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El Abisinio - Rufin Jean-christophe (библиотека электронных книг .txt) 📗

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Al dia siguiente la hostilidad circundante se acentuo mas todavia. Dos hombres recibieron pedradas cuando paseaban por la ciudad, y tampoco les aceptaron las transacciones que quisieron hacer en el mercado, como si todo cuanto viniera de ellos trajera mala suerte.

Du Roule decidio favorecer a quienes quisieran tratarles con un poco de consideracion, es decir, al Rey y su corte. Ademas de los presentes que habia entregado al soberano la noche anterior, hizo saber que le honraria recibir a la Reina y a las damas de alto rango para divertirlas con una atraccion que habia traido de Europa. Al dia siguiente, diez mujeres de la corte fueron al campamento en calidad de exploradoras, pero la Reina prefirio no presentarse el primer dia.

Rumilhac se moria de risa con el espectaculo de aquellas gordas nubias envueltas en vistosos velos que descubrian libremente su rostro y caminaban contoneandose.

– ?Seran zorras! -le decia en frances a Du Roule mientras sonreian al publico-. Entren, senoras. Vaya, mira, ahi tienes a madame La Valliere.

Senalo a una mujer enorme que llevaba dos cortas trenzas sujetas a la parte superior de la cabeza y que andaba cojeando.

– Y alli, mira, nuestra querida Francoise d'Aubigne. Entre, senora marquesa.

Era una mujer vieja con el ceno fruncido. Despues de haberlas colocado a todas en la gran tienda que habian montado en el centro del campamento para las recepciones, Du Roule desvelo su atraccion: los espejos deformantes venecianos.

Las mujeres se hallaban en el centro de la tienda, y los espejos estaban colgados en su derredor. Cuando retiraron las telas que los cubrian, siguieron agrupadas e inmoviles, y ellos creyeron que no se habian visto reflejadas en los espejos. Du Roule y Rumilhac, cogieron una por una a todas las damas y bromeando siempre en frances, quisieron acercarlas al fenomeno.

– Esta nunca se habra visto tan delgada. ?Mira, preciosa! Con eso pareces un camellopardo, toda piernas y con una cabeza de cabra.

– Acercate y mira que seria esta tu amiga. Mas ancha que larga, como les gustan a los senores de estos lares.

Pero Frisetti, el dragoman, que comprendia los murmullos de las damas, no se reia. Habia observado que estaban calladas y presas de estupor ante aquellas imagenes. Se veian a si mismas, pero horriblemente deformadas, como si estuvieran dentro de un cuerpo de demonio. En aquellas tierras donde el islam abarca y asimila la magia, la apariencia es algo demasiado serio para ser unicamente una ilusion. Asi pues, lo que se revelaba ante ellas, entre la risa socarrona de Du Roule, era su propio destino, como si el infierno hubiera entreabierto por un instante sus puertas para desvelar los eternos tormentos a los que se veian condenadas.

La primera en gritar incito a las otras, y todas salieron de la tienda sujetandose los velos para correr mejor. Jadeantes y desorientadas, ascendieron hasta el palacio vociferando por callejuelas encajonadas en cuyos muros resonaba el eco de sus gritos.

Du Roule comprendio por fin. Dio ordenes de tomar las armas y reagruparse. Al cabo de diez minutos vieron desembocar por tres lugares distintos una apretada multitud que levantaba el polvo a su paso. Volaron las piedras. Cada uno de los francos disparo y mato a su contrincante, pero habia tantos detras que era inutil concebir esperanzas. En pocos minutos toda la caravana estaba en manos de los asaltantes. Los nubios consideran una maldicion matar a un hechicero con las manos, de modo que tambien la agonia de los prisioneros se prolongo un poco mas que si hubieran podido estrangularlos simplemente.

La caballeria del Rey solo intervino cuando todo hubo acabado. Se apodero de los camellos, asi como de todos los bienes que transportaba la caravana, y fue a entregarselos al soberano. Este le escribio aquel mismo dia al pacha. Se lamentaba de que que tan negros rumores, sin duda propalados por los capuchinos, hubieran precedido a los viajeros. Y si bien les habia tratado con tanto civismo como habia podido, al final la multitud se habia ocupado de ellos. ?Y que son los reyes -preguntaba humildemente- cuando la multitud quiere matar?

10

En la bifurcacion de los dos golfos se levanto un viento fresco que alcanzo a la falua por el flanco, permitiendole izar la vela y enfilar a buen ritmo hacia el Sinai. En aquel cielo azul celeste de abril se veia recortarse la cumbre ocre de la montana. Jean-Baptiste tenia el gusto picante del mar en la cara y en las manos; el sol secaba las gotas en su piel, dejando un rastro de sal.

Todo iba a acabar y empezar otra vez. En aquel momento, las tres misiones hacia Abisinia habian sido quebrantadas. En lo mas profundo de aquella montana que crecia a ojos vistas, Alix le esperaba. Sin duda habia aun bastantes incertidumbres como para que Jean-Baptiste pudiera seguir proyectandose atolondradamente en el porvenir mas inmediato. Pero en el fondo no esperaba grandes sorpresas. En esa paz que propician, en su punto de contacto, las tormentas del viento y la ondulacion de las aguas marinas, esa superficie misteriosa que representa con tanto acierto el destino y el lugar de los hombres, Jean-Baptiste, sereno y fascinado, como si estuviera al borde de un precipicio, veia acercase la hora en que por fin se reuniria con la mujer que amaba.

A su alrededor, los marinos arabes estaban de pie descalzos, sobre las bordas descoloridas por la sal. Sus tunicas ondeaban al viento. Se sentian felices de tener calor y estaban contentos de volver con su barca a salvo. Miraban la montana como algo grande y simple que los dominaba.

«Hay que intentar ser como ellos -se dijo Jean-Baptiste-. Se trata de sentir solamente lo que llega y de no predisponer en absoluto la mente contra la felicidad.»

Atracaron en Thor a primera hora de la tarde. Jean-Baptiste ibavestido como un arabe y guardaba su jubon europeo en una bolsa de tela. Aun le quedaba un poco de oro del duque de Chartres, apenas unos diez cequies, con los que compro una mula equipada con una silla llena de agujeros por donde salian mechones de paja gris. Con un baston en una mano para azuzar al perezoso animal en las costillas, y la brida en la otra para orientarlo en lo posible, se puso en marcha hacia el interior de la peninsula.

En aquel lugar de la costa, el Sinai se aplana formando una llanura por la que se puede ascender lentamente hacia el centro del macizo. El desierto esta ahi, en cuanto se dejan atras las ultimas casas del puerto. Pero no es un desierto de arena, donde todo parece estar disgregado. Muy al contrario, el paisaje de piedras erguidas y desnudas sobre un zocalo rocoso se parece a una inmensa extension de ruinas gigantescas, minerales, incorruptibles, que condena cualquier otra vida que no sea la de la roca eterna. Una fina capa de polvo blanco, traida por los torbellinos del viento desde las profundidades de la Arabia petrea, cubre este escenario para darle el aire desolado de un palacio abandonado por sus servidores y donde el tiempo, incapaz de cometer cualquier otro ultraje, se contenta con derramar la arena fina de la clepsidra celeste.

Jean-Baptiste no encontro ni un alma en dos horas. Pronto caeria la noche, asi que intento sin suerte arrear la mula para que apresurara el paso. Pero desgraciadamente el animal solo sabia parar, o bien llevar aquella marcha languida. El camino se elevo en un recodo mas empinado y franqueo un gran picacho ya en sombras. Jean-Baptiste llego a lo alto cuando el cielo habia adquirido una tonalidad de tinta, a cuya luz los penascos parecian contornos negros de gigantes. En la embocadura de dos altos valles que hendian las cumbres del Sinai, descubrio una piedra tallada entre todas aquellas toscas rocas: era la masa rectangular de las murallas del monasterio.

Doce torres redondeadas y abombadas sobresalian por encima de los altos muros grises. Se habria dicho que era un ksar, una fortaleza del desierto, pero se trataba de dos aguilones de la basilica. Aquella mula torturaba a Jean-Baptiste, porque pese a estar tan cerca del final aun tardo mas de una hora en llegar al pie de la puerta monumental que horadaba la fortificacion. Los propios monjes se ocupaban de la vigilancia: dos de ellos, fornidos como luchadores, con una ancha faja alrededor de la tunica y sosteniendo una espada en la mano, detuvieron al viajero y fueron a dar su nombre al abad. No le dejaron pasar antes de recibir la orden pertinente.En el interior de sus murallas, el monasterio de Santa Catalina era una autentica ciudad. La basilica ocupaba el centro, pero a su alrededor se habian erigido tantos edificios, galerias, terrazas y capillas que el espacio que constrenian las murallas estaba saturado de muros, callejones, pasajes yuxtapuestos, apinados y enmaranados como en cualquier ciudad de Oriente.

Un monje muy joven y rubio como un cruzado condujo a Jean-Baptiste hasta la residencia del abad. Este se encargo de su bolsa y le aconsejo que dejara la mula a cargo de los monjes de la entrada.

El monasterio de Santa Catalina, construido en el siglo VI por el emperador Justiniano, siempre habia estado resguardado, tal vez por sus murallas y probablemente tambien por la proximidad protectora de la montana sagrada que pesa sobre todas las conciencias de la descendencia de Moises.

Los monjes ortodoxos que residian en aquel santuario estaban vinculados formalmente al patriarca de Jerusalen. Pero mas que los instrumentos de una religion en particular, ellos eran en realidad un poder autonomo, los guardianes de un lugar misterioso y terrible. Los fugitivos que se refugiaban en aquel monasterio estaban a salvo, fuera cual fuera su origen y la naturaleza de sus crimenes. Algunos permanecian alli por poco tiempo, pero muchos otros se quedaban para siempre, engrosaban la comunidad y hasta podian esperar, al termino de un largo retorno espiritual, convertirse en el superior.

En la residencia abacial reinaba un ambiente extrano, muy diferente al que Jean-Baptiste habia conocido cuando estuvo alli la primera vez. Los monjes hablaban en voz baja y los olores de alcanfor y de mirra flotaban en los pasillos decorados con mosaicos.

– Nuestro abad esta muy enfermo -dijo el prior a Jean-Baptiste-. Hace tres semanas se desmayo en pleno oficio. Lo levantamos inconsciente. Luego volvio en si, pero habla con dificultad. Sufre por las noches; a veces se le oye gemir y gritar. Su socio le ha preparado un remedio que le alivia y le tranquiliza, pero estamos muy preocupados.

Jean-Baptiste decidio visitar al abad, pero antes no pudo evitar una pregunta que le quemaba en los labios.

– ?Donde estan mis amigos, el maestro Juremi y las dos damas?

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