donde tendría que tomar el que iba a llevarle a la escuela por vez primera. Tenía mucho miedo de ir y no quería que se dieran cuenta, y en la estación, cuando el conductor iba a coger su maleta, para subir al estribo, su padre le había abrazado, diciendo: «Que el Señor vele por ti y por mí mientras estemos separados.» Su padre era hombre muy piadoso y dijo eso de una forma sencilla y sincera; pero su bigote estaba húmedo, sus ojos estaban húmedos de emoción y Robert Jordan se sintió tan azorado por todo aquello, por el tono húmedo y religioso de la plegaria y por el beso del adiós paterno, que se había sentido de repente mucho mayor que su padre, y tan desolado de verle así que casi le resultó intolerable.

Después de la salida del tren se quedó en la plataforma de detrás y estuvo viendo la estación y el depósito de agua que se hacían cada vez más pequeños, y los raíles, cruzados por las traviesas, que parecían converger hacia un punto en el que la estación y el depósito se hacían minúsculos, mientras el rítmico resoplar del tren le iba alejando más y más.

El revisor le había dicho:

- Papá parecía sentir mucho que te fueras, Bob.

- Sí -había respondido, contemplando las matas de salvia que desfilaban a los flancos polvorientos de la vía, entre los postes del telégrafo. Buscaba con la mirada los pájaros entre las matas.

- ¿No te hace impresión el irte a la escuela?

- No -había dicho él. Y era la verdad.

No hubiera sido verdad unos momentos antes, pero lo era en aquel momento. Y en el momento de la separación se había sentido tan joven como cuando el tren partía para la escuela. Se encontraba muy joven de repente, y muy torpe, y decía adiós con toda la timidez de un colegial que acompaña hasta su puerta a una muchacha y no sabe si tiene que besarla. Luego vio que no eran los adioses lo que le turbaba. Era el encuentro hacia el que se dirigía. Los adioses no hacían más que acrecentar la turbación que le infundía semejante encuentro.

«Ya estás dándole otra vez -se dijo-. Pero creo que no hay nadie que no se sienta a veces demasiado joven. Bueno. Bueno, es demasiado pronto para volver a la infancia.»

- Adiós, guapa -dijo en voz alta-. Adiós, conejito.

- Adiós, Roberto mío -contestó ella.

Jordan se acercó a Anselmo y a Agustín, que esperaban, y les dijo:

- Vámonos.

Anselmo se echó la pesada carga al hombro. Agustín, que había salido completamente equipado de la cueva, estaba apoyado contra un árbol, con el cañón del fusil ametrallador asomando por encima de su carga.

- Bueno; vámonos.

Y los tres empezaron a bajar la colina.

- Buena suerte, don Roberto -dijo Fernando, al pasar delante de él, en fila india, entre los árboles. Fernando estaba acurrucado no lejos de allí; pero hablaba con gran dignidad.

- Buena suerte para ti, Fernando -deseóle Robert Jordan.

- En todo lo que hagas -dijo Agustín.

- Gracias, don Roberto -dijo Fernando, sin molestarse por las palabras de Agustín.

- Ese es un fenómeno, inglés -susurró Agustín.

- Lo es -dijo Robert Jordan-. ¿Puedo ayudarte? Vas cargado como un mulo.

- Voy bien -dijo Agustín-; pero, hombre, me alegro de que esto empiece.

- Habla bajo -dijo Anselmo-; desde ahora, habla poco y bajo.

Descendieron por la cuesta con precaución. Anselmo a la cabeza y Agustín detrás. Robert Jordan, que cerraba la marcha, pisaba con cuidado para no resbalar, sintiendo en la suela de cáñamo de sus alpargatas las agujas de pino. Al tropezar con una raíz extendió la mano y tocó el metal frío del cañón del fusil automático y de las patas del trípode. Luego fueron bajando de costado, trazando con la suela de sus alpargatas surcos en el bosque, al resbalar. Volvió a tropezar y, buscando apoyo en la corteza rugosa del tronco de un árbol, su mano encontró una incisión de la que chorreaba resina, y la retiró, pegajosa. Al fin remataron con la pendiente abrupta y arbolada y llegaron al sitio por encima del puente, en donde Robert Jordan y Anselmo habían estado observando el primer día.

Anselmo se detuvo cerca de un pino, en la oscuridad, cogió a Robert Jordan por la muñeca y susurró en voz tan baja, que Jordan apenas si le oyó:

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