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El Abisinio - Rufin Jean-christophe (библиотека электронных книг .txt) 📗

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El padre Plantain, con el semblante luctuoso, le comunico que el padre Fleuriau no se encontraba bien, que debia guardar cama y que por lo tanto no podria acompanarles. Seguramente no habria soportado los excesos del copioso agape de la vispera…

A las diez, una carroza de la Compania que habia enviado el padre De La Chaise fue a recogerlos frente al hotel. El dia aun estaba mas encapotado que los anteriores. Un gran nubarron plomizo con reflejos amarillentos anunciaba nieve y debilitaba la luz. En la verja del castillo, los guardias suizos se arropaban en los tabardos. Los visitantes no se cruzaron con nadie en los patios. Todas las chimeneas humeaban.

Estas intemperancias del clima reconfortaban a Jean-Baptiste. Con buen tiempo, el fulgor de los dorados y de los oropeles, las lineas armonicas de los jardines y la elegancia de los edificios habrian impuesto su pretencioso triunfo. Sin embargo, habia algo que denotaba una extrema humildad incluso en la madriguera de aquel rey, que por muy grande que pretendiera ser estaba sometido a la fuerza de las estaciones y, tanto el como su prole, debian protegerse del caprichoso rigor del frio y de la lluvia. Bajo aquella capa de escarcha, Versalles ya no era un empireo de lujo y poder sino un simple refugio de piedras y de pizarras, donde una tribu tiritaba con el espinazo doblado alrededor de los fuegos calidos, a la espera de que terminasen aquellos placeres invernales.

Empezaron a subir por la gran escalera de marmol, donde corrian unos lacayos de librea ligera que tenian las manos moradas por el frio. El inmenso tramo de escalones estaba banado en una humedad glaciar que olia a cera y a sarcofago. Del piso superior llegaba un rumor de voces apagadas. Los visitantes subieron con la vista al frente, apretados unos contra otros, y nadie se atrevio a agarrarse a la barandilla de hierro con rosetones dorados. En el descansillo se toparon con unos lacayos nerviosos que murmuraban, pero el motivo de su agitacion no era precisamente su llegada, que por lo demas nadie habia advertido. Una vez rebasado el ultimo peldano, miraron maquinalmente al infinito, buscando la continuacion de la escalera, pues les sorprendia haber llegado ya, habida cuenta del espacio que mediaba bajo los techos. En ese preciso momento, el padre De La Chaise aparecio detras de una colgadura en la que ni siquiera habian reparado y se reunio con ellos. El hombre, rigurosamente ataviado con sotana y un casquete de tafetan negro en la cabeza, sonreia sin cesar, pero ese gesto inmovil, que al principio les habia tranquilizado, muy pronto se convirtio en un motivo de inquietud. Por su comportamiento y por la forma que tenia de susurrar las palabras, se advertia que estaba familiarizado con las normas protocolarias mas puntillosas de la realeza, mientras paseaba su cuerpo endeble, testigo de su intrinseca fragilidad, por aquellos decorados herculeos. Miro a Poncet por el rabillo del ojo, algo nervioso. Como el padre Plantain le indico que habia que hacerse cargo de una caja que aun estaba abajo, en la carroza, el padre De La Chaise requirio a dos lacayos, a quienes hizo una senal con la mano de un modo tan imperioso y tajante que dio sobradas pruebas de los grandes abismos helados que se ocultaban bajo su aparente caracter apacible. Luego llevo al padre Plantain a un aparte y, con el rostro orientado hacia una enorme moldura dorada, le susurro unas palabras en voz baja. Siguieron al confesor y entraron en la primera sala, que era la de los guardias. El padre De La Chaise dio aviso al centinela que deambulaba con el mosquete a la espalda de que tenian que llegar dos hombres con una caja, que de hecho aparecio en aquel mismo momento.

Se internaron en la primera antecamara, una amplia estancia donde el Rey acostumbraba a cenar y donde permanecian encendidos unos apliques de bronce para que se pudiera ver. El ventanal solo reflejaba en los vidrios un cielo anaranjado gradualmente mas oscuro. Nyert, el primer ayuda de camara del Rey, un hombre de escasa estatura con una peluca corta, esperaba a los visitantes en la puerta. Despues atravesaron otra sala que no estaba iluminada y que envolvia todo en una penumbra gris. En el extremo opuesto, una puerta entreabierta de dos hojas dejaba pasar la intensa luz de la estancia siguiente, donde centelleaba una arana de treinta velas. El chambelan reagrupo a los visitantes, abrio la puerta de par en par y los presento al Rey.

7

El salon del Rey era una estancia sin personalidad, de ahi sin duda que Luis XIV deseara reformarla, pues era demasiado reducida para ser una sala de gala -sobre todo en comparacion con la galeria de los Espejos, a la que se accedia por tres puertas-, y al mismo tiempo un poco grande para ser unicamente un gabinete particular. Desde el punto de vista de la grandiosidad era modesta, y desde el de la modestia podia parecer pretenciosa. Asi pues, el resultado era una mediocridad que derrochaba majestad. El Rey, situado a una distancia prudencial, no se veia ni ensalzado por las amplias perspectivas ni tampoco imponente, como podria estarlo cualquier personalidad ilustre que devorase con su presencia un espacio exiguo. Estaba alli, simplemente, y su aspecto no era mas impresionante que el de un burgues en el centro de un corrillo. No obstante, si en algo se distinguia era porque tenia la cabeza cubierta con un gran sombrero de tres alas adornado con plumas blancas, cuando los demas solo llevaban peluca.

La silla en la que se sentaba el soberano terminaba de darle un aire familiar. Se trataba de una especie de sillon tapizado de cuero negro con clavos dorados que se elevaba sobre una plataforma de tres ruedas. Las mas grandes, situadas detras, servian para propulsar el artilugio, que era empujado por dos servidores; la ruedecilla de delante le permitia conducirse con la ayuda de un largo timon de hierro que terminaba en una empunadura. Nada podia traicionar mas el servilismo del cuerpo que aquel instrumento que era su penoso auxiliar. Cualquiera que hubiera querido abismarse en la ilusion de que se hallaba en presencia de un semidios, de una entidad a quien el poder habia hecho sobrenatural, inmediatamente recibia aquel desmentido con tres ruedas que resultaba tan sorprendente a la vista. A pesar de todas aquellas simples evidencias, el Rey se empecinaba tanto por parecer grave, impasible y majestuoso, que mas bien parecia grunon, descontento e irritado. Esa fue, cuando menos, la primera impresion que retuvo Jean-Baptiste al entrar en medio de su exigua comitiva de curas. El Rey solo se parecia vagamente a los retratos oficiales, en particular al que hermoseaba el consulado de El Cairo. Acercando ambos en un ejercicio de memoria, a Jean-Baptiste le causo el efecto de que el pintor no habia captado la imagen del soberano, sino su reflejo en el mundo sublime de las ideas, olvidando de paso las cicatrices de la viruela, su nariz colorada y las hinchazones del cuello. En pocas palabras, el senor De Maillet habia cometido un gran error cuando mando restaurar el lienzo, pues las maculas propias de la naturaleza habian conseguido un mayor parecido con la realidad que el mismo pintor. Entre el sequito que rodeaba al Rey, Jean-Baptiste distinguio a Flehaut, que estaba un poco alejado, y al lado de este, aunque mas cerca del soberano, a un hombre con una alta peluca rizada, con la nariz larga y puntiaguda que debia de ser el canciller De Pontchartrain. Todos aquellos individuos, hasta el servidor mas insignificante de los que empujaban la silla, adquirian, a semejanza del monarca, una expresion de importancia y de indignacion ante aquellos indeseables y fatuos intrusos.

Los jesuitas hicieron un humilde y discreto saludo, propio de la gente a quien se debia conceder el privilegio de no someterse completamente a nadie, excepto a Dios. Jean-Baptiste, guiado por las reminiscencias del pasado, por un instante estuvo a punto de estirarse cuan largo era en el suelo, pero acabo por inclinarse con una profunda reverencia, que no estaba precisamente en boga. No obstante era sincera y mostraba que no tenia reparo alguno en someterse a la soberania.

Una vez concluidos los saludos, hubo un momento de vacilacion general. Jean-Baptiste se percato de que en toda la estancia, concretamente en esa frontera de poco mas de un metro que separaba los dos grupos, se respiraba una cierta tension, una crispacion que casi resultaba perceptible al oido, como cuando se aproxima el aparato electrico de una tormenta de verano.

– Majestad -dijo el padre De La Chaise, el unico que se atrevio a avanzar bajo la imprecisa amenaza de ese rayo-, ya conoceis al padre Fleuriau, que tiene a su cargo nuestras misiones de Oriente. Muy a pesar suyo, hoy esta indispuesto y no ha podido comparecer ante vos. No obstante, tengo el gran honor de presentaros al padre Plantain, que tiene el dificil cometido de representar a nuestra orden en uno de los territorios del Turco, en Egipto, para ser mas exactos.

El padre Plantain inclino de nuevo su enorme frente.

– De alli -continuo el confesor del Rey- partio la mision hacia Abisinia, que Vuestra Majestad tuvo la gran virtud de concebir y auspiciar, y que ha intentado volver a afirmarse en ese malhalado pais cristiano sumido en la herejia, donde algunos de nuestros hermanos desgraciadamente fueron masacrados a principios de este siglo. Vos sabeis cuantos esfuerzos despliega nuestra orden para sacar del error o de la ignorancia a tantos pueblos condenados para toda la eternidad por su inocencia. Si os parece oportuno, el padre Plantain os dara cuenta de la mision que vos queriais ver cumplida.

El Rey tosio ligeramente en el hueco de la mano, a la vez que retiraba la manga de su jubon verde. Aunque el gesto fue rapido, casi imperceptible, Jean-Baptiste observo que el soberano habia aprovechado aquel movimiento aparentemente natural para limpiarse en el encaje del puno una gota de saliva que le corria por la comisura derecha de los labios, mas baja que la otra y con mala oclusion.

– Hable, padre -dijo el Rey-. Nos interesa mucho ese asunto.

– Majestad -dijo el padre Plantain, que habia enrojecido hasta el cogote-, desgraciadamente primero debo comunicaros que el corajudo misionero que llevo la esperanza de nuestra orden a aquellas regiones ya no vive en este mundo. Dios lo reclamo en su seno en el transcurso de su duro viaje. No obstante, su sacrificio no ha sido en vano. El Emperador de los Abisinios recibio con los brazos abiertos al resto de la mision. Ha mostrado su buena disposicion con respecto a la fe catolica, a la que espera adherirse sinceramente. Ademas ha expresado su humilde sumision con respecto a Vuestra Majestad, a quien reconoce como el soberano cristiano mas poderoso del mundo. Con el animo de rendiros pleitesia, mando a El Cairo un emisario que se puede calificar de embajador, si bien esos pueblos no estan familiarizados aun con esc tipo de usanzas.

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