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Anaconda - Quiroga Horacio (читать книгу онлайн бесплатно без TXT) 📗

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Luego, delirio de vez en cuando, con subitos incorporamientos sobre los brazos. Drever la tranquilizaba, pero la chica rechazaba su contacto, volviendose al otro lado. El padre recomenzaba entonces su paseo, e iba a tomar el eterno cafe de Rienzi.

– ?Que tal? -preguntaba este.

– Ahi va -respondia Drever.

A veces, cuando estaba despierta, Rienzi se acercaba esforzandose en levantar la moral de todos, con bromas a la viejita que se hacia la enferma y no tenia nada. Pero la chica, aun reconociendolo, lo miraba seria, con una hosca fijeza de gran fiebre.

La quinta tarde, Rienzi la paso en el horno trabajando, lo que constituia un buen derivativo. Drever lo llamo por un rato y fue a su vez a alimentar el fuego, echando automaticamente lena tras lena en el hogar.

Esa madrugada la fiebre bajo mas que de costumbre, bajo mas a mediodia, y a las dos de la tarde la criatura estaba con los ojos cerrados, inmovil, con excepcion de un rictus intermitente del labio y de pequenas conmociones que le salpicaban de tics el rostro. Estaba helada; tenia solo 35 grados.

– Una anemia cerebral fulminante, casi seguro -respondio Drever a una mirada interrogante de su amigo-. Tengo suerte…

Durante tres horas la chica continuo de espaldas con sus muecas cerebrales, rodeada y quemada por ocho botellas de agua hirviendo. Durante esas tres horas Rienzi camino muy despacio por la pieza, mirando con el ceno fruncido la figura del padre sentado a los pies de la cama. Y en esas tres horas Drever se dio cuenta precisa del inmenso lugar que ocupaba en su corazon aquella pobre cosita que le habia quedado de su matrimonio, y que iba a llevar al dia siguiente al lado de su madre.

A las cinco, Rienzi, en el comedor, oyo que Drever se incorporaba; y con el ceno mas contraido aun entro en el cuarto. Pero desde la puerta distinguio el brillo de la frente de la chica empapada en sudor, ?salvada!

– Por fin… -dijo Rienzi con la garganta estupidamente apretada.

– ?Si, por fin! -murmuro Drever.

La chica continuaba literalmente banada en sudor. Cuando abrio al rato los ojos, busco a su padre y al verlo tendio los dedos hacia la boca de el. Rienzi se acerco entonces:

– ?Y…? ?Como vamos, madamita? La chica volvio los ojos a su amigo.

– ?Me conoces bien ahora? ?A que no? Si…

– ?Quien soy?

La criatura sonrio.

– Rienzi.

– ?Muy bien! Asi me gusta… No, no. Ahora, a dormir… Salieron a la meseta, por fin.

– ?Que viejita! -decia Rienzi, haciendo con una vara largas rayas en la arena.

Drever -seis dias de tension nerviosa con las tres horas finales son demasiado para un padre solo- se sento en el sube y baja y echo la cabeza sobre los brazos. Y Rienzi se fue al otro lado del bungalow, porque los hombros de su amigo se sacudian.

La convalecencia comenzaba a escape desde ese momento. Entre taza y taza de cafe de aquellas largas noches, Rienzi habia meditado que mientras no cambiaran los dos primeros vasos de condensacion obtendrian siempre mas brea de la necesaria. Resolvio, pues, utilizar dos grandes bordelesas en que Drever habia preparado su vino de naranja, y con la ayuda del peon, dejo todo listo al anochecer. Encendio el fuego, y despues de confiarlo al cuidado de aquel, volvio a la meseta, donde tras los vidrios del bungalow los dos hombres miraron con singular placer el humo rojizo que tornaba a montar en paz.

Conversaban a las doce, cuando el indio vino a anunciarles que el fuego salia por otra parte; que se habia hundido el horno. A ambos vino instantaneamente la misma idea.

– ?Abriste la toma de aire? -le pregunto Drever.

– Abri -repuso el otro.

– ?Que lena pusiste?

– La carga que estaba allaite.

– ?Lapacho?

– Si.

Rienzi y Drever se miraron entonces y salieron con el peon.

La cosa era bien clara: la parte superior del horno estaba cerrada con dos chapas de cinc sobre traviesas de hierro L, y como capa aisladora habian colocado encima cinco centimetros de arena. En la primera seccion de tiro, que las llamas lamian, habian resguardado el metal con una capa de arcilla sobre tejido de alambre; arcilla armada, digamos.

Todo habia ido bien mientras Rienzi o Drever vigilaron el hogar. Pero el peon, para apresurar la calefaccion en beneficio de sus patrones, habia abierto toda la puerta del cenicero, precisamente cuando sostenia el fuego con lapacho. Y como el lapacho es a la llama lo que la nafta a un fosforo, la altisima temperatura desarrollada habia barrido con arcilla, tejido de alambre y la chapa misma, por cuyo boquete la llamarada ascendia apretada y rugiente.

Es lo que vieron los dos hombres al llegar alla. Retiraron la lena del hogar, y la llama ceso; pero el boquete quedaba vibrando al rojo blanco, y la arena caida sobre la caldera enceguecia al ser revuelta.

Nada mas habia que hacer. Volvieron sin hablar a la meseta, y en el camino Drever dijo:

– Pensar que con cincuenta pesos mas hubieramos hecho un horno en forma…

– ?Bah! -repuso Rienzi al rato-. Hemos hecho lo que debiamos hacer. Con una cosa concluida no nos hubieramos dado cuenta de una porcion de cosas.

Y tras una pausa:

– Y tal vez hubieramos hecho algo un poco pour la galerie…

– Puede ser -asintio Drever.

La noche era muy suave, y quedaron un largo rato sentados fumando en el dintel` del comedor.

Demasiado suave la temperatura. El tiempo descargo, y durante tres dias y tres noches llovio con temporal del sur, lo que mantuvo a los dos hombres bloqueados en el bungalow oscilante. Drever aprovecho el tiempo concluyendo un ensayo sobre creolina cuyo poder hormiguicida y parasiticida era por lo menos tan fuerte como el de la creolina a base de alquitran de hulla. Rienzi, desganado, pasaba el dia yendo de una puerta a otra a mirar el cielo.

Hasta que la tercera noche, mientras Drever jugaba con su hija en las rodillas, Rienzi se levanto con las manos en los bolsillos y dijo:

– Yo me voy a ir. Ya hemos hecho aqui lo que podiamos. Si llega a encontrar unos pesos para trabajar en eso, aviseme y le puedo conseguir en Buenos Aires lo que necesite. Alla abajo, en el ojo del agua, se pueden montar tres calderas… Sin agua es imposible hacer nada. Escribame, cuando consiga eso, y vengo a ayudarlo. Por lo menos -concluyo despues de un momento- podemos tener el gusto de creer que no hay en el pais muchos tipos que sepan lo que nosotros sobre carbon.

– Creo lo mismo -apoyo Drever, sin dejar de jugar con su hija. Cinco dias despues, con un mediodia radiante, y el sulky pronto en el porton, los dos hombres y su ayudante fueron a echar una ultima mirada a su obra, a la cual no se habian aproximado mas. El peon retiro la tapa del horno, y como una crisalida quemada, abollada, torcida, aparecio la caldera en su envoltura de alambre tejido y arcilla gris. Las chapas retiradas tenian alrededor del boquete abierto por la llama un espesor considerable por

la oxidacion del fuego, y se descascaraban en escamas azules al menor contacto, con las cuales la chica de Drever se lleno el bolsillo del delantal. Desde alli mismo, por toda la vera del monte inmediato y el circundante hasta la lejania, Rienzi pudo apreciar el efecto de un frio de -9 grados sobre la vegetacion tropical de hojas lustrosas y tibias. Vio los bananos podridos en pulpa chocolate, hundidos dentro de si mismos como en una funda. Vio plantas de hierba de doce anos -un grueso arbol en fin-, quemadas para siempre hasta la raiz por el fuego blanco. Y en el naranjal, donde entraron para una ultima colecta, Rienzi busco en vano en lo alto el reflejo de oro habitual, porque el suelo estaba totalmente amarillo de naranjas, que el dia de la gran helada habian caido todas al salir el sol, con un sordo tronar que llenaba el monte.

Asimismo Rienzi pudo completar su bolsa, y como la hora apremiaba se dirigieron al puerto. La chica hizo el trayecto en las rodillas de Rienzi, con quien alimentaba un larguisimo dialogo.

El vaporcito salia ya. Los dos amigos, uno enfrente de otro, se miraron sonriendo.

– A bientot -dijo uno.

– Ciao -respondio el otro. Pero la despedida de Rienzi y la chica fue bastante mas expresiva. Cuando ya el vaporcito viraba aguas abajo, ella le grito aun:

– ?Rienzi! ?Rienzi!

– ?Que, viejita! -se alcanzo a oir.

– ?Volee pronto!

Drever y la chica quedaron en la playa hasta que el vaporcito se oculto tras los macizos del Teyucuare. Y, cuando subian lentos la barranca, Drever callado, su hija le tendio los brazos para que la alzara.

– ?Se te quemo la caldera, pobre piapia!… Pero no estes triste… ?Vas a inventar muchas cosas mas, ingenierito de mi vida!

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