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La batalla - Rambaud Patrick (читать книги онлайн .TXT) 📗

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Poco despues, incluso antes de que Lejeune preguntara por un nuevo uniforme para Vincent Paradis, suponiendo que tal cosa fuese posible, llego un mensajero para informarle de que habian tendido el puente pequeno. La caballeria de Lasalle y los coraceros de Espagne lo franquearian en seguida para ocupar los pueblos de la orilla izquierda, seguidos por el resto de la division Molitor. Lejeune fue a llevar estas ordenes.

Ahora estaba en la entrada del puente pequeno construido a toda prisa y agitado por el oleaje. Habian duplicado las tablas y la mayor parte de los pontones de apoyo estaban unidos a la orilla mediante gruesos cabos, pero el agua seguia subiendo y tanta improvisacion molestaba a Lejeune, pero no importaba, la obra daba la impresion de que resistiria. Los cazadores de Lasalle pasaron por detras del general, con su eterna pipa curva en la boca y el mostacho enmaranado, y una vez llegados a la otra orilla obligaron a sus caballos a saltar el talud para desaparecer entre los arboles. Alli estaba Espagne, corpulento, de cara cuadrada, muy palido, los carrillos comidos por unas patillas negras y tupidas, contemplando a sus coraceros que trotaban sobre el puente bamboleante. Tenia una expresion de inquietud en el semblante, pero no se produjo ningun incidente. Uno de los jinetes cruzo intencionadamente su mirada con la de Lejeune. Aquel tipo fornido, de casco adornado con crines y manto pardo, era Fayolle, a quien Lejeune habia golpeado en la cara la otra noche, cuando saqueaba la casa de Anna Krauss. Atrapado en el movimiento de las tropas, Fayolle tuvo que contentarse con fruncir las cejas, y franqueo a su vez el puente pequeno para desaparecer con el escuadron detras de la profunda espesura en la otra orilla. A continuacion, segun el plan previsto por el emperador y llevado a cabo por Berthier, siguio la division Molitor en pleno, excepto Paradis, quien se sentia feliz y veia a sus companeros de la vispera que transportaban las piezas de artilleria con la fuerza de sus brazos. El tirador se pegaba a los faldones de Lejeune, temeroso de que le olvidara, y se arriesgo a preguntarle:

– ?Que hago, mi coronel?

– ?Tu? -respondio Lejeune, pero no tuvo tiempo para proseguir, pues se oia un fragor de disparos en la orilla izquierda.

– ?Ah! Ya empieza… -dijo el coracero Fayolle a su caballo, dandole unos golpecitos en el cuello.

Unos ulanos se habian dejado tirotear por los soldados de infanteria franceses en el linde de un bosque, y se les veia huir al galope por los verdes campos. El general Espagne envio a Fayolle y dos de sus companeros a examinar el terreno. Los lugarenos habian huido de Aspern y Essling, su exodo habia sido observado a traves del catalejo, sus carros sobrecargados, los animales y los ninos, pero tal vez quedaban francotiradores capaces de hostigar y matar por la espalda. Fayolle y los otros dos avanzaban al paso en aquel paisaje interrumpido por praderas, grupos de arboles y charcas, protegidos por los oquedales, casi nunca al descubierto. Llegaron primero a Aspern, a orillas del rio. Dos largas calles convergian hasta desembocar en una placita ante el campanario cuadrado de la iglesia. Los exploradores desconfiaban sobre todo de las callejas transversales, en los recodos de las casas bajas de mamposteria, identicas, con un patio delante y, en la parte posterior, un jardin cercado por un seto vivo. Un muro rodeaba la iglesia, donde podian refugiarse tiradores, pero no artilleria. Una casa maciza, contigua al cementerio, con un jardin cerrado por un muro de tierra, debia de ser el presbiterio. Los hombres observaron estos detalles. Algunos pajaros emprendieron el vuelo ante la proximidad de los caballos. Por lo demas, no se oia ningun sonido humano. Los coraceros se volvieron un momento para examinar las ventanas, y entonces se cruzaron con una patrulla de los cazadores de Lasalle a quienes dejaron la inspeccion del pueblo para encaminarse al campanario vecino de Essling, que se atisbaba al este, a unos mil quinientos metros. Avanzaron hasta alli a traves de los campos despejados, evitando los hoyos llenos de agua y barro.

Fayolle entro el primero en la desierta poblacion de Essling. El pueblo se parecia al anterior, aunque era mas pequeno, con una sola calle principal y casas no tan agrupadas pero similares. Era preciso mirar por todas partes, percibir el menor sonido anormal. Sin duda no habia nada que temer, pero aquellos pueblos fantasmas causaban desazon. Fayolle trataba de imaginarlos vivos, con hombres y mujeres bajo los robles del paseo y, en los huertos, inclinados sobre sus verduras. Alli debia de haber un mercado, alla cuadras, mas alla un granero. «?Y si visitara los graneros? -se pregunto-. No han debido de llevarselo todo.» En aquel instante un rayo de sol incidio en el casco y en sus ojos. Alzo la cabeza hacia el segundo piso de una casa blanca. ?Era un rayo reflejado por los adoquines o alguien escondido que habria empujado una ventana? Nada se movia. Confio su caballo a uno de sus acolitos y trato de abrir la puerta de madera con el otro. La puerta tenia echado el cerrojo. Dio en vano un fuerte puntapie en la cerradura, que resistio, y se volvio para sacar la pistola de la funda de arzon y reventar la tosca cerradura.

– Eso no es discreto -dijo el otro coracero, que se llamaba Pacotte.

– Si hay gente, ya nos han visto. Y si solo hay un gato o una lechuza, que mas da.

– Claro, nos los comeremos encebollados.

Entraron en la casa con cautela, la pistola amartillada en una mano y el sable en la otra. Fayolle abrio los postigos con un hombro para ver bien. La sala estaba poco amueblada, solo habia una mesa ancha, dos sillas con asiento de paja, un cofre de madera abierto y vacio. Las cenizas de la chimenea estaban frias. Una empinada escalera daba acceso a los pisos superiores.

– ?Subimos? -pregunto Fayolle al coracero Pacotte.

– Si eso te divierte…

– ?Has oido?

– No.

Fayolle se quedo inmovil. Habia percibido el chirrido de una puerta o un crujido en el suelo de tablas.

– Es el viento -dijo Pacotte, pero en voz mas baja-. No se a quien se le ocurriria quedarse en esta ratonera.

– Tal vez una rata, precisamente. Vamos a echar un vistazo…

Puso el pie en el primer escalon y titubeo, el oido aguzado. Pacotte le empujo y ambos subieron. Arriba, en la oscuridad de la estancia, no se distinguia mas que la vaga forma de una cama. Fayolle avanzo a tientas a lo largo del muro hasta que noto bajo los dedos el cristal de la ventana, que rompio de un codazo y cuyo postigo abrio sin soltar el sable. Se volvio. Su companero se encontraba en lo alto de la escalera. Estaban solos. Pacotte abrio una puerta baja y Fayolle entro en la habitacion contigua, donde algo o alguien le salto encima. Se debatio y noto la hoja de un cuchillo rechinar contra su ventrera tras haber desgarrado el manto pardo. Estiro los brazos y lanzo a su agresor contra el muro. En la semioscuridad le traspaso de una violenta estocada a la altura del vientre. Veia mal, pero ahora notaba la sangre caliente embadurnandole la mano que sostenia el arma en un cuerpo sacudido por espasmos. Entonces extrajo el sable con un movimiento brusco y su enemigo cayo al suelo. El coracero Pacotte se habia apresurado a abrir la ventana para iluminar la escena: un hombre gordo y calvo, con calzon de piel, estaba tendido y era presa de estertores agonicos. La sangre le afluia a borbotones a los labios, y sus ojos en blanco parecian huevos duros sin la cascara.

– No estan mal estos zapatones, ?eh, Fayolle?

– La chaqueta tampoco, un poco corta quiza, ?pero este cerdo la ha ensuciado!

– Me quedo con los tirantes, de terciopelo, nada menos…

Y se agacho para quitarselos al moribundo, pero los dos hombres se sobresaltaron. Alguien a sus espaldas acababa de ahogar un grito. Era una campesina joven con refajo plisado, encajada en un angulo, detras de un montante de la cama. Se habia llevado ambas manos a la boca y abria unos ojos inmensos y negros. El coracero Pacotte apunto a la muchacha, pero Fayolle le bajo el brazo.

– ?Quieto, idiota! No vale la pena matarla, por lo menos no en seguida.

Se le acerca. Su espada gotea sangre. La austriaca se acurruca. Fayolle le coloca la punta del sable bajo el menton y le ordena que se levante. Ella no se mueve. Esta temblando.

– Solo entiende su jerga, Fayolle. Hay que ayudarla.

Pacotte le coge el brazo para alzarla contra la pared, en la que ella se apoya con las piernas temblorosas. Los dos soldados la contemplan. Pacotte silba de admiracion porque la joven esta metida en carnes, como a el le gusta. Fayolle da la vuelta al sable, enjuga el reverso en el corse azul de la joven campesina y entonces hace saltar con el filo los botones plateados y rasga el camisolin de encaje. Seguidamente, con un gesto rapido, le quita el gorro de pano. El cabello de la austriaca le cae sobre los hombros; tiene reflejos dorados como de seda india y son muy lisos y brillantes.

– ?La llevamos a los oficiales?

– ?Estas loco!

– Puede que haya otros puneteros labriegos con cuchillas u hoces que nos vigilan.

– Vamos a reflexionar-dijo Fayolle, arrancando el refajo de la muchacha y lo que quedaba del camisolin-. ?Ya has conocido a las austriacas?

– Todavia no. Nada mas que alemanas. -Esas no saben decir que no. -Tienes razon.

– Pero ?y las austriacas?

– Por su cara, esta nos dice que no o algo peor.

– ?Tu crees? (A la muchacha.) ?No nos encuentras guapos? -?Te asustamos?

– Date cuenta-dijo Fayolle, cloqueando-, ?si yo estuviera en su lugar, tu jeta me daria miedo!

En el exterior, el tercer coracero les llamaba y Fayolle se acerco a la ventana.

– ?No berrees asi! Hay francotiradores…

Se interrumpio a media frase. Abajo, el coracero no estaba solo. Sonidos metalicos, polvo, ruido de cascos de caballo… la caballeria acababa de cercar Essling y el general Espagne en persona esperaba ante la casa.

– ?Habeis localizado alguno? -pregunto.

– Desde luego, mi general -dijo Fayolle-. Hay un gordo que queria despedazarme vivo.

El coracero Pacotte arrastro hacia la ventana el cuerpo del campesino y lo coloco en equilibrio sobre el borde antes de voltearlo. El cadaver se estrello contra el suelo como un fardo blando y el caballo de Espagne se hizo a un lado.

– ?Hay mas?

– Solo hemos puesto a este fuera de combate, mi general…

Entonces Fayolle dijo entre dientes a su companero:

– ?Eres tonto o que? Podriamos habernos quedado con los zapatones, parecian buenos, en todo caso mas que mis alpargatas…

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