La batalla - Rambaud Patrick (читать книги онлайн .TXT) 📗
– ?La ciudad es nuestra, mi oficial! -dice un alto coracero cuyo capote es el sayal de un monje espanol cortado al efecto. Lleva espuelas en las alpargatas y parece decidido a proseguir con la mudanza.
– ?Esta casa no! -grita Lejeune. -?Toda la ciudad, mi oficial! -?Fuera de aqui o te vuelo la cabeza!
Lejeune arma su pistola de arzon y apunta a la frente del insolente, el cual sonrie.
– ?Muy bien, disparad, mi coronel!
Lejeune le golpea violentamente con el canon de su arma. El otro, alcanzado en un carrillo, escupe tres dientes y sangre. Entonces desenvaina el sable, pero sus companeros le retienen y le sujetan los punos.
– ?Largo de aqui! ?Largo de aqui! -grita Lejeune con la voz quebrada.
– ?Si vas al combate, mi oficial, no me des nunca la espalda! -grune el hombre con el maxilar sangrante.
– ?Fuera! ?Fuera! -ordena Lejeune, golpeando al azar espaldas y cabezas.
Los soldadotes abandonan la plaza devastada. Dejan gran parte de su botin y montan a caballo o se sujetan a los lados del carricoche, que se pone en marcha. El alto coracero con capote pardo muestra el puno y dice bramando que se llama Fayolle y que siempre da en el blanco.
Lejeune tiembla de rabia. Finalmente desmonta, sube la pequena escalinata de la entrada y ata el caballo en la argolla de la puerta. Un teniente sin sombrero ni guerrera, desplomado en la unica banqueta, respira de un modo entrecortado y estertoroso. Es su ordenanza, y no ha podido intervenir contra los saqueadores. Henri se ha unido a ellos en el fondo del vestibulo, interminable y austero.
– ?Han subido a los pisos?
– Si, mi coronel.
– ?La senorita Krauss? -Con sus hermanas y -?Estabas solo? -Casi, mi coronel. -?Perigord esta ahi? -En su aposento del primer piso, mi coronel.
Seguido por Henri, Lejeune sube a toda prisa la empinada escalera principal, mientras el ordenanza recoge las vituallas olvidadas por los dragones.
– ?Perigord!
– Entrad, amigo mio -responde una voz que resuena en los pasillos vacios.
Lejeune y Henri pisandole los talones entran en un amplio salon sin muebles donde, ante un espejo con marco de caoba, Edmond de Perigord, en pantalon rojo y con el torso desnudo, se aplica cera al mostacho para mantener las guias erguidas, ayudado por su criado personal, un regordete mofletudo, con peluca y librea que luce galones plateados.
– ?Perigord! ?Habeis dejado que esos militarotes invadieran la casa!
– Es preciso que los brutos se diviertan antes de entrar en combate…
– ?Divertirse!
– Una diversion querido mio, tienen de bruto, desde luego. Tienen hambre, sed, no son ricos y se saben condenados a morir.
– ?Han subido a los aposentos de la senorita Krauss?
– Tranquilizaos, Louis-Francois -dijo Perigord, mientras encaminaba a su colega a las antecamaras del primer piso.
Dos dragones estaban tendidos sobre los escalones de una segunda escalera que conducia a los pisos.
su ama de llaves, mi coronel.
– Estos imbeciles querian saquear un poco por ahi arriba -dijo Perigord en voz cansada-. Se lo he prohibido y han tratado de abrirse paso a la fuerza…
– ?Los habeis matado?
– Oh, no, no lo creo. Han recibido al vuelo una silletazo en plena cara. Os ruego que me creais, querido mio, esas sillas son endiabladamente pesadas. Dicho esto, es posible que al caer se hayan torcido el cuello, no los he mirado de mas cerca. De todos modos, hare que se los lleven.
– Gracias.
– De nada, querido mio, por algo soy naturalmente galante. Henri, un poco atonito por la escena que acababa de presenciar, siguio de nuevo a su amigo, quien ahora corria por la escalera y los pasillos hasta una puerta maciza, a la que llamo al tiempo que decia:
– Soy yo, el coronel Lejeune…
Perigord, tras ponerse una bata llena de adornos y brocados, se habia reunido con ellos. Solo tenia erguido la mitad del mostacho. Mientras Lejeune llamaba a la puerta, su colega hablaba con Henri como si se tratara de una velada en el Trianon.
– El pillaje forma parte de la guerra, ?no os parece?
– Me gustaria no creerlo asi -dijo Henri.
– Recordad la historia de aquel veterano de Antonio que habia intervenido en la campana de Armenia. Habia mutilado la estatua de la diosa Anaitis para llevarse un muslo. Al volver a casa, revendio la pierna de la diosa, se compro una casa en la region de Bolonia, tierras, esclavos… ?Cuantos legionarios romanos, querido mio, volvieron con el oro robado en Oriente? Eso sirvio para el desarrollo de la industria y la agricultura en la llanura del Po. Veinte anos despues de Actium, la region era floreciente…
– Basta, Perigord -dijo Lejeune-. ?Interrumpid un poco vuestras lecciones de historia!
– Lo cuenta Plinio.
Por fin se abrio la puerta y aparecio una mujer mayor con un turbante de crepe blanco. Lejeune, que habia nacido en Estrasburgo, le hablo en aleman y ella le respondio en la misma lengua.
Solo entonces el coronel se tranquilizo. Hizo una sena a Henri para que le siguiera al interior de la habitacion.
– Yo me voy -dijo Perigord-. Con este atuendo descuidado apenas estoy presentable.
Anna Krauss tenia diecisiete anos, el cabello muy negro y los ojos verdes. Cerro el libro que fingia leer, se levanto cuando los hombres avanzaron hacia ella, tomo asiento en el borde del sofa para calzarse unas sandalias romanas y se levanto con una agil lentitud. Su larga falda de percal de las Indias, muy fina, lucia un bordado de flores de jazmin. La imitacion de un broche antiguo sujetaba una tunica de encaje sobre los hombros redondeados. Sus manos sin joyas, su actitud de fragilidad y firmeza al mismo tiempo, la estrecha cintura pero las caderas rotundas, asi, a contraluz, con la luz que atravesaba las prendas ligeras para dibujar mejor el cuerpo, toda ella surgia como una alegoria contradictoria en medio de la guerra. Lejeune la miraba con los ojos humedecidos. Habia tenido tanto miedo… Ambos se pusieron a hablar en aleman, en voz casi baja. Henri, apartado, tenia las sienes sudorosas, las mejillas enrojecidas, la mirada fija. Sentia calor y frio al mismo tiempo, no osaba moverse y contemplaba a Anna Krauss. El ovalo italiano del rostro de la muchacha se parecia a un cuadro, al pastel de Rosalba Carriera que el habia apreciado hacia poco en casa de un coleccionista de Hamburgo, pero no, el terciopelo de aquella piel, que la luz solar filtrada a traves de las ventanas suavizaba todavia mas, era real.
Al cabo de un momento, Lejeune se volvio hacia Henri para traducirle la conversacion, pues a pesar de que habia pasado dos anos en Brunswick, donde todo el mundo hablaba con el en frances, excepto las sirvientas a las que chicoleaba sin que tuviera necesidad de entenderlas, Henri jamas se habia acostumbrado a la aspereza de esa lengua.
– Le he dicho que el viernes ire a reunirme con los pontoneros en el Danubio y luego al estado mayor, para acantonarnos en la isla Lobau.
– Si -dijo Henri.
– Le he dicho que durante mi ausencia es necesario que alguien de confianza proteja su casa de los posibles granujas que nuestros ejercitos llevan a cuestas.
– Granujas, en efecto…
– Le he dicho que vendras a instalarte en Viena.
– Ah…
– ?No estas de acuerdo, Henri?
– De acuerdo…
– ?No se la puede dejar sola en esta ciudad ocupada!
– No se la puede…
Henri ya no encontraba las palabras y se limitaba a repetir, subrayandolos, fragmentos de las frases que decia su amigo.
– ?Tienes muchas ocupaciones?
– Ocupaciones…
– ?Henri! ?Me estas escuchando?
Anna Krauss sonreia francamente. ?Acaso se burlaba de aquel joven grueso y coloradote? ?Habia una onza de ternura en esa burla? ?Un poco de simpatia? ?Amaba a Lejeune? ?Y que sentia este? Le jeune tomo a Henri por los hombros y le sacudio.
– ?Estas enfermo?
– ?Enfermo?
– ?Si te vieras!
– No, no, estoy bien…
– ?Entonces respondeme, borrico! ?Tienes mucho equipaje?
– Una gramatica italiana de Veneroni-Gattel, el Homero de Bitanbe, Condorcet, la Vida de Alfieri, dos o tres trajes, menudencias…
– ?Perfecto! Que tu criado traiga todo eso manana por la manana.
– Mi criado me ha abandonado.
– ?Falta de dinero?
– Poco dinero.
– Me ocupare de eso.
– Tambien es preciso que Daru este de acuerdo.
– Lo estara. ?Aceptas?
– Por supuesto, Louis-Francois…
Lejeune tradujo este intercambio a Anna Krauss, resumiendolo, pero ella habia entendido lo esencial y palmoteaba como en un concierto. Henri, que seguia inmovil, decidio aprender en serio el aleman, puesto que en lo sucesivo tendria un verdadero motivo para hacerlo. Por lo demas, Anna Krauss se dirigio a el en su jerigonza, pero Henri no distinguio mas que una melodia y le eludio el sentido de las palabras.
– ?Que me dice, Louis-Francois? -Nos propone que tomemos el te.
Al anochecer, Lejeune recibio la orden de regresar en seguida a Schonbrunn y presentarse a Berthier, y Henri acepto la invitacion que le hizo Perigord de callejear por Viena. Lo cierto es que esperaba sonsacarle detalles de la vida de Anna, el unico tema que le interesaba de veras desde primera hora de la tarde. Lejeune habia dado a su amigo uno de los fajos de dinero falso que le ofrecio Daru, y asi podria invitar a Perigord, siempre parlanchin, pero conocedor de la ciudad y sus habitantes gracias a estancias anteriores. Partieron de los jardines del cafe Hugelmann, a orillas del Danubio y de sus puentes quemados. No habia banistas, a pesar del tiempo calido, ni parroquianos ni marineros turcos, pero ni siquiera en aquellos parajes faltaban los soldados.
– En tiempo de paz -decia Perigord- unos veleros muy abigarrados te pasean por el rio, pero nuestros hombres deben de haberlos requisado o quiza los austriacos los han hundido.
A Henri le traia sin cuidado, lo mismo que aquel jugador de billar hungaro, muy celebre, a quien iban a aplaudir y que seguia actuando durante las hostilidades. Era capaz de pasarse horas gol peando sus bolas sin perder un punto, lo cual acabo por cansar a nuestros dos franceses y decidieron ir hacia el Prater, muy cercano, en el arrabal de Leopold.
Perigord llevaba una pelliza con trenzas doradas y calzones negros metidos en unas botas con vuelta. A fin de evitar las risas burlonas, habia prestado a Henri un caballo decente. En Espana, hacia poco, le habian robado varios caballos de mucho valor, y por ello habia confiado la vigilancia de sus monturas, mientras picaban cangrejos de rio, a un jovencisimo soldado que estaba de paso. El docil muchacho les aguardaba.