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¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер (книги читать бесплатно без регистрации .txt) 📗

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»Estábamos todos repartidos por los tejados, por el suelo o al pie de los muros a la media luz de la madrugada y la nube de polvo de la explosión no había acabado de posarse porque había subido muy alto por el aire y no había viento para disiparla; tirábamos todos por la brecha abierta en el muro; cargábamos los fusiles y disparábamos entre la humareda, y, desde el interior, salían todavía disparos, cuando alguien gritó entre la humareda que no disparásemos más y cuatro guardias civiles salieron con las manos en alto. Un gran trozo del techo se había derrumbado y venían a rendirse.

»-¿Queda alguno dentro? -gritó Pablo.

»-Están los heridos.

»-Vigilad a ésos -dijo Pablo a cuatro de los nuestros, que salieron desde donde estaban apostados disparando-. Quedaos ahí, contra la pared -dijo a los civiles. Los cuatro civiles se pusieron contra la pared, sucios, polvorientos, cubiertos de humo con los otros cuatro que los guardaban, apuntándoles con los fusiles, y Pablo y los demás se fueron a acabar con los heridos.

»Cuando hubieron acabado y ya no se oyeron más gritos, lamentos, quejidos, ni disparos de fusil en el cuartel, Pablo y los demás salieron. Y Pablo llevaba su fusil al hombro y una pistola máuser en una mano.

»-Mira, Pilar -dijo-. Estaba en la mano del oficial que se suicidó. No he disparado nunca con esto. Tú -dijo a uno de los guardias-, enséñame cómo funciona. No, no me lo demuestres, explícamelo.

»Los cuatro civiles habían estado pegados a la tapia, sudando, sin decir nada mientras se oyeron los disparos en el interior del cuartel. Eran todos grandes, con cara de guardias civiles; el mismo estilo de cara que la mía, salvo que la de ellos estaba cubierta de un poco de barba de la última mañana, que no se habían afeitado, y permanecían pegados a la pared y no decían nada.

»-Tú -dijo Pablo al que estaba más cerca de él-, dime cómo funciona esto.

»-Baja la palanca -le dijo el guardia con voz incolora-. Tira la recámara hacia atrás y deja que vuelva suavemente hacia delante.

»-¿Qué es la recámara? -preguntó Pablo, mirando a los cuatro civiles-. ¿Qué es la recámara?

»-Lo que está encima del gatillo.

»Pablo tiró hacia atrás de la recámara, pero se atascó.

Se ha atascado.

»-Y ahora ¿qué? -dijo-. Se ha atascado. Me has engañado.

»-Échalo más hacia atrás y deja que vuelva suavemente hacia delante -dijo el civil, y no he oído nunca un tono semejante de voz. Era más gris que una mañana sin sol.

»Pablo hizo como el guardia le decía y la recámara se colocó en su sitio, y con ello quedó la pistola armada con el gatillo levantado. Era una pistola muy fea, pequeña y redonda de empuñadura, con un cañón plano, nada manejable. Durante todo ese tiempo los civiles miraban a Pablo y no habían dicho nada.

»-¿Qué es lo que vais a hacer de nosotros? -preguntó uno de ellos.

»-Mataros -respondió Pablo.

»-¿Cuándo? -preguntó el hombre, con la misma voz gris.

»-Ahora mismo -contestó Pablo.

»-¿Dónde? -preguntó el guardia.

»-Aquí -contestó Pablo-. Aquí. Ahora mismo. Aquí y ahora mismo. ¿Tienes algo que decir?

»-Nada -contestó el civil-. Nada. Pero no es cosa bien hecha.

»-Tú eres el que no estás bien hecho -dijo Pablo-. Tú, asesino de campesinos. Tú, que matarías a tu propia madre.

»-Yo no he matado nunca a nadie -dijo el civil-. Y te ruego que no hables así de mi madre.

»-Vamos a ver cómo mueres, tú, que no has hecho más | que matar.

»-No hace falta insultarnos -dijo otro de los civiles-. Y nosotros sabemos morir -dijo otro.

»-De rodillas contra la pared y con la cabeza apoyada en el muro -ordenó Pablo. Los civiles se miraron entre sí.

»-De rodillas he dicho -insistió Pablo-. Agachaos hasta el suelo y poneos de rodillas.

»-¿Qué te parece, Paco? -preguntó uno de los civiles al más alto de todos, el que había explicado lo de la pistola a Pablo. Tenía galones de cabo en la bocamanga y sudaba por todos sus poros, a pesar de que, por lo temprano, aún hacía frío.

»-Da lo mismo arrodillarse -contestó éste-. No tiene importancia.

»-Es más cerca de la tierra -dijo el primero que había hablado; intentaba bromear, pero estaban todos demasiado graves para gastar bromas, y ninguno sonrió.

»-Entonces, arrodillémonos -dijo el primer civil, y los cuatro se pusieron de rodillas, con un aspecto muy cómico, la cabeza contra el muro y las manos en los costados. Y Pablo pasó detrás de ellos y disparó, yendo de uno a otro, a cada uno un tiro en la nuca con la pistola, apoyando bien el cañón contra la nuca, y uno por uno iban cayendo a tierra en cuanto Pablo disparaba. Aún puedo oír la detonación, estridente y ahogada al mismo tiempo, y puedo ver el cañón de la pistola levantándose a cada sacudida y la cabeza del hombre caer hacia delante. Hubo uno que mantuvo erguida la cabeza cuando la pistola le tocó. Otro la inclinó hasta apoyarla en la piedra del muro. A otro le temblaba todo el cuerpo y la cabeza se le bamboleaba. Uno solo, el último, se puso la mano delante de los ojos. Y ya estaban los cuatro cuerpos derrumbados junto a la tapia cuando Pablo dio la vuelta y se vino hacia nosotros con la pistola en la mano.

»-Guárdame esto, Pilar -dijo-. No sé cómo bajar el disparador -y me tendió la pistola. El se quedó allí, mirando a los cuatro guardias desplomados contra la tapia del cuartel. Todos los que estaban con nosotros se habían quedado mirándolos también, y nadie decía nada.

«Habíamos ocupado el pueblo, era todavía muy temprano y nadie había comido nada ni había tomado café; nos mirábamos los unos a los otros y nos vimos todos cubiertos del polvo de la explosión del cuartel y polvorientos, como cuando se trilla en las eras; yo me quedé allí parada, con la pistola en la mano, que me pesaba mucho, y me hacía una impresión rara en el estómago ver a los guardias muertos contra la tapia. Estaban cubiertos de polvo como nosotros; pero ahora manchando cada uno con su sangre el polvo del lugar en que yacían. Y mientras estábamos allí, el sol salió por entre los cerros lejanos y empezó a lucir por la carretera, adonde daba la tapia blanca del cuartel, y el polvo en el aire se hizo de color dorado; y el campesino que estaba junto a mí miró a la tapia del cuartel, miró a los que estaban por el suelo, nos miró a nosotros, miró al sol y dijo: "Vaya, otro día que comienza."

»-Bueno, ahora vamos a tomar el café -dije yo.

»-Bien, Pilar, bien -dijo él y subimos al pueblo, hasta la misma plaza, y ésos fueron los últimos que matamos a tiros en el pueblo.»

- ¿Qué pasó con los otros? -preguntó Robert Jordan-. ¿Es que no había más fascistas en el pueblo?

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