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Samarcanda - Maalouf Amin (серии книг читать бесплатно txt) 📗

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En las cancillerias del mundo entero apenas se lo creian. ?Se habria convertido Persia en un Estado moderno? Normalmente, semejantes rebeliones duraban anos. Para la mayoria de los observadores, tanto en Teheran corno en el extranjero, la respuesta podia resumirse en una sola palabra magica: Shuster. Su cometido superaba ya ampliamente el de un simple Tesorero General. Fue el quien sugirio al Parlamento que decretara fuera de la ley al antiguo shah y que se pegaran en las paredes de todas las ciudades un «Wanted» del mas puro estilo «Far West», ofreciendo importantes sumas a aquellos que ayudaran a la captura del rebelde imperial y de sus hermanos. Lo que termino de desacreditar al monarca derrocado a los ojos de la poblacion.

La ira del zar no se aplacaba. Para el estaba claro que sus ambiciones en Persia no podrian saciarse mientras Shuster estuviera alli. ?Habia que hacerle partir! Habia que crear un incidente, un grave incidente. Un hombre fue encargado de esta mision: Pokhitanoff, antiguo consul en Tabriz, convertido en consul general en Teheran.

Mision es una palabra pudica, ya que, en este caso, habra que hablar de conspiracion, cuidadosamente preparada aunque sin gran sutileza. El Parlamento habia decidido confiscar los bienes de los dos hermanos del ex shah, que habian dirigido la rebelion a su lado. Encargado, como Tesorero General, de ejecutar la sentencia, Shuster quiso hacer las cosas dentro de la mas estricta legalidad. La principal propiedad incluida en la confiscacion, situada no lejos del palacio Atabak, pertenecia al principe imperial que respondia al nombre de «Resplandor del Sultanato»; el americano envio, con un destacamento de la policia, a unos funcionarios civiles provistos de un mandamiento judicial en regla. Se encontraron cara a cara con unos cosacos acompanados de oficiales consulares rusos que prohibieron a los policias la entrada en la propiedad, amenazando con utilizar la fuerza si no se retiraban inmediatamente.

Cuando se le informo de lo que habia sucedido, Shuster envio a uno de sus ayudantes a la Legacion rusa. Fue recibido por Pokhitanoff que, con tono agresivo, le dio la siguiente explicacion: la madre del principe «Resplandor del Sultanato» ha escrito al zar y a la zarina para pedir su proteccion, que se le ha otorgado generosamente.

El americano no daba credito a sus oidos; que los extranjeros, dijo, dispongan en Persia del privilegio de la impunidad, que los asesinos de un ministro persa no puedan ser juzgados porque son subditos del zar, es inicuo, pero es una regla establecida, dificil de modificar; pero que unos persas, de la noche a la manana, coloquen sus propiedades bajo la proteccion de un monarca extranjero para burlar las leyes de su pais, es un procedimiento nuevo, inedito, inaudito. Shuster no queria resignarse. Dio la orden a los policias de ir a tomar posesion de las propiedades incluidas en la confiscacion sin usar la violencia, pero con firmeza. Esta vez Pokhitanoff no intervino. Habia creado el incidente. Su mision estaba cumplida.

La reaccion no tardo en producirse. En San Petersburgo se publico un comunicado afirmando que lo que acababa de suceder equivalia a una agresion contra Rusia, a un insulto al zar y a la zarina, y exigiendo excusas oficiales del Gobierno de Teheran. Trastornado, el Primer Ministro persa pidio consejo a los britanicos; el Foreign Office respondio que el zar no estaba bromeando, que habia congregado tropas en Baku, que se disponia a invadir Persia y que seria prudente aceptar el ultimatum.

El 24 de noviembre de 1911, el Ministro de Asuntos Exteriores se presento, pues, con la muerte en el alma, en la Legacion rusa y estrecho obsequiosamente la mano del Ministro plenipotenciario pronunciando estas palabras:

«Excelencia, mi Gobierno me ha encargado que presente excusas en su nombre por la afrenta que han sufrido los oficiales consulares de su gobierno.»

Sin dejar de estrechar la mano que se le tendia, el representante del zar replico:

«Sus excusas son aceptadas como respuesta a nuestro primer ultimatum, pero debo informarle de que un segundo ultimatum esta en preparacion en San Petersburgo. Le comunicare su contenido en cuanto lo reciba.»

Promesa cumplida. Cinco dias mas tarde, el 29 de noviembre a mediodia, el diplomatico presento al Ministro de Asuntos Exteriores el texto del nuevo ultimatum, anadiendo oralmente que habia recibido ya la aprobacion de Londres y que habia que aceptarlo en el plazo de cuarenta y ocho horas.

Primer punto: despedir a Morgan Shuster.

Segundo punto: no volver a contratar jamas a un experto extranjero sin obtener previamente el consentimiento de las Legaciones rusa y britanica.

XLVII

E n la sede del Parlamento, los setenta y seis diputados esperan; unos llevan turbante, otros fez o gorro, y unos cuantos «hijos de Adan», entre los mas militantes, van incluso vestidos a la europea. A las once, el Primer Ministro sube a la tribuna corno a un patibulo, lee con voz ahogada el texto del ultimatum y luego recuerda el apoyo de Londres al zar antes de enunciar la decision de su Gobierno: No resistir, aceptar el ultimatum, despedir al americano; en una palabra, volver a estar bajo la tutela de las potencias antes que ser aplastados bajo su bota. Para intentar evitar lo peor, necesita una orden clara; por lo tanto, plantea la cuestion de confianza, recordando a los diputados que el ultimatum expira a mediodia, que el tiempo esta contado y que los debates no pueden eternizarse. A lo largo de su intervencion, no ha cesado de dirigir miradas inquietas hacia la galeria de los invitados, donde se pavonea Pokhitanoff, a quien nadie se ha atrevido a prohibir la entrada.

Cuando el Primer Ministro vuelve a su sitio, no se producen abucheos ni aplausos. Solo un silencio aplastante, abrumador, irrespirable. Luego se levanta un venerable sayyid, descendiente del Profeta y modernista de los primeros tiempos, que siempre ha apoyado con fervor la mision de Shuster. Su discurso es breve:

– Quiza sea la voluntad de Dios que se nos arranque por la fuerza nuestra libertad y nuestra soberania. Pero no las abandonaremos por voluntad propia.

Nuevo silencio. Luego otra intervencion, en el mismo sentido e igualmente breve. Pokhitanoff consulta su reloj ostensiblemente. El Primer Ministro lo ve, saca a su vez la cadena de su reloj de bolsillo cincelado y se lo acerca a los ojos. Son las doce menos veinte. Esta trastornado y golpea el suelo con su baston, pidiendo que se pase ya a la votacion. Cuatro diputados se retiran precipitadamente, con diversos pretextos; los setenta y dos que quedan dicen todos «no». No al ultimatum del zar. No a la partida de Shuster. No a la actitud del Gobierno. Por ello, el Primer Ministro esta ya considerado como dimitido y se retira con todo su Gabinete. Pokhitanoff tambien se levanta; el texto que debe telegrafiar a San Petersburgo esta ya redactado.

La gran puerta se cierra de un portazo, cuyo eco resuena durante largo rato en el silencio de la sala. Los diputados se quedan solos. Han ganado, pero no tienen ningun deseo de celebrar su victoria. El poder esta en sus manos; el destino del pais, de su joven Constitucion, depende de ellos. ?Que pueden hacer? ?Que quieren hacer? No lo saben. Sesion irreal, patetica, caotica y, en ciertos aspectos, infantil. De vez en cuando surge una idea pronto desechada:

– ?Y si pidieramos a Estados Unidos que nos enviaran tropas?

– ?Por que iban a venir? Son los amigos de Rusia. ?No fue el presidente Roosevelt quien reconcilio al zar con el mikado?

– Pero esta Shuster. ?No querrian ayudarle?

– Shuster es muy popular en Persia; en su pais apenas conocen su nombre. A los dirigentes americanos no les debe agradar que se haya enemistado con San Petersburgo y Londres.

– Podriamos proponerles que construyeran un ferrocarril. Quiza muerdan el anzuelo, quiza vengan en nuestra ayuda.

– Quiza. Pero no antes de seis meses y el zar estara aqui dentro de dos semanas.

?Y los turcos? ?Y los alemanes? ?Y por que no los japoneses? ?No han aplastado a los rusos en Manchuria? Y de pronto un joven diputado de Kirman sugiere, sonriendo apenas, que se ofrezca el trono de Persia al mikado. Fazel explota:

– ?Es necesario que sepamos de una vez por todas que ni siquiera podremos recurrir a la gente de Ispahan! Si entablamos la batalla, sera en Teheran, con la gente de Teheran, con las armas que hay en este instante en la capital. Como hace tres anos en Tabriz. Y no enviaran contra nosotros mil cosacos, sino cincuenta mil. Debemos saber que lucharemos sin la menor posibilidad de ganar.

Viniendo de otra persona, esta descorazonadora intervencion habria suscitado un torrente de acusaciones. Viniendo del heroe de Tabriz, del mas eminente de los «hijos de Adan», las palabras se toman por lo que son, la expresion de una cruel realidad. A partir de ahi, es dificil predecir la resistencia. Sin embargo, es lo que hace Fazel.

– Si estamos dispuestos a luchar es solo para preservar el futuro. ?No vive aun Persia con el recuerdo del iman Hussein? Sin embargo, ese martir no hizo mas que entablar una batalla perdida, fue vencido, aplastado, aniquilado, y es a el a quien honramos. Persia necesita sangre para creer. Somos setenta y dos, como los companeros de Hussein. Si morimos, este Parlamento se convertira en lugar de peregrinacion, y la democracia estara anclada durante siglos en la tierra de Oriente.

Todos decian que estaban dispuestos a morir, pero no murieron. No es que fallaran o traicionaran su causa. Por el contrario, trataron de organizar las defensas de la ciudad, se presentaron numerosos voluntarios, sobre todo «hijos de Adan», como en Tabriz. Pero no habia solucion. Despues de haber invadido el norte del pais, las tropas del zar venian ya hacia la capital. Unicamente la nieve retrasaba un poco su avance.

El 24 de diciembre, el Primer Ministro destituido decidio tomar de nuevo el poder con un golpe de fuerza. Con la ayuda de los cosacos, de las, tribus bajtiaris, de una parte importante del ejercito y de la policia, se adueno de la capital e hizo proclamar la disolucion del Parlamento. Varios diputados fueron detenidos. A los mas activos se les condeno al exilio. Fazel encabezaba la lista.

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