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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич (читать книгу онлайн бесплатно полностью без регистрации .TXT) 📗

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Fiodor Iurasov, el ladrón tres veces condenado por robo, se dirigía a visitar a su antigua amante, una prostituta que vivía a unas ochenta verstas de Moscú. Mientras esperaba la salida del tren, entró en la cantina de primera y se atracó de pasteles y vino, que le sirvió un camarero de frac. Luego, cuando todos los pasajeros subieron a los vagones, se confundió con ellos y, disimuladamente, aprovechándose del general barullo, le quitó el portamonedas a un señor de edad que era su vecino.

Iurasov estaba bastante bien de dinero, incluso más que bien, y aquel robo casual improvisado no podía redundar sino en perjuicio suyo. Así sucedió. Al parecer, el caballero advirtió el hurto y se quedó mirando a Iurasov con unos ojos escrutadores y extraños. No se detuvo, pero se volvió varias veces para mirarlo. Más tarde, Iurasov vio al caballero en la ventanilla de uno de los vagones, muy emocionado y descompuesto, con el sombrero en la mano. Le vio saltar de un brinco a la plataforma, pasar una rápida revista a todos los presentes y mirar adelante y atrás como si buscara a alguien. Por suerte para el ratero, sonó el tercer toque de llamada y el tren se puso en movimiento. Iurasov siguió observando con cautela. El caballero, aun con el sombrero en la mano, seguía parado al extremo de la plataforma y miraba atentamente a todos los que pasaban, como si los estuviese contando. Seguía parado, pero seguramente producía la ilusión de que andaba; tan ridículo y raro era el modo que tenía de abrir las piernas.

Iurasov se incorporó y echó hacia atrás las rodillas. Entonces se sintió más alto, erguido y joven. Luego, con gran aplomo, se atusó con ambas manos las guías de sus bigotes. Eran unos bigotazos magníficos, enormes y rubios como dos haces de oro arqueados en los extremos. Mientras sus dedos se complacían en el grato roce de sus suaves y sedosos cabellos, sus ojos grises, con una gravedad ingenua y desinteresada, observaban los entrecruzados carriles de las próximas vías, cuyos destellos metálicos y silenciosas curvas parecían serpientes huyendo a toda prisa.

Después de contar en el retrete el dinero robado —unos veinticinco rublos con alguna calderilla—, Iurasov empezó a dar vueltas en sus manos al portamonedas. Éste era viejo, mugriento y cerraba mal. Además olía horriblemente a esencia, como si hubiera andado mucho tiempo en manos de mujeres. Aquel olor, impuro y sugestivo a un tiempo, le recordó gratamente a la persona a la que iba a ver. Por lo que, sonriendo alegre y sin sombra de pesar, volvió a su coche.

Desde que salió por última vez de la cárcel y mejoró de fortuna, se esforzaba en ser como todo el mundo, cortés, decoroso y modesto; vestía paletó de auténtico paño inglés y calzaba botines pajizos. Estaba muy ufano y muy convencido de que todos le tomaban por un joven alemán, acaso un tenedor de libros de alguna importante casa de comercio. Leía siempre la sección de Bolsa de los periódicos, estaba al corriente del alza y baja de todos los valores y sabía sostener una conversación sobre asuntos mercantiles; a veces, a él mismo le parecía que efectivamente no era el campesino Fiodor Iurasov, ladrón tres veces condenado por robo y ex presidiario, sino un joven alemán perfectamente honorable llamado por ejemplo Walter Heinrich, como solía hacerlo aquélla a quien iba a ver. Además, incluso los comerciantes le llamaban el alemán.

En los divancillos del compartimiento sólo había dos personas; un oficial retirado, ya viejo, y una señora que, a juzgar por su aspecto, parecía vivir en una dacha 13y haber ido a la ciudad de compras. Sin embargo, y a pesar de que se veía a la legua, Iurasov preguntó con mucha fineza si había algún asiento libre.

No le contestó nadie y entonces se dejó caer con afectada circunspección en los muelles cojines del diván, estiró con cuidado sus largos pies, calzados con los botines amarillos, y se quitó el sombrero. Miró afablemente al oficial anciano y a la señora y descansó en la rodilla su ancha y blanca mano con la deliberada intención de que se fijasen en la sortija de brillantes que lucía en el dedo meñique. Los brillantes eran falsos y relucían de un modo escandaloso, por lo que todos lo notaron, aunque nadie dijo nada. El viejo volvió la hoja del periódico y la señora, que era joven y guapa, se puso a mirar por la ventanilla. En vista de ello Iurasov sospechó que habían descubierto su personalidad y que, por una u otra razón, no le tomaban por un joven alemán. Así pues, escondió despacito la mano, que ahora le parecía demasiado grande y demasiado blanca, y con un tono de voz perfectamente correcto preguntó a la señora:

—¿Se dirige usted a la dacha?

La interpelada aparentó estar muy ensimismada y no haberle oído. Iurasov conocía de sobra esa antipática expresión que asoma al rostro del hombre cuando pretende mostrarse ajeno a los demás. Luego se volvió hacia el oficial y le preguntó:

—¿Tendría usted la amabilidad de ver en el periódico cómo van las Pesqueras? Yo no lo recuerdo.

El anciano dejó a un lado el periódico y, frunciendo secamente los labios, se quedó mirándole con ojos escrutadores, casi ofendido.

—¿Cómo? ¡No he oído bien!

Iurasov repitió la pregunta recalcando cuidadosamente las palabras. El oficial le miró de un modo nada alentador y pareció a punto de enfadarse. La piel de su mollera enrojecía entre los pocos pelos grises que aún le quedaban y la barba le temblaba.

—No lo sé —contestó de mal talante—. No lo sé. Aquí no dice nada. No comprendo por qué la gente es tan preguntona.

Y volvió a coger el periódico, que luego dejó varias veces para mirar malhumorado a aquel impertinente. A partir de aquel momento todos los viajeros del coche le parecieron malos y extraños a Iurasov. No le parecía hallarse en un coche de primera, en un blando diván de ballestas. Con una pena y una rabia sordas recordó que, siempre y en todas partes, entre las gentes de orden había encontrado aquella expresión de hostilidad. Ciertamente, vestía un paletó de paño inglés legítimo, calzaba botines amarillos y lucía una sortija de precio, pero no obstante parecía como si los demás no se diesen cuenta. Visto en el espejo él era como todo el mundo y hasta mejor; no llevaba escrito en la cara que fuese el campesino Fiodor Iurasov, el ladrón, ni tampoco el joven alemán Heinrich Walter. Había en el ambiente algo inaprensible, incomprensible y traicionero: todos le veían y él era el único que no se veía. Aquello le infundía inquietud y temor. Sentía deseos de huir. Miró en torno suyo con ojos suspicaces y agudos y salió del departamento con grandes y recias zancadas.

II

Corrían los primeros días de junio y todo verdeaba con aire juvenil y fuerte: la hierba, las plantas, los huertos, los árboles... Iurasov, pálido y melancólico, sólo en la inestable plataforma del coche, sentía inquieta su alma silenciosa e inaprensible, mientras que los bellísimos campos enigmáticamente silenciosos, llevaban hasta él algo que le recordaba la misma fría extrañeza de los viajeros del coche.

En la ciudad, donde Iurasov había nacido y crecido, las casas y las calles tienen ojos y con ellos miran a la gente: a algunos con hostilidad y odio, a otros con cariño; pero aquí nadie le miraba. También los coches parecían ensimismados. Aquel en que se encontraba Iurasov corría renqueando y tambaleándose con mal humor; el de detrás se deslizaba ni de prisa ni despacio, como si fuese independiente y también parecía mirar a la tierra y aguzar el oído. Por debajo de los coches, sonaba un fragor de distintas voces, algo así como una canción, como una música, cual el parloteo de alguien extraño e incomprensible. Todo era raro y lejano.

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