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El Abisinio - Rufin Jean-christophe (библиотека электронных книг .txt) 📗

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– E lamentable, realmente lamentable -dijo el hermano Pasquale, sacudiendo la cabeza-. ?Due occasioni perduti en apenas cuatro dias! Due de nuestros hermanos debian partire con un mercader arabo que iba a buscar un medico per el Negus. Ma el hombre ha desaparecido.

– ?No es posible! -exclamo el consul, sudando a mares-. Comprendo que este disgustado.

El diplomatico agrego algunas frases de condolencia, pero el capuchino no era hombre prodigo en palabras vanas, y cuando comprendio que no le sacaria nada mas, se despidio con brusquedad del consul y se fue.

La vida estaba llena de coincidencias. El hermano Pasquale lo sabia y conocia demasiado bien Oriente para intentar desenmaranar todas las incognitas de la existencia. Aun asi, le parecia que habian enviado la mision demasiado deprisa y que el consul estaba demasiado nervioso para ser honesto. Con estos pensamientos desaparecio en la ciudad arabe para proseguir con su investigacion.En cuanto el capuchino salio del consulado, el senor De Maillet se desprendio de la peluca bajo la que traspiraba horriblemente. Se volvio hacia el senor Mace y, antes de haber tenido tiempo para dar rienda suelta a su perorata, vio a su secretario caer de rodillas contra el entarimado con un ruido de nuez partida. Nunca se imploraba en vano el perdon, de manera que el senor De Maillet decidio ser benevolo y retenerle el sueldo durante dos meses como unica sancion.

La gran caravana llego por fin a Manfalout. Aparecio con las primeras horas del alba, cuando la ciudad estaba todavia adormecida. La vispera por la noche, la gran plaza del mercado solo era un descampado desierto de arena gris por donde merodeaban algunos perros flacos. Pero a la manana siguiente ya estaba repleta de camellos arrodillados, fardos sujetos con cuerdas y telas extendidas sobre estacas de madera a modo de refugios. Una multitud de hombres avanzaba a gritos, todos ellos ataviados con tunicas azules y un turbante en la cabeza o suelto sobre los hombros como un chai. Las teteras de laton se calentaban en fuegos de lena. Una espesa humareda azulada que producia la carne de cordero puesta a asar sobre las ascuas se extendia por todo el campamento.

Hadji Ali conocia bien al jefe de la caravana, un tal Hassan El Bilbessi, y esta circunstancia le permitio hacer enseguida algunos negocios. Intercambio sus cinco mulas por dos camellos, primero porque eran mas baratos que en El Cairo, y segundo porque con ellos seria mas facil internarse en los desiertos. Desgraciadamente, los dos animales que acababa de adquirir, a duras penas podian soportar la carga de las mulas. A resultas de esto, Hadji Ali anuncio con una sonrisa malvada que Joseph no tendria montura y que deberia caminar junto a las bestias, como los esclavos nubios, con la diferencia de que estos estaban acostumbrados a caminar por la arena.

El padre De Brevedent acogio esta ultima humillacion sin rechistar, e incluso convencio a su companero para que no protestara, argumentando que no debian despertar sospechas.

Jean-Baptiste empezaba a pensar que el jesuita se complacia excesivamente en la sumision. Por lo demas, ahora ya no simpatizaba tanto con el como dias atras. Era demasiado palpable que el religioso guardaba las formas por educacion, simplemente. Brevedent se mostraba prudente en todo momento, y aunque parecia complacido cuando paseaba con Jcan-Baptiste, este pronto se dio cuenta de que preferia eludir tales salidas. Su unico deseo autentico era esconderse detras de un seto de chumberas para rezar y practicar los ejercicios espirituales que alimentaban su fe. Un breve dialogo fue suficiente para medir sus diferencias abismales.

Cuando Jean-Baptiste le pregunto acerca de su vocacion, el supuesto Joseph respondio con un aplomo ingenuo:

– Es muy sencillo. Naci en el seno de una familia acomodada, de alcurnia. Y todo me ha resultado facil; solo he tenido que aprender aquello que me ensenaban. Asumi el proyecto de la creacion sin esfuerzo, a traves de ese lenguaje que se llama ciencia. Dios me ha colmado con las gracias de su Providencia. El me ha dado todo, y yo solo he querido devolverselo.

– Pues mi caso es completamente diferente -dijo Jean-Baptiste-. Yo naci sin familia y muy pobre. A los seis anos me pusieron al servicio de un boticario. Su hija, por capricho, me enseno el alfabeto como quien ensena cabriolas a un perro, para reirse. Esa es toda mi educacion. El resto lo he aprendido por mi cuenta, como he podido. En el fondo, si sigo su razonamiento deberia de decir que Dios no me ha dado nada y que yo he abandonado…

El jesuita lo miro aterrorizado con la expresion del nino que, al descubrir la falta de un companero de clase, teme sufrir el mismo castigo. Estaba claro que si no consideraba al medico como el diablo en persona, a buen seguro que lo imaginaba como uno de sus servidores. Probablemente siempre habria tenido este prejuicio, fundamentado sin duda en las piadosas advertencias del padre Versau y del consul. Aquel dia, Jean-Baptiste comprendio por primera vez que estaba solo. De repente anoro vivamente la amistad del maestro Juremi, su pasion por la verdad, que lo alejaba de toda hiprocresia, su generosidad y su peculiar sentido del humor.

Al cabo de dos dias la caravana abandono nuevamente Manfalout. Estaba formada por unas ciento cincuenta bestias, y se alineaba en una larga y lenta procesion, en la que Hadji Ali, Poncet y Joseph ocupaban practicamente el centro. Avanzaron dos leguas hacia Oriente y se detuvieron en la poblacion de Alcantara. Por un puente de piedra cruzaron un estrecho curso de agua, que supusieron un ramal del Nilo. La noche siguiente acamparon en el desierto, cerca de unas ruinas monumentales que representaban las piernas y los pies de un faraon sentado, sin cabeza ni busto a consecuencia de la erosion.Gracias a la benevolencia del jefe de la caravana, Hadji Ali y Poncet pudieron acomodarse en dos de los mejores lugares, entre los dedos del pie del coloso, alli donde los inmensos bloques de piedra formaban una suerte de grutas que los protegerian del frio nocturno.

Joseph preparaba la cena para sus amos. Poncet, que habia ido a hacerle compania junto al fuego mientras el hombre removia la sopa, advirtio enseguida que estaba mas nervioso que de costumbre.

– He estado con los camelleros hace un rato -dijo el jesuita- y he escuchado su conversacion.

– Y bien, ?que decian?

– Que hay otro franco en la caravana.

– Nada mas normal -respondio Poncet sin inmutarse-, los mercaderes van con regularidad al Alto Egipto y a Nubia…

La forma de ser del jesuita empezaba a sacarle de quicio. Le irritaba tanto aquella actitud de presunto testigo, su inquietud constante y su seriedad que en ocasiones tenia que controlarse para no propinarle un puntapie.

– Imaginese que esta solo en medio de una caravana de esta envergadura -gimio el padre De Brevedent- y que usted supiera, porque todo el mundo lo sabe, que hay otros tres cristianos. ?No iria a verlos lo antes posible?

– Entre los aventureros de Oriente hay quienes prefieren pasar desapercibidos ante sus semejantes -dijo Jean-Baptiste, a punto de perder la paciencia.

– Entonces vayamos en busca de ese hombre. Es el mejor medio de saber si huye de nosotros y lo que esconde.

Jean-Baptiste acabo cediendo por cansancio y porque la inquietud de aquel cura era contagiosa. Y acepto ir a dar una vuelta por el campamento. Joseph confio la cuchara a un nubio, no sin antes recomendarle que tuviera cuidado de que no se derramara la sopa. Dado que pronto anocheceria y que la caravana era muy larga decidieron separarse, de manera que el jesuita se fue por un lado del coloso de piedra y Poncet por el otro. El dia declinaba rapidamente. El sol rojizo desaparecia por el horizonte del desierto, y la luz rasante que difractaba el polvo del terreno difuminaba las siluetas, en una bruma borrosa. Antes de que se hiciera de noche, los dos hombres, cada uno por su lado, habian inspeccionado todos los grupos que habian podido aunque sin descubrir a nadie que tuviera la apariencia de un franco, de modo que el jesuita no se quedo tranquilo. El padre Versau le habia recomendado que tuviera cuidado con las intrigas de los capuchinos, y Brevedent veia su sombra detras de este misterioso asunto del viajero inaprehensible.

Los dias siguientes fueron muy duros pues recorrian un desierto pedregoso donde no habia ni una gota de agua. Joseph daba pena de ver. Cada vez que hacian un alto, iba a pegar sus labios resecos al odre de piel de cabra que colgaba de la montura de Poncet. A los dos dias estallaron sus sandalias de hebilla y se vio obligado a andar descalzo por el suelo abrasado por el sol. En una jornada, las plantas de sus pies se convirtieron en una sucesion interminable de ampollas sangrantes. Poncet abrio el cofre donde estaban dispuestos ordenadamente sus re-medios, y aplico a aquel desgraciado un unguento que seco las llagas de los pies y le alivio el dolor. Pero, al dia siguiente, cuando llego la hora de ponerse derecho, el jesuita palidecio y estuvo a punto de desmayarse. Al verlo en aquel estado, Jean-Baptiste le propuso montar en su lugar toda la jornada, pero Joseph se nego en redondo y camino todo el trayecto sin proferir una sola queja.

«A este hombre le apasiona obedecer -penso Jean-Baptiste-. Seguramente no hay nada que le de tanto miedo como la libertad.»

Afortunadamente, durante las horas siguientes aparecieron en el cielo algunas nubes; hacia menos calor y el suelo, en esta parte del desierto, estaba cubierto de un polvo fino que resultaba menos agresivo para los pies. Al atardecer, cuando hubieron acampado, Hadji Ali se presento para anunciarles que solo faltaba un dia de marcha hasta el gran oasis donde se detendrian algunos dias. Luego se marcho para compartir la "cena con el jefe de la caravana. Hassan El Bilbessi habia mandado sacrificar a un camello herido, y en ese momento su carne fibrosa se estaba asando en un gran fuego.

La manana siguiente fue tambien muy calurosa y Joseph aun siguio con sus padecimientos. Al caer la noche llegaron por fin al gran palmeral que los antiguos llamaban Oasis Parva y los arabes El Vah. Estaban en el punto mas extremo de la ruta bajo la autoridad del pacha. Un pequeno archipielago de palmeras comunicado por estrechos corredores vegetales sobresalia en una zona de pedruscos. El oasis era casi tan grande como una ciudad. Pequenos manantiales empapaban la tierra negra y alimentaban una hierba verde, alta y compacta. Algunas parcelas cultivadas estaban rodeadas por tapias de piedras planas. Aqui crecian plantas como la sena y la coloquintida. Por los senderos del palmeral pasaban grupos de ninos de tez oscura y silueta de polichinela que cargaban, entre risas, con calabazas deformes sobre la cabeza. Siguiendo con sus costumbres, Hadji Ali, que se alojaba en uno de los palmerales donde una indigena hospitalaria le contaba entre sus clientes mas fieles, obtuvo para Poncet una cabana de ramas de palmera trenzadas en la que habia una cama. Los camellos abrevaron en un estanque; luego los ataron y los dejaron pastar. Jean-Baptiste cedio su cama a Joseph y tendio una hamaca entre las dos palmeras.

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