La Joven De Las Rosas - Kretser Michelle de (читать книги полные .txt) 📗
Puede comprenderse por que Sophie necesitaba las rosas.
Acostada en la cama con los ojos cerrados, se acariciaba la piel desnuda con una suave flor blanca.
En junio, cuando nadie la veia, seguia comiendo petalos de rosa.
Pero a finales de julio la floracion mas importante habia terminado, de modo que Stephen reparo en algunas rosas rezagadas de color rosado en un arbusto de hojas verde grisaceo. Arranco una, y cuando encontro a Sophie al otro lado de un brezo, se acerco a ella y se la puso en el cabello.
Ella se volvio del mismo color que la flor.
El se quedo cautivado por la transparencia -la sinceridad, como lo llamo para si- de su reaccion. Era consecuencia de vivir en las proximidades de la naturaleza. A los pies de Sophie habia una cesta con un rollo de cordel y un cuchillo de hoja delgada y curva; a su lado, en una palangana de agua, varias ramitas verdes.
– Que afortunada es -dijo el- por trabajar al aire libre, en compania de los pajaros… Siempre he querido ser jardinero.
– Bueno -dijo ella con incredulidad-, ?lo ha probado alguna vez?
– He paseado a menudo por jardines.
Ella se irguio para descansar la espalda. Se inclino una vez mas sobre un macizo de plantas jovenes, dispuestas en hileras, y el se acuclillo a su lado.
– ?Es un rosal?
– Un rizoma crecido a partir de unos esquejes de brezo que saque de los setos hace dos inviernos. Estoy injertando un rosal en el. -Ella hizo un corte en forma de T en el tallo del brezo a un par de centimetros del suelo, empunando con despreocupada precision el cuchillo de aspecto letal. A continuacion utilizo otro cuchillo, de hoja redondeada y embotada, para sujetar hacia atras los dos pliegues de corteza en la interseccion de los cortes.
Al verle alargar la mano hacia la palangana, el le paso una de las ramitas. Inclinando la cabeza en senal de agradecimiento, ella corto un trocito, empezando justo por encima de una yema y terminando justo debajo.
– Mire. -Con el aliento desplazo el pequeno fragmento verde que hacia equilibrios sobre la hoja de su cuchillo. Le dio la vuelta con cuidado y le mostro el diminuto trozo de madera mas clara del otro lado-. Esto hay que quitarlo.
El siguio observando fascinado como ella arrancaba el trozo de madera mas clara dejando intacto el escudo de corteza que lo rodeaba.
– Y ahora se introduce la yema en el espacio dejado por los dos trozos de corteza en el rizoma, asi -el estiro el cuello para verlo-, y se ata con el cordel.
– Deje que la ayude.
Sus manos se rozaron.
– Con firmeza -dijo ella-, pero no demasiado fuerte.
La pequena yema quedo sujeta, y el se desplomo en la hierba.
– Que trabajo mas agotador.
Sophie corto el extremo de cordel que colgaba y se irguio sonriendo.
– Es facil con la practica. Y el metodo mas seguro de reproduccion. Tendre dos docenas de plantas nuevas en primavera.
– ?Es muy bonito ese rosal? -El observaba el rostro de Sophie. Cuando sonreia, el molde de sus facciones, serio por naturaleza, se rompia y se la veia… casi guapa, penso.
– Venga a verlo -respondio ella.
Lo condujo por unos senderos y alli estaba: un pequeno arbusto de tallo liso, hojas ovaladas y oscuras, ligeramente brillantes, y abundantes flores rojas. Era un espectaculo precioso -las flores color cereza, las hojas verde intenso- y asi se lo dijo. Sin embargo, por la forma en que ella bajo la mirada, se dio cuenta de que la habia decepcionado.
– ?Es muy poco comun? -aventuro, deseando complacerla.
– Para ser alguien que ama la naturaleza no sabe mucho de ella, ?no? -El giro sobre los talones, sobresaltado. Mathilde, emergiendo de detras de un matorral, sonreia para si. Se habia inventado un juego que llamaba Salvajes y que consistia en desplazarse por el jardin sin ser vista. Se le daba muy bien-. Los rosales no suelen florecer a finales de verano. Este viene de China, de los semilleros de Fati, cerca de Canton. Sophie dio a Ri-naldi el brazalete de plata de mama a cambio del rosal, pero padre y Claire no deben enterarse.
– ?Matty!
– Pero hay otras rosas -objeto el-, como la que tiene Sophie en el pelo.
– Una quatre-saisons -replico Mathilde con altivez-, tambien conocida como Damasco de Otono. Una excepcion a la regla. Suele tener una segunda floracion, pero no puede contarse con ella. -Y anadio con tardia lealtad-: Aunque las de Sophie nunca fallan. Rinaldi dice que podria plantar una col y saldria una rosa de ella.
– ?Rinaldi…?
– El buhonero que me vendio el rosal rojo. Pero de joven fue marinero. En su ultimo viaje, hace muchos anos ya, llego hasta China, donde vio rosales como este, cientos de ellos, creciendo en macetas. En los climas calidos florecen todo el ano. -En la voz de Sophie habia una nota sonadora-. Rinaldi comprendio el valor que tenia un rosal que florece continuamente y compro todos los que pudo.
– Los trajo aqui plantados en tazas de te -intervino Mathilde-, tan pequenos eran.
– La mayoria de las plantas no sobrevivieron el viaje, y vendio las que si lo hicieron. Pero se guardo dos arbustos, que planto en una parcela que compro con el dinero que habia ganado. Se proponia sentar la cabeza, tomar una mujer y criar hijos, tener una cabra y vivir el resto de sus dias cultivando su huerto. Pero Rinaldi nacio trotamundos. -Sophie se encogio de hombros-. Se canso, naturalmente.
Stephen habia cogido una de las flores rojas y la estaba oliendo.
– Lo primero que todo el mundo hace con una rosa es olerla -dijo Mathilde-. ?Te has dado cuenta?
– Los ninos poseen una mente tan increiblemente inquisidora… -dijo el con una amplia sonrisa.
– Eso no lo han dicho los ninos, lo he dicho yo. Estoy sumamente adelantada para mi edad.
Stephen seguia sosteniendo la flor junto a su cara.
– Tenemos la musica para entrenar el oido, el arte para entrenar la vista y educamos el paladar con manjares y vino. ?No os parece que tenemos vergonzosamente abandonado el olfato?
– Tal vez por eso tienen en nosotros un efecto tan poderoso los olores -replico Sophie-. No hemos sido educados fuera de nuestra respuesta instintiva a ellos.
– Es imposible describir una fragancia -dijo el-. Esta es delicada. Y distinta de la que esperaba. No huele como… como una rosa.
– Lo se. -Sophie se sostuvo sobre un pie y fruncio el entrecejo.
Stephen le puso una mano en el brazo. Ella bajo la vista hacia sus dedos, de grandes nudillos y largas articulaciones. Tenia un pequeno aranazo en la muneca, entre el vello rubio.
– He venido a verla porque… en fin, mi tobillo esta del todo curado, como sabe, y no quisiera seguir abusando de su amabilidad…
Se marcha, penso Sophie, que habia estado preparandose para ese momento. Ahora habia llegado. Se sostuvo sobre el otro pie.
– … pero queria saber si puedo pasar unas semanas mas con ustedes. Prometo no estorbar y hacer largos paseos con mi cuaderno de bocetos…
– Y un angel, tal vez -dijo Mathilde, en voz muy baja, a una abeja.
Ese mirlo… ?Habia estado en la pared del patio todo el tiempo, silbando de ese modo?
6
A1 volver andando del pueblo por el frondoso sendero que llevaba a su casa, a Sophie le habia salido al encuentro Mathilde.
– ?Ha llegado! Pense que estabamos a salvo otra semana.
– ?Has encerrado a Brutus ?
– Vive la liberte.
Sophie apreto el paso.
En el patio habia caballos, un carruaje, criados con librea. En el salon, Claire y Stephen se habian sentado lejos el uno del otro. Sophie advirtio que su hermana llevaba uno de sus vestidos mas bonitos, de muselina con un estampado de ramitos de rosas; la clase de vestido que una esposa se pondria para recibir a un marido al que no ha visto en seis semanas. De haber sabido que iba a verlo.
Hubert se paseaba por la estancia, hablando y toqueteando cosas. El cabello le raleaba, pero habia conservado su color; estaba tan orgulloso de su oscuro brillo que rara vez llevaba peluca. Sophie se habia dicho a menudo que un hombre de tez encendida y cabello oscuro no podia evitar parecer enojado; infelizmente para su teoria, su cunado siempre lo estaba.
– Que inesperado placer. Pensabamos que la semana que viene… -Al inclinarse para besarlo, retrocedio ante su horrible aliento.
Todo -el pasearse, el toqueteo, el retroceder- era bastante habitual.
– No os habeis enterado de nada, naturalmente, aislados en este atrasado lugar. -La seguridad en si mismo y las acusaciones eran endemicas en la conversacion de Hubert-. Esos cretinos de Paris se han superado a si mismos. Se han quedado toda la noche levantados en la Asamblea Nacional y han llegado a la conclusion de que su deber patriotico es suprimir todos los derechos feudales. Por supuesto, la mitad de esos diputados no tienen nada de su propiedad, lo que hace mas vivo su deseo de rebajarnos a todos a su nivel.
La mirada de Stephen iba de Claire a Sophie; una explicacion no habria estado de mas. Hubert tenia la firme intencion de proporcionarle una.
– Los privilegios de los que nuestras familias se han valido durante siglos. Sus legitimas fuentes de ingresos. -Empezo a enumerarlas con los dedos-: Los peajes y pontazgos, los censos, los derechos pagados por el uso del hogar, los impuestos sobre la venta de mercancias en ferias, el pago en especie, el pago en dinero. -Sus antepasados habian dado la vida por Francia, primogenito tras primogenito, durante generaciones. Se mordio el interior de la mejilla, abrumado por la injusticia de todo ello.
– ?No se olvida de algunos de los privilegios mas controvertidos, mi querido Monferrant? -pregunto Saint-Pierre desde el umbral. El primer ano de matrimonio de Claire, en pro de la justicia, se habia sentado a hacer una lista de las buenas cualidades de Hubert. Despues de «tiene excelente mesa», reflexiono un rato y se le ocurrio «directo».
Hubert arremetio con la punta de la bota contra un trozo gastado de alfombra. Los hombres como su suegro estaban hundiendo el pais. Una esposa hermosa y consciente de la diferencia de su rango era una cosa; el problema era la familia.
Saint-Pierre selecciono una silla que pudiera acomodar su mole y se volvio hacia Stephen. Se llevo los dedos entrelazados al monticulo de su tripa. Sus hijas se miraron con los ojos en blanco: su padre, el magistrado.
– Considere el caso del mainmorte: exige que el campesino obtenga el permiso de su senor para vender su propia tierra. Tambien le prohibe legarla a alguien que no sea un pariente directo que haya vivido bajo su techo. Y luego estan los antiguos derechos de caza que permiten al aristocrata criar aves rapaces que comen a su antojo los cultivos de los campesinos. Cuando las cosechas son malas, como el ano pasado, es lo que mas resquemores suscita.