Destinos Truncados - Стругацкие Аркадий и Борис (читаемые книги читать txt) 📗
El asunto que lo habia llevado a mi era que queria venderme, solo por cinco rublos, la autentica y unica partitura de las trompetas del juicio final. El mismo habia traducido el original a la notacion musical contemporanea. ?Donde la habia obtenido? Era una historia muy larga, que resultaba dificil de exponer en terminos entendibles por todos. El... como decirlo..., bueno, era un angel caido. Estaba aqui abajo sin medios para la subsistencia, unicamente lo que tenia en los bolsillos. Era practicamente imposible encontrar trabajo porque, claro esta, no tenia documentos... soledad... inutilidad... falta de perspectivas. Solo cinco rublos, ?acaso era caro? Bien, digamos, que sean tres, aunque le habian ordenado no volver con menos de cinco...
Muchas veces habia escuchado historias mas o menos lagrimosas sobre billetes de tren perdidos, pasaportes robados, pisos que habian ardido hasta los cimientos. Esas historias habian dejado de despertar en mi no solo la compasion, sino ni siquiera el asco mas elemental. En silencio, metia dos monedas en la mano tendida y me alejaba del lugar del encuentro con la mayor celeridad posible. Pero la historia que me habia tratado de vender aquel jorobado de cabellos dorados me parecia asombrosa desde un punto de vista puramente profesional. ?El guarro angel caido tenia mucho talento! Aquella invencion hubiera sido digna del propio H.G. Wells. El destino del billete de cinco rublos estaba decidido, por supuesto. Pero queria comprobar cuan solida era aquella historia. Mas bien, cuan compleja era.
Tome la partitura y le eche un vistazo. Nunca habia entendido absolutamente nada en aquellos garabatos y comas.
—Bien. Usted asegura que si se toca esta melodia, digamos, en el cementerio...
—Si, por supuesto. Pero no se deberia hacer. Seria demasiado cruel...
—?Para quien?
—?Para los muertos, claro! Usted los condenaria a vagar miles y miles de anos, sin un lugar de reposo, por todo el planeta. Ademas, piense en si mismo. ?Esta dispuesto a ver semejante espectaculo?
—Entonces, ?para que podria servirme la partitura? —pregunte. Su razonamiento me habia gustado.
Se asombro muchisimo. ?Acaso no me interesaba tener semejante cosa a mi disposicion? ?No me gustaria tener el clavo con el que clavaron la mano de Cristo en la cruz? ?O, por ejemplo, la losa de piedra en la que Satanas habia dejado las huellas fundidas de sus cascos mientras estuvo en pie sobre el feretro del papa Gregorio VIl Hildebrandt?
Me encanto aquel ejemplo con la losa de piedra. Eso solo podia decirlo una persona que no tuviera la menor idea de lo que era un piso de reducidas dimensiones.
—Bien —le dije—, ?y si tocamos esta melodia no en un cementerio, sino en otro lugar, digamos que en el Parque Gorki?
—Seguramente, eso no debe llevarse a cabo —dijo el angel caido encogiendose de hombros con indecision—. ?Como podemos saber que hay en ese parque bajo el asfalto, a tres metros de profundidad?
—Derechos de autor —le dije, sacando cinco rublos y poniendolos ante el jorobado—. Siga asi. Tiene imaginacion.
—Yo no tengo nada —respondio el jorobado con angustia en la voz.
Se guardo al descuido los cinco rublos en el bolsillo de los vaqueros, se levanto y, sin despedirse, echo a andar entre las sillas.
—?Llevese las notas! —le grite.
Pero no se volvio.
Me quede alli sentado, esperando al camarero para pagar, y mientras tanto me puse a revisar la partitura. Eran solo cuatro hojitas, y en el reverso de la ultima descubri una nota precipitada:
av. Granovski 19. La Perla, abr. cuadros.
Seguramente, en los ultimos dias mis nervios andaban disparados, los acontecimientos eran excesivos y aquel que controlaba mi destino se habia excedido en su generosidad. Por eso, apenas lei las palabras «abr. cuadros», me levante de un salto como si me hubieran clavado un punzon, y mire por la aspillera que servia de ventana, primero a la izquierda y luego a la derecha. Estuve a punto de perderme la escena: el tipo aquel del abrigo reversible a cuadros apretaba con fuerza el codo del jorobado de cabellos dorados que vestia una desalinada capa de lona. Ambos desaparecieron de mi campo de vision.
Me deje caer en la silla y me puse a beber.
Semejante final de aquella historia divertida, aunque no tan agradable, me causo tan mal efecto que senti deseos de regresar inmediatamente a casa y no ir ese dia a parte alguna. En mi imaginacion giraban sospechas incoherentes, aparecian y desaparecian tramas repulsivas, pero finalmente triunfo la idea mas saludable y realista: «?Que podre decirle a Fiodor Mijeich?».
Llego el camarero y pague sin chistar mi carne, mi cerveza y la cerveza que el angel caido no habia terminado de beber. A continuacion, recogi mi carpeta, meti en ella la partitura, deje sobre la mesa la carpeta del jorobado y fui al guardarropa, a ponerme el abrigo.
Mientras iba a la calle Bannaia, estuve vigilando sigilosamente a ver si aparecia la figura del abrigo reversible a cuadros, pero no la vi.
Esta vez, la sala de conferencias estaba vacia y sumida a medias en las tinieblas. Pase entre las filas de asientos, llegue a la puerta con el letrero de «Escritores aqui» y llame. Nadie me respondio, abri con sigilo la puerta y entre en un recinto bien iluminado, parecido a un pasillo corto. Al final de aquel pasillo habia otra puerta, sobre la cual se veia un pequeno semaforo, semejante a los cacharros de vidrio que se ponen habitualmente sobre la entrada a los gabinetes de rayos X. La mitad superior del pequeno semaforo estaba iluminada, mostrando un letrero: ?no entrar! La mitad inferior estaba a oscuras, pero en ella se podia leer sin dificultad otro letrero: entrar. Habia varias sillas colocadas a lo largo de la pared derecha del pasillo, y en una de ellas, hecho un autentico nudo y apoyando las manos sobre un cartapacio que descansaba de canto sobre sus rodillas flacas, estaba el mismisimo Grano Purulento.
Al verlo, algo se agito dentro de mi, en la boca del estomago, y como siempre pense: «?Mira eso, si esta vivo! ?Sigue vivo!».
Lo salude. El me respondio e hizo como una masticacion con su mandibula caida. Me sente a dos sillas de el y comence a mirar la pared que tenia delante. No veia nada que no fuera aquella pared, bastante descascarillada, pintada chapuceramente de un aceitoso color verde amarillento, pero percibia fisicamente como los ojos destenidos de aquel anciano me palpaban de lado, atenta y detalladamente, como a un paso de mi se desarrollaba una ardua labor intelectual: a una velocidad de ordenador se revisaban las tarjetas en las que todo estaba escrito: fue o no fue, participo o no, todos los hechos, todos los rumores, todos los cotilleos y todas las interpretaciones posibles de los rumores, y los indispensables comentarios a los rumores, y se estructuraban esquemas, se obtenian ciertos resultados, se llegaba a conclusiones que, con toda probabilidad, se necesitarian mas tarde.