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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич (читать книгу онлайн бесплатно полностью без регистрации .TXT) 📗

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Fueron llegando uno tras otro, silenciosos y siniestros, los fatales carruajes, en cada uno de los cuales subieron dos condenados. Luego iniciaron la marcha, y en la obscuridad de la noche dirigiéronse hacia el farol que se balanceaba ante la poterna. Escoltaban a cada coche varios jinetes, cuyas siluetas grises iban y venían sobre los caballos, que con sus herraduras arrancaban chispas al empedrado y resbalaban alguna vez sobre la nieve.

Cuando Verner se inclinaba para entrar en el coche díjole el centinela:

—Aquí hay otro que va con ustedes.

—¿Dónde? ¿Dónde está? ¡Ah, ya le veo! ¿Quién es?

El guardián no contestó. En un obscuro ángulo del carruaje veíase, en efecto, a un hombre menudo, que aún lo parecía más por lo agazapado que estaba. Al sentarse, Verner le tropezó una rodilla.

—Usted dispense, amigo —se disculpó.

El otro no dijo nada. Únicamente cuando partió el coche preguntó con trémula voz y en mal ruso:

—¿Quién es usted?

—Me llamo Verner, y he sido condenado a la horca por haber atentado contra la vida de un ministro. ¿Y usted?

—Yo me llamo Yanson. Pero a mí no hay que ahorcarme.

Faltábales apenas un par de horas para franquear la puerta del misterio indescifrable, y, con todo, aun en los más nimios y vulgares detalles la vida seguía siendo la vida.

—Y ¿tú qué es lo que has hecho, amigo Yanson?

—¿Yo? Acuchillar a mi amo y robarle los cuartos.

A juzgar por la voz, Yanson estaba medio dormido. En las tinieblas tropezó Verner con su mano fláccida y se la estrechó. Yanson la retiró lentamente.

—¿Tienes miedo? —le preguntó Verner.

—¡Yo no quiero que me ahorquen!

Callaron los dos, y Verner volvió a oprimir fuertemente entre sus febriles manos las del asesino. Esta vez Yanson permaneció inmóvil.

Apenas podían respirar en el estrecho carruaje, que olía a estiércol, a paño húmedo, a cuero mojado.

Frente a Verner iba un joven soldado, que echaba sobre él su cálido aliento, unas vaharadas impregnadas de olor a ajos y a tabaco. El aire penetraba tan sólo por algunas rendijas, y era como un mensaje de la primavera, que la hacía sentir con mayor intensidad aún que en el exterior. El coche andaba tan pronto hacia la derecha, como hacia la izquierda; dijérase que se entretenía en retroceder y girar alrededor del mismo punto horas enteras. A través de las tupidas cortinillas vislumbrábase al principio el azulado fulgor de los focos eléctricos, pero al cabo de algún rato de camino quedó todo a obscuras, por donde pudieron los viajeros adivinar que se hallaban en las míseras y desiertas callejas de los arrabales, y muy próximos, pues, a la estación del ferrocarril S... En alguna brusca revuelta, la rodilla de Verner tropezaba familiarmente con la del guardia, y era difícil creer en la proximidad de la ejecución.

—¿A dónde nos conducen? —preguntó Yanson, mareado por el traqueteo del coche y cansado de aquella obscuridad.

Verner volvió a estrecharle fuertemente la mano. Hubiera querido hablar las palabras más afables, más afectuosas, para decírselas a aquel hombrecillo soñoliento, a quien quería ya más que a nadie en el mundo.

—Ven acá, amigo mío; ahí debes de estar incómodo.

Al cabo de unos instantes de silencio repuso Yanson:

—Gracias, voy bien aquí. ¿De modo que también a ti te van a ahorcar?

—Sí, hombre, ¡también! —contestó Verner con tono jovial y con gesto y ademán tan despreocupados como si estuviesen hablando de una broma trivial que quisiesen darle unos amigos amables y terriblemente divertidos.

—¿Eres casado? —preguntó Yanson.

—¿Casado yo? ¡Ca, hombre! Soltero del todo.

—También yo.

Poco después el coche se detuvo.

—¡Ya estamos! —exclamó Verner, y saltó a tierra con curiosidad no exenta de extraña alegría.

Yanson se apeó tras él. Estaba silencioso, y su paso era lento y torpe. Al bajar asióse a la falleba de la portezuela y luego a la portezuela misma; siguió luego agarrándose a cuanto podía. Uno de los guardias le iba apartando suavemente.

La estación estaba obscura y desierta. Debido a la hora avanzada ya no se esperaba ningún tren de pasajeros, y para el que debía llevar a esos viajeros no se necesitaban luces ni estrépitos.

De pronto un profundo tedio envolvió a Verner; tedio, sí, no miedo ni impaciencia; tedio, un tedio inmenso, abrumador; de buena gana hubiera huido para escapar de él o se hubiera echado, cerrando los ojos con fuerza. También Yanson se desperezó y bostezó varias veces.

—¡Si fuésemos más de prisa! —exclamó Verner.

Yanson se estremeció de pies a cabeza.

Cruzaron los reos, custodiados por los soldados, el solitario andén, y subieron a los vagones, que macilentas lámparas iluminaban apenas. Verner se acercó a Serguéi Golovin; éste, indicando con la mano extendida un lugar próximo, pronunció varias palabras, entre las que la única que se oyó distintamente fue «farol»; las demás se perdieron en un largo bostezo.

—¿Qué estás ahí diciendo? —preguntó Verner, bostezando asimismo.

—Digo que el farol echa mucho tufo.

Miró Verner, y vio que, en efecto, la luz echaba tufo, y el cristal estaba casi negro.

—Es verdad —replicó.

Luego pensó: «¡Bah! ¿Qué me importa que el farol eche tufo o deje de echarlo, si...?» Serguéi, sin duda, pensó algo parecido, pues miró a Verner y luego le volvió la espalda. Ya no bostezaban.

Dirigiéronse a pie hasta los vagones; tan sólo a Yanson hubo que sostenerle. Al principio puso rígidas las piernas y permaneció con los pies pegados al andén, como si clavase las suelas en los tablones del andén; luego dobló las rodillas, y los soldados hubieron de cogerle por debajo de los brazos. Marchaba arrastrando los pies y haciendo resonar las botas, como si estuviese borracho. A costa de mucho trabajo pudieron meterle en su departamento.

Kashirin imitaba al andar los movimientos de sus compañeros. Pero al llegar junto al vagón, un soldado tuvo que cogerle por el codo para que no se cayese. Vasili se echó a temblar, y rechazando la mano del guardián lanzó un grito agudo:

—¡Ay!

—¿Qué te pasa, Vasia? —preguntó Verner, precipitándose hacia él.

Vasili no contestó, pero seguía temblando como un azogado. El soldado, confuso y pesaroso, explicó:

—Quería sostenerle, pero...

Verner intentó entonces cogerle de la mano, y le dijo:

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