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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич (читать книгу онлайн бесплатно полностью без регистрации .TXT) 📗

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—¡Vamos, Valla! —dijo severamente la mujer alta cogiéndolo del brazo—. Nuestro sitio no está entre gentes que han martirizado tanto a tu madre... ¡Sí, martirizado!...

Se sentía el odio en su voz seca. Le hubiera ocasionado placer haber dado con el pie a la otra mujer, que permanecía arrodillada junto a Valia.

—¡No tienen corazón! ¡Querían quedarse con mi único hijo! —dijo con cólera y tiró de Valia hacia sí.

—¡Vamos, no seas corno tu padre, que me abandonó!

—Sea usted para él una buena madre —gimió Nastasia Filipovna.

Los trineos avanzaban suavemente y sin ruido llevándose a Valía de la casa tranquila con sus bonitas flores, su mundo misterioso de bellos cuentos, infinito y profundo como el océano; con sus ventanas, cuyos cristales estaban sombreados por las ramas de los árboles. Pronto la casa se perdió en la masa de las (lemas cesas, parecidas como letras, y Valía no volvió a verla. Le pareció que atravesaban un río cuyas orillas estaban formadas por filas de linternas encendidas, tan próximas las unas a las otras como las perlas de un hilo. Pero cuando se acercaban a aquellas linternas, las perlas sé espaciaban, separadas por intervalos obscuros, mientras que tras ellos formaban un solo hilo iluminado. Le parecía entonces a Valia que no avanzaban y permanecían en el mismo sitio. Todo cuanto le rodeaba se convertía para él en un cuento de hadas: él mismo, aquella mujer que era su madre y le apretaba contra sí con su mano negra, y todo lo demás que veía.

Tenía fría la mano en que llevaba el libro, pero no quiso pedir a su madre que le desembarazara de él.

Hacía calor en la pequeña habitación sucia donde se condujo a Vana. En un rincón, junto a una cama grande, había otra pequeña; hacía mucho tiempo que Valia no dormía en camas semejantes.

—¿Tienes frío? Espera, vamos a tomar el té. ¡Qué encarnadas tienes las manos!... Bien; ya estás aquí con tu mamá. ¿Estás contento? —preguntó con la sonrisa mala de una persona a quien se hubiera obligado toda su vida a reír bajo los golpes de los palos.

Valia, con una franqueza que a él mismo le asustó, dijo tímidamente:

—No.

—¿No? ¡Y yo que te había comprado juguetes! Mira allí, en la ventana.

Valia se acercó a la ventana y se puso a examinar los juguetes. Había Miserables caballos de cartón con piernas feas y gruesas; un clowncon un gorro encarnado, gran nariz, y cara atontada y sonriente; delgados soldados de plomo que, habiendo levantado una pierna, quedaron en esta postura para siempre.

Hacía mucho tiempo que Valía no se divertía con juguetes: le eran completamente indiferentes; pero, por cortesía, no lo dio a entender su madre.

—Sí, son bonitos esos juguetes.

Pero ella había notado la mirada que elniño había dirigido a la ventana, yle dijo, con la misma sonrisa desagradable y falsa:

—Ya ves, querido mío; yo no sabía lo que te gustaba. Además hacía ya mucho tiempo que te los había comprado.

Valia calló no sabiendo qué responder.

—¡Estoy sola, Valía; sola en el mundo! No tengo a nadie a quien pedir consejo... Creí que te gustarían.

Valia seguía callado. De pronto ella se echó a llorar con lágrimas ardientes que se precipitaban unas tras otras y se arrojó sobre la cama, que produjo un ruido lastimero. Por debajo de su falda se veía un pie calzado con una bota grande y usada. Apretándose con una mano el pecho ylas sienes con la otra fijaba una mirada triste y repetía sin cesar:

—¡No le ha gustado! ¡No le ha gustado!

Valía con paso firme se acercó al lecho, puso su manita roja sobre la gran cabeza huesosa de su madre y dijo, con el aire grave habitual en él:

—¡No llores, mamá! Yo te querré mucho. Los juguetes no me interesan; pero te querré mucho. Voy leerte la historia de la pobrecita hada del mar, ¿quieres?...

Bribón

I

No pertenecía a nadie. No tenía nombre y nadie podía decir dónde pasaba el largo invierno ni de qué se alimentaba. Cuando quería aproximarse a las casas otros perros hambrientos como él, pero orgullosos de pertenecer a aquellas casas, le expulsaban sin piedad. Cuando empujado por el hambre o por la necesidad instintiva de encontrarse entre seres vivientes hacía su aparición en la calle, los chicos le tiraban palos y piedras y las personas mayores le perseguían con gritos de maldad y silbidos terribles. Presa de terror corría de un lado para otro, tropezaba contra las vallas y contra los hombres; por fin llegaba al extremo de la aldea y se escondía en un jardín desierto, en un rincón que él sólo conocía. Allí lamía con su lengua las heridas recibidas, y su miedo, su desconfianza de los hombres iba en aumento constante.

Una sola vez le habían demostrado piedad. Era un aldeano borracho que acababa de abandonar la taberna. Amaba y perdonaba a todo el mundo y balbuceaba algo de las personas de buen corazón. Se apiadó de la suerte del pobre perro, sobre el cual había caído su mirada por casualidad.

—¡Chucho! —le llamó, aplicándole el nombre que se da atodos los perros—. ¡Ven acá, chucho; no tengas miedo!

El perro tenía muchas ganas de acercarse, daba señales de cariño con su cola, pero no se atrevía.

—¡Ven acá, ea, tonto! ¡A fe mía que no te haré daño!

Pero en tanto que el perro, vacilante y acelerando el balanceo de su cola, se acercaba a pasitos cortos, el humor del borracho cambió súbitamente. Recordó todo el mal que le habían hecho las personas de bien ysintió disgusto y cólera. Y cuando el perro se prosternó ante él sobre el lomo le dio un fuerte puntapié en las costillas.

—¡Largo de aquí, cochino animal!

El perro lanzó un aullido provocado más bien por la sorpresa y por la decepción que por el dolor. El campesino, tambaleándose, se fue a su casa; allí pegó cruelmente y por largo rato a su mujer e hizo pedazos la toquilla nueva que le había regalado la semana pasada.

Desde aquel día el perro desconfiaba de los hombres que manifestaban deseos de acariciarle, y con el rabo entre piernas huía a todo correr. A veces hasta intentaba morder y había que echarle a palos o a pedradas.

Durante el último invierno se instaló bajo la terraza de una casa de campo desierta que no tenía guarda, y él mismo se convirtió en guarda voluntario: por la noche se ponía delante de la casa y ladraba con todas sus fuerzas. Luego se echaba bajo la terraza y gruñía furiosamente, pero en este gruñido se notaba satisfacción y orgullo de sí mismo.

La noche de invierno era terriblemente larga. Las negras ventanas de la casa desierta miraban tristemente al jardín inmóvil cubierto de nieve y de hielo. A veces una lucecita azul se reflejaba en las ventanas: era una estrella descendente o un rayo de Luna que caían sobre los cristales.

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