¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер (книги читать бесплатно без регистрации .txt) 📗
- Me alegro de que le toque a Golz y no a mí -dijo al oficial que estaba sentado delante de la mesa. El oficial no contestó y, cuando el teniente coronel levantó los ojos del mapa para mirarle, vio que estaba dormido con la cabeza sobre los brazos. El teniente coronel se acercó a la mesa y colocó los dos teléfonos de manera que rozasen la cabeza del oficial, uno a cada lado. Luego se volvió al armario, se sirvió un nuevo whisky con agua y de nuevo se puso a estudiar el mapa.
Sujetándose con fuerza al asiento, mientras Gómez bregaba con el motor, Andrés agachó la cabeza, para sortear el viento, y la motocicleta comenzó su carrera, entre el estrépito de las explosiones, hendiendo con sus luces la oscuridad de la carretera bordeada de álamos; la luz de los faros se hacía más suave cuando la carretera descendía por entre las brumas del lecho de un arroyo y más intensa cuando volvía a subir el camino.
Frente a ellos, un poco más allá, en un cruce de caminos, el faro alumbró la masa de los camiones vacíos que regresaban de las montañas.
Capítulo cuarenta y uno
Pablo se detuvo y se apeó del caballo. Robert Jordan oyó en la oscuridad el crujido de las monturas y el pesado resoplar de los hombres según ponían pie a tierra, así como el tintineo del freno de un caballo que sacudía la cabeza. El olor de los caballos, el olor de los hombres, olor agrio de personas sin aseo, acostumbradas a dormir vestidas, y el olor rancio, a leña ahumada, de los de la cueva se confundió en uno solo. Pablo estaba de pie a su lado y le llegaba un olor a vino y a hierro viejo, semejante al gusto de una moneda de cobre cuando se mete en la boca. Encendió un cigarrillo, cuidando bien de cubrir la llama con sus manos, aspiró profundamente y oyó decir a Pablo en voz muy baja:
- Coge el saco de las granadas, Pilar, mientras atamos a los caballos.
- Agustín -dijo Robert Jordan en el mismo tono de 'voz-, Anselmo y tú venís conmigo al puente. ¿Tienes el saco de los platos para la máquina?
- Sí-dijo Agustín; ¿cómo no?
Robert Jordan fue hasta donde Pilar estaba descargando uno de los caballos, ayudada por Primitivo.
- Oye, mujer -susurró.
- ¿Qué pasa? -le contestó ella, tratando de amoldar al mismo tono su ronca voz, mientras desataba una cincha.
- ¿Has comprendido bien que no se debe comenzar el ataque mientras no oigas caer las bombas?
- ¿Cuántas veces tienes que repetírmelo? -preguntó Pilar-. Te estás volviendo una vieja gruñona, inglés.
- Es sólo para estar seguro -dijo Robert Jordan-; y después de la destrucción del puesto te repliegas sobre el puente y cubres la carretera desde arriba, para proteger mi flanco izquierdo.
- Lo comprendí la primera vez que lo explicaste. ¿O es que no comprendo nada? -susurró Pilar-. Ocúpate de tus asuntos.
- Que nadie haga ningún movimiento, que nadie dispare ni arroje una bomba antes que se haya oído el ruido de la voladura -dijo Robert Jordan, siempre en voz baja.
- No me aburras más -contestó Pilar, encolerizada-. Entendí muy bien todo eso cuando estuvimos en el campamento del Sordo.
Robert Jordan se acercó a Pablo, que estaba atando los caballos.
- No he atado más que los que podrían asustarse -explicó Pablo-. Los otros están atados de manera que basta tirar de la cuerda para desatarlos. ¿Te das cuenta?
- Bueno.
- Voy a explicar a la muchacha y al gitano cómo tienen que hacer para manejarlos -dijo Pablo. Sus nuevos compañeros estaban de pie, apoyados en sus carabinas, formando un grupo aparte.
- ¿Lo has entendido todo? -preguntó Robert Jordan.
- ¿Cómo no? -dijo Pablo-. Destruir el puesto, cortar los hilos, volver al puente. Cubrir el puente hasta que tú lo hagas saltar.
- Y no hacer nada hasta que no comience la voladura -insistió Jordan.
- Eso es.
- Bueno, entonces, buena suerte.
Pablo gruñó a modo de contestación. Luego dijo:
- Nos cubrirás bien con la máquina y con la otra máquina pequeña cuando volvamos, ¿no es cierto, inglés?
- De primera. Os cubriré de primera.
- Entonces, eso es todo. Pero en ese momento conviene que prestes bien atención, inglés. No será fácil si no estás sobre ello.
- Cogeré la máquina yo mismo -dijo Robert Jordan.
- ¿Tienes mucha práctica? Porque no tengo ganas de que me mate Agustín, con todas las buenas intenciones que tiene.
- Tengo mucha práctica. Ya verás. Y si Agustín se sirve de una de las dos máquinas, me cuidaré de que dispare bien por encima de tu cabeza. Muy alto, siempre por encima de tu cabeza.
- Entonces, nada más -dijo Pablo. Luego dijo en voz baja, en tono de confianza-: No tenemos caballos para todos.
«Este hijo de perra -pensó Robert Jordan-. Se creerá que no lo entendí la primera vez.»
- Yo iré a pie -dijo Robert Jordan-; los caballos son para ti.
- No, habrá un caballo para ti, inglés -dijo Pablo en voz baja-. Habrá caballos para todos nosotros.
- Los caballos son tuyos -dijo Robert Jordan-. No tienes que contar conmigo. ¿Tienes bastantes municiones para tu nueva máquina?
- Sí -contestó Pablo-. Todas las que llevaba el jinete. No he disparado más que cuatro tiros, para ensayar. La probé ayer en las montañas.
- Entonces, vamos -dijo Robert Jordan-; hay que estar allí muy temprano y escondernos bien.
- Vámonos todos -dijo Pablo-. Suerte, inglés.
«Me pregunto qué es lo que piensa ahora este bastardo -se dijo Robert Jordan-. Tengo la impresión de saberlo. Bueno, eso es cosa suya. A Dios gracias, no conozco a los nuevos.»
Le tendió la mano y dijo:
- Suerte, Pablo. -Y se estrecharon la mano en la oscuridad.
Robert Jordan, al tender su mano, esperaba encontrarse con algo así como la mano de un reptil o la de un leproso. No sabía cómo era la mano de Pablo. Pero, en la oscuridad, aquella mano que apretó la suya, la apretó francamente y él devolvió la presión. Pablo tenía una mano buena en la oscuridad y su contacto dio a Robert Jordan la impresión más extraña de todas las que había experimentado aquella madrugada. «De manera que tenemos que ser aliados ahora -pensó-. Hay siempre muchos apretones de manos entre aliados, sin hablar de las declaraciones y de los abrazos. Por lo que hace a los abrazos, me alegro de que podamos pasar sin ellos. Creo que todos los aliados son del mismo estilo. Se odian siempre au fond; pero ese Pablo es un tipo raro.»