La Joven De Las Rosas - Kretser Michelle de (читать книги полные .txt) 📗
– Comprensiblemente -aventuro Stephen.
Hubert empezo a balancearse sobre los talones.
– Su comprension de la situacion deja mucho que desear. Esta primavera se han producido ataques a la propiedad por toda Francia. En mis propias fincas han matado brutalmente conejos y faisanes, incendiado cobertizos y conducido al ganado por los cultivos. A uno de mis guardabosques lo golpearon con una barra de hierro y se salvo de milagro. -Miro a Stephen con desagrado: un extranjero con opiniones-: Supongo que se parece a la barbarie del Nuevo Mundo, pero le aseguro que aqui tenemos una actitud muy distinta.
– Comprender no es lo mismo que disculpar -replico Stephen. Le habria gustado que Claire reconociera su coraje con un gesto, pero tenia la mirada clavada en la chimenea vacia-. Naturalmente, nadie tiene derecho a realizar tales actos de violencia con impunidad.
– La impunidad no hace al caso -preciso Saint-Pierre con suavidad-. Mi yerno hizo colgar a los cabecillas tras un juicio sumario.
– Si no hubiera actuado con decision nos habrian cortado el cuello en nuestros propios lechos. Que es el peligro que estamos corriendo ahora… y esos petimetres de Paris animan a nuestros asesinos a continuar.
– Mi querido Monferrant, esta confundiendo la causa con el efecto. Las revueltas de primavera las provocaron ciertos elementos de la aristocracia que insistieron en la rigida aplicacion de sus derechos. La abolicion del privilegio aristocratico deberia ser recibida con satisfaccion, no con mas violencia.
– Se engana al igual que los demas si cree que hemos visto el final. Manana por la manana acompanare a mi mujer y mi hijo de nuevo a Toulouse. Ya hay bandas de delincuentes en libertad, asesinando y saqueando todo a su paso. Hoy dia el campo es tan peligroso como Paris… hasta para los que viven como campesinos. -Hubert se balanceaba, sonriendoles a todos. Se puso de puntillas y cacareo, y se sirvio mas armagnac.
En el silencio, el tictac del reloj dorado de la repisa de la chimenea resultaba insoportable. Nunca daba la hora correctamente sino a impulsos impredecibles, tan pronto varias veces en una hora como ni una sola durante dias; habia pertenecido a Marguerite, de modo que Saint-Pierre le daba cuerda con ternura y no queria oir hablar de tirarlo. ?Desde cuando el amor estaba supeditado a la utilidad?
Cuando el magistrado hablo, se dirigio de nuevo a Stephen.
– La causa feudal no es un asunto que el marques se tome a la ligera. Hace dos anos contrato a un abogado para que investigara privilegios caidos en desuso hacia mucho. Vera usted, tenia la impresion de que Paris estaba haciendo demasiadas concesiones a advenedizos que exigian reformas, y se dijo que correspondia a personas como el resucitar las antiguas obligaciones antes de que desapareciera todo rastro de ellas.
»Pues bien, el abogado se paso meses con la nariz metida en varios archivos y cobro un dineral por las molestias. Y ?sabe que descubrio? Nada menos que Monferrant, aqui presente, poseia el derecho inalienable de salir a cazar con sus campesinos en invierno y, una vez en los bosques, instarlos a hacer de vientre para poder asi calentarse los pies con su inmundicia.
La risa de Stephen se oyo en la cocina, donde Mathilde y Brutus habian buscado consuelo en el pan de jengibre. Sophie no pudo evitar sonreir. Claire miro por la ventana, imperterrita.
– El derecho a calentarse los pies. Es una lastima, Monferrant, que haya desaparecido para siempre el derecho a calentarse los pies.
7
?Como pudo casarse con el? Es poco atractivo en todos los sentidos. Y viejo… debe de tener por lo menos treinta y cinco anos. Es rico y tiene titulos, por supuesto, pero ella me ha dado a entender que estas cosas cuentan tan poco para ella como para mi.
?Podria ser por sus hermanas? Tal vez los contactos que el tiene le permitan concertarles matrimonios adecuados… y salta a la vista que Sophie ya no es ninguna jovencita y necesita un marido. Si, eso seria muy propio de ella, haber sacrificado su propia felicidad a la de sus hermanas.
Esta claro que a un hombre asi jamas podria interesarle el arte.
Nadie me ha mirado nunca como el mira a Claire.
Pero ella es guapa. No hay comparacion posible.
Me pregunto si se quedara despues de que ellos se marchen a Toulouse. Le iria bien a Matty. Le hace reir y eso es bueno para ella, porque es demasiado seria para su edad. Hay en el una ligereza de espiritu de la que nosotros carecemos.
Es joven, por supuesto, aun no ha cumplido los veintidos anos. Seis meses enteros menos que yo.
Deberia peinarme de esa manera que me enseno Claire.
En el lado de la cabeza, justo debajo de las orejas… alli es donde mejor huele. Un olor calido, como a pan recien hecho.
Cuando ha estado en el rio huele diferente, como a barro. Pero al cabo de unas horas vuelve su olor. Y sus patas siempre huelen a hierba… hasta por las mananas, despues de haber pasado toda la noche dentro de casa.
Solo muerde a la gente que no le gusta como huele, y no le parece justo que le castiguen por ello.
No le gusta como huele Hubert. ?A quien le gusta?
8
Aquella manana el cielo sobre Castelnau estaba cubierto de nubes color crema iluminadas a lo largo de los pliegues como saten arrugado. Joseph cruzo la calle para saludar a Sophie, alzando el sombrero, y advirtio que durante varios segundos ella lo miraba sin reconocerlo.
Y el que apenas habia pensado en nada mas desde que la habia conocido.
Se quito los anteojos para limpiarlos, pero se acordo a tiempo de que su panuelo no estaba del todo presentable. Ella sonrio y alargo la mano.
– Doctor Morel, buenos dias.
– Confio en que el caballero estadounidense, ?el senor Fletcher?, este totalmente recuperado. -Procurando no quedarse mirandola, tratando de no reparar en que su cabello era castano claro y moreno, mas otro color intermedio entre ambos.
– Oh, si, gracias. Fue una suerte que se encontrara en la granja de los Coste. Estoy segura de que la prontitud de su respuesta ahorro al senor Fletcher muchas molestias. Le esta… todos le estamos sumamente agradecidos.
– No hay de que. -Arrastro sus largas y polvorientas botas-. Espero que el doctor Ducroix tuviera ocasion de examinar personalmente al paciente.
– Si, confirmo su diagnostico y volvio a la semana siguiente para observar los progresos del senor Fletcher. Pero no habia motivos para preocuparse… el tobillo sano rapidamente.
– Bien, bien. -Buscaba la manera de prolongar el encuentro-. Excelente noticia. -Debe de pensar que estoy loco-. ?Y… y esta disfrutando el senor Fletcher de su estancia en nuestro pais?
?De donde salian estas tonterias?
– Regreso con sus primos de Burdeos hace unas semanas. Ahora estara en Paris.
Bien, bien. Excelente noticia. El estadounidense era exactamente la clase de idiota encantador que las mujeres encontraban irresistible.
– Paris -dijo-, alli es donde deberiamos estar todos.
Ella volvio a sonreir.
– Entonces usted no es distinto de los demas jovenes.
?Se burlaba de el? Eso seria una buena senal, una senal excelente.
– ?Y a usted? -pregunto con osadia-. ?No le gustaria estar alli, donde se hace la historia?
– Eso suena muy serio.
– ?No se toma en serio lo que esta ocurriendo? -El movio la cabeza y la luz destello en sus anteojos.
– No era mi intencion… -Ella apoyo el peso de su cuerpo en el otro pie y se dio cuenta de que el la habia desconcertado-. Ahora se pensara usted que soy frivola y conservadora, como se supone que son las jovenes damas bien educadas. La historia… la veo como algo distante y aburrido, imposible de desentranar, como la filosofia alemana. Consecuencia de mis textos escolares, tal vez. O mas probablemente, de mis aptitudes como escolar. Siempre he preferido las novelas.
El oyo «aburrido», «imposible», «alemana». Palabras terribles.
– Pero es precisamente una cuestion de imaginacion -dijo-. De ser el primero en evocar el mundo de manera diferente. -Se maldijo a si mismo mientras hablaba, por ser un estupido pomposo. Urgia poner inmediato fin a esa conversacion-. Me dirigia a ver a un pariente, de modo que… -Alargo una mano.
– Debe pasarse por Montsignac cuando le sea posible. Se que complaceria a mi padre.
– Me encantaria… Bien, bien…
Con la lengua contra el paladar, observo como ella se alejaba. No teniendo, en realidad, nada que hacer, Joseph acabo merodeando por los muelles. Los meses de febrero y octubre senalaban la temporada alta del rio, cuando los comerciantes enviaban sus mercancias corriente abajo hasta el Garona, y de ahi a Burdeos, y era tal la abundancia de embarcaciones que se podia cruzar a la otra orilla saltando de una a otra. Ya en septiembre, los muelles eran un hormiguero de estibadores descargando rollos de telas y fardos de pieles de carretas, y llevandolos a bordo de barcos colocados en doble o triple fila a lo largo de las orillas.
Unos oficinistas con sombreros de copa atendian con excesivo celo sus libros de cuentas. Un barquero cerro el paso a dos ninos que conducian un caballo de tiro soltando de vez en cuando ingeniosas maldiciones.
Joseph subio las escaleras que llevaban a la relativa tranquilidad del unico puente de Castelnau. Este comunicaba el centro respetable de la ciudad, donde se habia encontrado con Sophie, con su barrio natal de Lacapelle. Sus apinadas casas de madera albergaban a los pobres: obreros que fabricaban los tejidos que habian dado fama a Castelnau, barqueros, estibadores, toneleros y carpinteros relacionados con el comercio del rio, y los marginados de siempre: buhoneros, mozos de cuadra, ladrones, viudas, los viejos, los desesperados, chatarreros y escarbadores de todo tipo. Desde que habia regresado a la ciudad ese verano se habia alojado en la orilla derecha, a la que en otro tiempo pocas veces habia tenido motivos para dirigirse.
Penso en el rio como un vinculo entre las dos mitades de su vida, una encarnacion de ladrillo y argamasa del cambio que habia experimentado. Su madre habia lavado la ropa sucia de las imponentes casas que daban al rio en el lado noble de la ciudad. En esas mansiones vivian los ricos comerciantes de harina y tejidos de Castelnau, como el clan Nicolet, que monopolizaba la fabricacion de un resistente tejido de algodon con el sello real que vestia a todo el ejercito frances. El padre de Joseph habia cardado algodon en el taller de los Nicolet de Castelnau, que empleaba a mas de trescientas personas, sin contar los tejedores; casi todo el tejido era hecho por las mujeres y los ninos en el campo, donde las regulaciones del gremio eran dificiles cuando no imposibles de cumplir.