El Abisinio - Rufin Jean-christophe (библиотека электронных книг .txt) 📗
– ?Oh! ?Dios mio! ?Que he hecho? ?Estoy perdido! Tenga piedad de mi. ?Que el Senor me libre del castigo! ?Oh, Dios mio, Dios mio…!
El hermano Pasquale volvio sobre sus pasos en la oscuridad.
– Bueno, ?y ahora que te pasa?
– ?Piedad, piedad! -gritaba el novicio, arrodillado en la tierra desnivelada-. Se me ha resbalado la vinajera.
– ?Se ha roto?
– Si. Estoy perdido.
El hermano Pasquale profirio unos juramentos en su dialecto, y como no era el mismo que el del joven hermano, este aun se sintio mas aterrorizado al oirle.
– ?Habra alguien mas torpe que tu? -pregunto con mas sarcasmo que ira.
El muchacho seguia llorando de rodillas.
– ?Sera posible que aun estes perdiendo el tiempo en lamentaciones! Venga, venga, no es tan grave. Y soy lo bastante necio para perdonarte. Ahora bien, te aviso: mi colera sera terrible si ademas perdemos la comida por tu culpa.
– Pero-dijo Bartolomeo secandose las lagrimas y reanimado por la alusion a la sopa-, ?como piensa arreglarselas para conseguir otra santa vinajera?
– Muy sencillo. Manana por la manana iras al tendero arabe que hay enfrente del monasterio y le compraras dos cequies de aceite de agave.
– Y lo llevaremos a bendecir a la residencia del patriarca.
– ?Bendecir…! -exclamo el hermano Pasquale agarrandole de una oreja para retorcersela-. ?Como se puede ser tan estupido? ?Bendecir! ?Acaso te has convertido en un idolatra?
– ?No! ?No! -grito Bartolomeo.
– Dime, ?de que valen las bendiciones de los discipulos de Eutiquias? Solo nos relacionamos con ellos para poder internarnos en ese pais de Abisinia. Pero somos nosotros quienes debemos convertirlos a ellos. No al reves. ?Comprendes? Nosotros tenemos el pergamino que autentifica los oleos, y por consiguiente los del tendero haran su servicio igualmente bien.
Una vez dicho esto, el hermano Pasquale removio la tierra con la sandalia para dispersar los fragmentos de la vinajera rota. Luego siguio su camino sin preocuparse mas por Bartolomeo, que seguia gimoteando con una mano en la oreja.
Cualquiera que no hubiera sido Murad se habria muerto de aburrimiento cuando Jean-Baptiste se fue. Recluido en su casa, en la otra punta de la colonia franca, atendido mezquinamente por el consulado, sin sus esclavos abisinios, y vigilado tanto por los egipcios como por los mercaderes europeos, el pobre armenio recibia unicamente la visita del maestro Juremi, quien medio para que emplease a una sirvienta arabe. Se trataba de una mujer llamada Khadija, muy anciana, casi ciega, viuda y sin hijos, que tenia que trabajar para sobrevivir, obligada por la pobreza. El segundo dia que servia en los aposentos de Murad, Khadija noto que una mano redonda se deslizaba por debajo de su amplio vestido de lino. Pasados los primeros instantes de extraneza ante aquel rapto tan inverosimil, le propino al intruso un par de sonoras bofetadas, aderezadas con un salivazo y una sarta de maldiciones. Inmediatamente despues todo volvio al orden; la mujer continuo con su trabajo y nadie la importuno mas. Pero a raiz de aquel episodio, Murad rehuia a la matrona y le tenia autentico panico. En cuanto a Khadija, seguramente debio de conservar del ultraje un intimo reconocimiento hacia quien habia visto en ella un objeto de deseo, pues a partir de entonces sirvio a Murad con una devocion conmovedora y ya no le abandono nunca.
Esta fue toda la compania que tuvo el armenio durante aquellas largas semanas. Alguna vez le vieron vagabundear por las callejuelas de El Cairo a la busqueda, casi siempre frustrada, de placeres al alcance de sus escasos medios, y cuando llego el invierno se quedo encerrado, con la nariz en la ventana, estrujando un rosario de madera. A veces el maestro Juremi le llevaba unos datiles, que el armenio chupaba horas enteras hasta ablandar el hueso, que por lo demas siempre terminaba tragandose con un suspiro de pena.
El era una de las pocas personas de El Cairo que esperaba noticias de Poncet.
Un dia se quedo pasmado al ver regresar a los tres abisinios. Se habia enterado de su desventura en el puerto de Alejandria y pensaba que no los volveria a ver jamas. Pero tras ser consagrados a Mahoma, aquellos infelices fueron abandonados a su suerte por la misma multitud que se habia preocupado con tanta vehemencia de sus almas. Despues de vagar y malvivir de la mendicidad durante unas cuantas jornadas, el esclavo mas viejo convencio a los otros para que volvieran a El Cairo a buscar a Murad, el unico que comprendia su lengua y que sabria tratarlos honestamente. Asi pues se pusieron en camino en una procesion digna y silenciosa que nadie se atrevio a importunar pues rezaban ostensiblemente las cinco plegarias. Llegaron a El Cairo, a pie, haciendo breves etapas. El maestro Juremi se quedo muy sorprendido al verles en la casa de Murad, donde volvieron a ocupar sus respectivos puestos, conjuntamente con la sirvienta, que tambien insistio en quedarse.
– He oido decir que los han hecho turcos -le dijo a Murad.
– Asi es.
– Los pobres deben de estar muy apenados.
– No tanto. En realidad es la segunda vez que son mahometanos.
– ?Como es eso? -se extrano el protestante.
– No olvide que eran prisioneros del Negus. Los capturo en el Sur, y alli las tribus son paganas. Aquella gente adora las vacas, los arboles y las montanas. Cuando los ejercitos invaden su territorio, seconvierten a la religion del mas fuerte. Estos fueron primero subditos de Senaar. Asi que el rey de aquel estado los convencio de que rezaran a Ala. Luego, nuestro emperador los tomo cautivos y siguieron a Jesus. Y ahora estan otra vez como al principio, aunque estoy seguro de que en el fondo continuan adorando las montanas o lo que sea.
El maestro Juremi miro a los tres abisinios. Se les veia felices por su regreso. Estaban arrodillados, junto a la puerta, inmoviles, graves e impenetrables. Constituian la prueba viviente de que la sumision mas perfecta es tambien la forma mas imparable de rebelion.
Unos dias mas tarde el senor De Maillet recibio aviso de aquella desgracia y del juicio inminente de Poncet. Hizo saber a Murad que a partir de fin de mes no recibiria ninguna clase de subsidio. El senor Mace fue a notificar esta decision al armenio, y ademas agrego unas palabras insolentes destinadas a hacerle comprender que, por su propio bien, debia volver a su pais cuanto antes, siempre que -anadio- la expresion tuviera algun significado para alguien como el.
Murad enfilo hacia la casa del maestro Juremi, y dijo sollozando que estaba perdido. Primero se le ocurrio la idea de que alguno de los mercaderes de la colonia lo contratase de cocinero, argumentando que si habia tenido ese oficio en Alepo, nada le impedia seguir teniendolo tambien en El Cairo…
Pero el maestro Juremi le dijo que aquella seria una manera muy poco digna de honrar la mision que le habia confiado el Emperador. Ademas, la unica posibilidad de salvar a Jean-Baptiste era que su relato fuera lo mas verosimil posible, es decir, que si aseguraba haber traido a un embajador, no debian encontrar al susodicho echando a perder las salsas.
A decir verdad, al maestro Juremi le resultaba bastante dificil dar sabios consejos a Murad, pues desconocia lo que habria podido ocurrir en Vcrsalles. A todo esto, Francoise le alerto sobre otro acontecimiento importante: el inminente viaje de la gran embajada oficial de Du Roule. Asi que el pobre Juremi ya no sabia que partido tomar. Defendia a Poncet, aunque tenia el convencimiento de que este ya habia perdido la partida; y por otro lado, tambien alentaba a Murad a seguir siendo el digno mensajero del Negus, aunque constataba que el consulado hacia caso omiso del armenio y enviaba su propia mision. Resumiendo, se hallaba sumido en la indecision, y eso le hacia sufrir.
A pesar de todo, continuaba con su actividad de boticario y habia seguido todas las instrucciones de Jean-Baptiste. Incluso se habia convertido, aunque en secreto, en el droguista del nuevo pacha, el terrible Mehmet-Bey, que le recibia a espaldas de los muftis.
A todo esto cabe anadir la proximidad de Francoise, que servia de correo entre el y el consulado, y aunque cada vez sentia mas ternura por ella, aun no sabia si podia expresarle sus sentimientos sinceramente.
Cuando Francoise le comunico por fin que Alix tenia la intencion de marchar a Francia, supuestamente para entrar en un convento, y le pidio su ayuda para liberar a la joven durante el camino y acompanarla a buscar y socorrer a Poncet, el maestro Juremi sintio como si saliera un sol radiante, pese a los previsibles peligros de la empresa.
Finalmente iba a poder luchar, moverse, saber. Nada era menos impropio de un hombre con su gallardia que aquella vida sedentaria, donde todo eran disimulos. Encero las botas, limpio amorosamente la espada y las pistolas, y canto de alegria.
Dado el giro que habian tomado los acontecimientos, el unico que no encajaba en la nueva mision era Murad. Tras haberle recomendado paciencia, el protestante cambio de opinion bruscamente y le aconsejo que volviera a Abisinia. Incluso se ofrecio a facilitarle los medios, es decir, a procurarle monturas y algun dinero.
En esas estaban, pues Murad no acababa de decidirse aun, cuando dos desconocidos se presentaron una manana ante su puerta.
Eran dos francos que nadie habia visto jamas en la colonia pues segun manifestaron habian llegado la vispera.
– ?Es usted Su Excelencia el senor Murad, embajador de Etiopia? -pregunto el mayor de los dos visitantes, un hombre de unos cuarenta anos, delgado, con el rostro tremendamente serio e inmovil, incluso cuando hablaba.
– Por supuesto -respondio Murad incorporandose, pues hacia mucho tiempo que nadie le habia dirigido la palabra con tanta cortesia y respeto-. ?En que puedo servirle?
– Hemos llegado de Palestina, de Jerusalen exactamente -continuo el hombrecillo impasible-. Me llamo Hubert de Monehaut, y mi colega Gregoire Riffault. Somos hombres de ciencia. El es geografo y yo arquitecto.
El otro visitante, mas joven, asentia a todo cuanto decia su companero. Su unico rasgo digno de atencion eran unos ojos muy abiertos, como dos platillos de porcelana, con los que miraba fijamente a Murad.-Hemos oido hablar de un plenipotenciario de la corte de Abisinia que habia fijado su residencia en El Cairo, asi que hemos venido hasta aqui con la esperanza de obtener un favor de Su Excelencia.
– Hare todo cuanto este en mi mano -dijo Murad, halagado en su vanidad, y para expresarlo adopto la misma pose ligeramente rigida, con el cuello torcido, que habia observado en el senor De Maillet durante las audiencias.