El Abisinio - Rufin Jean-christophe (библиотека электронных книг .txt) 📗
IV LA OREJA DEL REY
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Hasta Alejandria no ocurrio nada digno de mencion. El jesuita velaba por los tres abisinios y se adelantaba a sus menores deseos. Los desgraciados no decian una palabra pero parecian preguntarse por que, de repente, aquel hombre se comportaba como su esclavo si ellos no se habian convertido en su senor. En cuanto al canciller Flehaut, no despego los labios durante toda una etapa y sufria lo indecible cuando las necesidades del viaje le obligaban a perderse la hora habitual de sus comidas.
Alejandria fue el escenario del primer incidente grave. Los dos coches llegaron al puerto al caer la noche y se dirigieron hacia un antiguo lazareto que un frances llamado Rigot habia transformado en hotel. Era un hombre del senor De Maillet, e informaba al consul a cambio de proteccion. Este acogio a los viajeros, les dio de cenar y los alojo en dos pabellones discretos donde les sirvio el mismo. Pero desgraciadamente el cochero de la calesa donde viajaban los abisinios, un viejo arabe de Alejandria, prefirio pasar la noche en su casa, y de camino se encontro con un primo suyo, que era uno de los muftis mas violentos de aquel barrio popular. Le hablo de los abisinios y de la escolta de francos, y el primo se metio esta interesante noticia en el bolsillo de su chilaba.
La manana siguiente era el dia del embarque en la galera real. En el puerto reinaba un ambiente muy bullicioso; la multitud de porteadores con bultos en la cabeza subia y bajaba por las pasarelas del barco. La gente se saludaba entre los puentes y el muelle, y desde la sombria planta de los remeros llegaban voces. El sol, en su cenit, hacia reverberar el enlucido blanco de las fachadas del puerto, las banastas de frutas y hasta las toscas telas de los sacos que izaba una grua de madera. La carroza en la que viajaban Jean-Baptiste, el padre Plantain y Flehaut se abrio paso lentamente entre aquel tumulto. Unos ninos jugaban a agarrarse a las grandes ruedas de madera del carruaje. Cuando se detenia, uno u otro estaba cabeza abajo y se reia. Detras iba el cabriole, cuya capota adquiria al sol un color azul de ultramar. Paulatinamente, la multitud se interpuso entre los dos vehiculos, que quedaron a varios metros de distancia entre si, mientras el jesuita, pegado a la ventanilla posterior de la primera carroza, lanzaba exclamaciones de contrariedad y de inquietud. El convoy estaba aun a cincuenta pasos del navio cuando se produjo un altercado tan violento y tan rapido que sorprendio a todos. Un egipcio alto, vestido con una amplia tunica ocre y tocado con un casquete ribeteado de encaje, se acerco al cabriole, que estaba practicamente parado, y retiro con brusquedad la capota azul. Los tres abisinios aparecieron a pleno sol, hechos un ovillo y aterrorizados. En ese mismo momento, otro individuo que aparecio por el lado izquierdo del caballo se planto al lado del cochero y le ordeno que se detuviera, exigencia que el viejo arabe acato de muy buen grado, sobre todo porque el hombre que estaba junto a el era su primo. Este se puso a lanzar energicas exclamaciones de almuecin, y todos los musulmanes que se concentraban en el puerto levantaron la vista para escucharlo. Empezo a soltar una vehemente arenga senalando a los tres abisinios que estaban hechos un ovillo en sus sayos de muselina. Y de vez en cuando, el provocador levantaba el puno hacia la primera carroza.
– Voy para alla -dijo el padre Plantain, agarrando la manija de la portezuela.
Pero Jean-Baptiste se lo impidio.
– Si va sera hombre muerto -dijo.
Luego saco la cabeza por el hueco situado a espaldas del cochero y le ordeno que hiciera avanzar los caballos como fuera. El cochero, que era un aleman de la colonia, le entendio enseguida. Dio unos latigazos a los caballos, que se encabritaron y abrieron paso entre el gentio vociferante. Poco despues el vehiculo llego junto al navio. Poncet corrio a bordo empujando al tembloroso Flehaut, al tiempo que tiraba firmemente con la mano del jesuita que pretendia socorrer a los abisinios. En el portalon se toparon con el capitan, que les esperaba con el cadi. Aquel viejo dignatario musulman estaba dispuesto a ejecutar las ordenes del pacha, tal como ya se habian asegurado el dia anterior, siempre y cuando se agregara una retribucion sustanciosa para dar mas valor a su palabra. Pero el cadi ya les habia advertido de antemano que aunque el Gran Turco hubiera dado su autorizacion, estaba prohibido embarcar cristianos africanos. La operacion podia ser delicada, pues independientemente de la posicion que ocupara, cualquier musulman tenia derecho a oponerse con toda legitimidad. No obstante, ahora que se habia producido aquella circunstancia irreparable, el procer levanto los brazos al cielo y afirmo que no se podia hacer nada.
Ya no se veia el cabriole, que fue asaltado por un grupo de hombres vocingleros. El padre Plantain se retorcio las manos con una expresion de profundo dolor.
Jean-Baptiste, que no habia perdido el tiempo, termino de embarcar el equipaje con la ayuda de dos marinos. En el momento en que subian a bordo los ultimos baules, vieron que la multitud abandonaba el cabriole y se alejaba empujando con ellos a los tres abisinios, de los que apenas se distinguia de vez en cuando un palmo de algodon blanco. El mufti que habia capitaneado el asalto dirigio luego su perorata contra la carroza de los francos, y parte del populacho se aproximo. Poncet le indico al aleman con una senal que podia partir; el postillon hizo restallar el latigo, los caballos se echaron al galope y la carroza desaparecio en una confusion de gritos, sandias reventadas y polvo de harina. Sin embargo, el gentio, enfurecido ante esa partida, empezo a senalar el navio, y varios moros con el torso desnudo saltaron sobre las amarras para intentar trepar hasta cubierta.
El segundo de a bordo llevo a los tres francos hasta una sala oscura sobre el alcazar y atranco la puerta. Entretanto, el capitan, con la ayuda del resto de la tripulacion, intentaba mantener a raya al gentio. En el muelle, cientos de voces clamaban que la venganza del Profeta cayera sobre los ladrones de africanos.
Finalmente el gentio se disperso y la galera pudo soltar amarras. En cuanto estuvieron en mar abierto, el capitan fue a liberar personalmente a los viajeros y a presentarles sus respetos.
– ?Que pasara con los abisinios? -pregunto el padre Plantain, mas trastornado por la noticia que si hubiera perdido a sus propios hijos.
– A estas horas -dijo con cortesia el capitan- probablemente ya seran turcos. Mahoma tiene tres fieles mas. Tal vez sea muy triste para ellos, pero alegremonos porque el Rey de Francia ha estado a punto de tener tres subditos menos.
Tras decir esto con una sonrisa, agarro con familiaridad a Poncet y al jesuita del brazo y les invito, conjuntamente con Flechaut, a dirigirse hacia la camara de oficiales. Pero ni siquiera el buen humor de aquel marino oriundo de Flandes, nacido en Dieppe, que se hacia llamar De Hooch, pudo impedir que ese incidente sumiera a los tres pasajeros en una pertinaz melancolia durante todo el viaje.
Era el mes de octubre. En el mar soplaba un vivificante viento de popa que favorecio el descanso de los condenados a galeras. Aparte de los remeros que no se veian, la tripulacion era de militares que hablaban poco. La etapa mas larga del viaje se prolongo hasta Agrigento. Cuando se perdio de vista la costa egipcia, Flehaut se encerro en su camarote y se resistio con tanto ahinco a tomar alimento que estuvo en un tris de morir de inanicion. Poncet mando que le sirvieran unos remedios en las sopas, pero en realidad no agregaba nada. El canciller agradecio al medico los cuidados dispensados, sin sospechar que mas bien debia darle las gracias al cocinero.
El jesuita tampoco era mejor companero. Rezaba horas enteras en la proa, y el grumete que fregaba el puente hacia un circulo a dos pasos de donde estaba el cura para no molestarle. Jean-Baptiste penso que posiblemente pedia perdon a Dios por el asunto de los esclavos abisinios. Pero al cabo de dos dias se dio cuenta de que el cura tenia mas miedo que otra cosa, y que si invocaba al cielo era mas bien a proposito del futuro que del pasado. Su unico anhelo era no naufragar.
El capitan De Hooch, hijo de marino y leal soldado, fue la unica persona con quien Jcan-Baptiste mantuvo conversaciones francas y placenteras. Aquel hombre habia luchado valientemente en la guerra de Holanda. Habia sido el segundo de a bordo en un barco que habia tomado parte, bajo el fuego, en la victoria de Beachy Head, a las ordenes de Tourville. De Hooch profesaba al rey Luis XIV una autentica devocion, aunque solo habia visto al soberano una vez y desde muy lejos. No obstante conocia muchas de sus gestas, anecdotas de su infancia -en los anos de la Fronda- que habian conmovido a todo el pais; cronicas de su gloria, de sus batallas, de su matrimonio y de sus alianzas; tambien aventuras amorosas, y el retrato popular que habian hecho de el sus amantes y sus bastardos. En los ultimos cinco anos de navegar por Oriente, De Hooch no habia tenido acceso a los episodios mas recientes, asi que solia hablar del primer periodo de su reinado -que se habia convertido en una leyenda- y de la unica guerra donde habia tomado parte personalmente. Si Poncet hubiera estado en Europa los anos anteriores, habria comprendido que De Hooch no sabia nada que no supieran los franceses. Pero alli, en aquel paisaje de olas verdes y malvas, bajo aquellos claros de nubes iluminados por rayos oblicuos, la vida de Luis XIV, contada por un marinero, adquiria la grandeza de un canto griego. Gracias a los cientos de lances sentimentales o gloriosos de la vida del Rey que el capitan conocia con todo lujo de detalles, Jean-Baptiste creyo penetrar en la intimidad del semidios, del mismo modo que un pastor de Ovidio imagina durante la siesta que tutea a Zeus. La fascinacion que poco a poco habia despertado la figura del Rey Sol entre sus compatriotas prendio de repente en Jean-Baptiste, como esos adultos que reciben el bautismo ante sus hijos. En definitiva, estaba volviendo a ser frances.
Hicieron una escala de cinco dias en Agrigento. Una noche, el capitan, el padre Plantain y Poncet fueron a cenar a un meson con terraza pues el tiempo era aun apacible para cenar al aire libre, aunque el emparrado se estremecia ya con las repentinas borrascas del otono. Al regresar a bordo descubrieron con disgusto que les habian robado el tabaco destinado al Rey. Flehaut, que dormia en el camarote vecino, no habia oido nada, y seguramente seria verdad, a menos que su esposa no le hubiera aconsejado antes de partir que se cuidara bien de no acusar a nadie. El capitan interrogo a los hombres que estaban de guardia, y estos aseguraron que habian visto deslizarse a unos ninos por las amarras. Hubo sanciones, pero el tabaco de Luis XIV se fumo igual, probablemente en alguna parte de las montanas verdes y grises que dominaban el puerto.