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El Abisinio - Rufin Jean-christophe (библиотека электронных книг .txt) 📗

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– ?Aqui! ?Aqui! ?Guardias, guardias, van a matarme! -empezo a vociferar el hombte que Poncet tenia a su merced.

– ?Mace! -exclamo Jean-Baptiste.

El secretario grito aun mas fuerte. El consulado no estaba lejos. Se oyeron ruidos metalicos procedentes de algun lugar cercano a la escalinata; probablemente eran los guardias que tomaban las armas. Las ventanas se iluminaron y tres hombres salieron a la calle. Mace seguia chillando, y Poncet comprendio que si bien los primeros gritos habian sido producto del miedo, con estos ultimos solo pretendia llamar la atencion para que apresaran a su adversario. Mace miraba a Jean-Baptiste mientras gritaba, y a pesar de la incomoda posicion en que estaba y del punal que tenia en el cuello, sonreia con una expresion ironica y de desden.

«?Crees realmente que eres tu el que me tienes a mi?», parecia preguntarle.

La guardia se acercaba corriendo, asi que Jean-Baptiste solto a su prisionero y huyo. Los tres centinelas lanzaron exclamaciones de sorpresa al descubrir a Mace, sentado en el suelo, frotandose la garganta. No obstante, les ordeno que no persiguieran a su agresor.

Aparte de aquel incidente, la noche fue tan tranquila como siempre. Sin embargo, tres personas no durmieron. Jean-Baptiste se preguntaba si Alix habria podido regresar a tiempo. Ignoraba que habia llegado al consulado sin contratiempos, que se habia acostado inmediatamente y que nadie habia pensado siquiera en comprobar si estaba en su habitacion. Alix habia oido el alboroto de la refriega y los gritos de un hombre, y temia que a Jean-Baptiste le hubiera ocurrido algun percance. El senor Mace, tumbado completamente vestido en su estrecha cama de hierro, se preguntaba que actitud debia adoptar al dia siguiente. El consul estaria enterado de que alguien le habia atacado y deberia decir quien. La idea de denunciar a Poncet le satisfacia enormemente. Al fin y al cabo, si habia seguido a Alix y su sirvienta era para desenmascarar las verdaderas intenciones del boticario, a partir de sus observaciones previas. Pero ?como iba a justificar semejante atropello? ?Que motivo podia propiciar la agresion de Poncet? Sin duda, tendria que hablar de la cita. De hecho, todo estaba muy claro y aquello no afectaria personalmente al consul hasta que alguien le hiciera ver que su hija se precipitaba hacia el deshonor. Si, pero ?como iba a hacer una acusacion tan grave sin pruebas? Ese diablo de Poncet era capaz de tergiversar el asunto para defenderse y acusarle a el, Mace, e incluso podia ponerle en un compromiso. Por otra parte, era demasiado tarde para intentar sorprender de nuevo a los amantes, pues Poncet partia para Versalles al dia siguiente. Por fin, hacia las cinco de la manana, Mace tomo una decision y se durmio mas tranquilo.

Jean-Baptiste, que tampoco habia dormido mucho, se levanto de la cama al amanecer, comprobo una vez mas su equipaje, sobre todo elcontenido del cofre de los remedios con el que viajaba siempre y se fue en busca del jesuita. Mientras terminaba de decir misa, Jean-Baptiste le espero dando vueltas delante del oratorio. Despues fueron al consulado para despedirse. Por encima de todo Poncet queria adelantarse a que el consul le convocara, y no tener que presentarse solo.

El senor De Maillet los recibio media hora despues en batin y sin peluca. Les deseo buena suerte para su mision, con el semblante contrariado. Rogo al jesuita que saludara de su parte al conde de Pontchartrain si tenia el honor de que se lo presentaran, le pidio que cuidara del canciller Flehaut, que tenia poca experiencia en los viajes, y finalmente pidio al padre Plantain que le permitiera conversar a solas con el senor Poncet.

El consul se levanto y se llevo al boticario tras el hasta el otro extremo del gran salon, a una esquina. La luz aun baja del sol matinal atravesaba la oscuridad polvorienta con rayos oblicuos y envolvia a los dos hombres en una especie de bruma mate, sobre el fondo carmesi de las colgaduras.

– Me han informado -dijo el consul casi en un murmullo- que anoche agredio a mi secretario.

– Me siguio. No lo reconoci.

– Le siguio para desenmascararle. Parece que estaba usted deshonrando a una joven.

– ?Acaso tiene la mision de proteger las virtudes de esta colonia?

– En todo caso, tampoco es la suya comprometerlas.

El consul habia replicado en un tono bastante alto. Miro hacia el jesuita, que no se habia movido y que seguia contemplando amorosamente sus manos a diez pasos de ellos.

– Creame, si alguna familia le denuncia en su ausencia, tomare medidas y transmitire la sancion a Francia para que sean aplicadas.

«Bueno -penso aliviado Jean-Baptiste-, no sabe lo mas importante.» Y se inclino respetuosamente.

– Me han dicho tambien -prosiguio el consul visiblemente molesto- que ha perdido el sentido de la sensatez hasta… hasta el punto de buscar un encuentro, una relacion con… mi propia hija.

– Ah, senor consul, con su hija ocurre algo muy distinto.

– ?Y que es, si puede saberse?

Definitivamente, cada vez que partia, como si se tratara de un desafio, un juego y probablemente un despecho tambien, Jean-Baptiste se veia llevado a consumar ante el consul un gesto de insolencia y deaudacia que dedicaba a su bien amada. La primera vez, antes de abandonar El Cairo hacia Etiopia, habia conseguido que cuidase de su casa. Y en esta ocasion se quedo casi pasmado al oirse decir, con el tono de cuchicheo de aquella conversacion:

– Pues bien, con ella se trata simplemente de amor.

El consul se enderezo de golpe, como si un sicario le hubiera dado una punalada en los rinones.

– La amo -insistio Jean-Baptiste sin bajar los ojos-. Y tengo la debilidad de pensar que ella tambien…

– ?Callese, y quitese ahora mismo esas ideas de la cabeza! -dijo el consul con severidad.

– No son ideas…

– ?Ya basta! -di|o-. Hace mucho tiempo que estoy al corriente de sus intenciones. Pero esperaba que ya hubiera renunciado a alimentar esos suenos absurdos.

– Los alimento y me nutren.

– Pues buen provecho, pero no se atreva a ir mas lejos. Tengo otros proyectos para mi hija.

– Antes de proponerselos, sepa que tengo la intencion de pedirlo a usted su mano.

El senor De Maillet solto unas ruidosas carcajadas que resonaron en el gran salon, y luego continuo con ironia:

– Esto es lo que se dice una declaracion en toda regla: en el vano de una ventana, diez minutos antes de salir de viaje y de la boca de un boticario.

Sonreia con ese aire de desden compasivo que uno siente ante un payaso que ejecuta una pirueta.

– No es una declaracion -dijo firmemente Jean-Baptiste-, es una advertencia. Volvere con el favor del Rey y con el rango de nobleza necesario para hacerme valer. Solo en ese momento hare una declaracion en toda regla. De lo que se trata es que de ahora hasta entonces no se adquieran otros compromisos.

Estas palabras habian sido para Jean-Baptiste un calmante, como el placer que otorgan siempre la insolencia y los gestos de revancha, pero al mismo tiempo se reprochaba haber cometido tan enorme desliz. Aquella era una manera imperdonable de ponerse al descubierto frente a un adversario al que no habia vencido todavia y a quien le ofrecia el regalo de mostrarse con toda la relajacion del triunfo cuando el otro aun podia golpearle. La madurez concede el privilegio de percatarse inmediatamente de estos errores y, como esa lucidez se paga con la nostalgia de no volver a cometerlos, intensifica el impetu con el que se aplica a uno un castigo.

– Tendre muy en cuenta esa advertencia, puede estar seguro -dijo el senor De Maillet con una sonrisa malvada antes de invitar a su interlocutor a reunirse con el jesuita.

Al mediodia partieron los tres en una carroza de cuatro caballos, alquilada a expensas del consulado. Detras, en una calesa con la capota azul completamente echada para que no se les viera, iban los tres abisinios sentados en un banco, tras un viejo cochero arabe. La comitiva se detuvo ante la residencia de Murad, donde cargaron los paquetes. El armenio se despidio de Poncet con lagrimas en los ojos, aunque en realidad se alegraba bastante de no tener que hacer aquel peligroso viaje. Se habia acostumbrado a la sinecura de El Cairo y estaba encantado de prolongarla.

Como siempre, el maestro Juremi y Jean-Baptiste se separaron sin mas efusiones que un abrazo fraternal. Esta vez Jean-Baptiste estaba muy seguro de que el protestante no se moveria de El Cairo. Era menos peligroso ir a explorar Abisinia que merodear por Versalles, en los dominios del Rey y de los jesuitas. El maestro Juremi prometio cuidar de Murad y transmitirle noticias a Alix, si podia. En el momento de subir a la carroza, Jean-Baptiste se llevo a su amigo aparte. Se quiera o no, un viaje siempre le pone a uno en las manos imprevisibles del destino, y no se habria perdonado separar a dos seres por haber querido obrar demasiado bien. Asi que le dijo a su amigo:

– Trata bien a Francoise. Me parece que te ama.

Ambos eran muy poco dados a hacerse confidencias. El hombreton miro de soslayo a Jean-Baptiste, bajo los ojos y habria tenido muchas dificultades para disimular su confusion si la agitacion de la partida no les hubiera devuelto a la realidad.

– ?Pero que hace, Poncet? Vamos con retraso -exclamo el jesuita.

El maestro Juremi corrio de un extremo a otro para cerrar las portezuelas y se quedo alli, viendo como se alejaban.

Los coches pasaron ante el consulado, donde solo aparecio la senora Flehaut, una figura delgada con un vestido de pano gris que saludo a su marido y luego se llevo las manos a la boca para contener un grito. Por segunda vez, Jean-Baptiste se alejaba lleno de confianza para acercarse a la mujer que amaba.

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