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¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер (книги читать бесплатно без регистрации .txt) 📗

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- Bueno, pues sé bien venido -dijo Pilar-. Creí que no estabas tan acabado como parecías.

- Después de lo que hice sentí una soledad que no era soportable -dijo Pablo en voz baja.

- Que no era soportable -repitió ella, burlona-. Que no era soportable para ti durante un cuarto de hora.

- No te burles de mí, mujer; he vuelto.

- Bien venido -repitió ella-. ¿No has oído que te lo he dicho? Bébete tu café, y vámonos. Tanto teatro me fastidia.

- ¿Es café eso? -preguntó Pablo.

- Claro que lo es -dijo Fernando.

- Dame una taza, María -dijo Pablo-. ¿Qué tal te va? -le preguntó a la muchacha, sin mirarla.

- Bien -replicó María, y le dio una taza de café-. ¿Quieres cocido? -Pablo rehusó con la cabeza.

- No me gusta estar solo -dijo Pablo, hablando a Pilar como si los otros no estuvieran allí-. No me gusta estar solo, ¿sabes? Ayer, trabajando por el bien de todos durante el día, no me sentía solo. Pero esta noche, hombre, ¡qué mal lo pasé!

- Judas Iscariote se ahorcó -dijo Pilar.

- No me hables así, mujer -dijo Pablo-. ¿No te das cuenta? He vuelto. No hables de Judas ni de cosas por el estilo. He vuelto.

- ¿Cómo son los muchachos que has traído? -le preguntó Pilar-. ¿Has traído algo que valga la pena?

- Son buenos -dijo Pablo. Se atrevió a mirar a Pilar a la cara. Luego apartó la mirada-: Buenos y bobos. Dispuestos a morir y todo. A tu gusto.

Pablo miró de nuevo a Pilar a los ojos, y esta vez no apartó su mirada. Siguió mirándola de frente, con sus pequeños ojos porcinos, bordeados de rojo.

- Tú -dijo ella, y su voz ronca tenía de nuevo acento de ternura-. Tú. Creo que si un hombre ha tenido algo alguna vez, siempre le queda algo.

- Listo -dijo Pablo, mirándola a la cara, ahora con firmeza-. Estoy dispuesto para lo que el día nos depare.

- Ya veo que has vuelto -dijo Pilar-. Ya lo veo; pero, hombre, ¡qué lejos has estado!

- Dame un trago de esa botella -dijo Pablo a Robert Jordan-. Y después, vámonos.

Capítulo treinta y nueve

Subieron la pendiente en la oscuridad, a través del bosque, hasta llegar al estrecho paso de la cima. Iban todos cargados con mucho peso y subían lentamente. Los caballos llevaban cargas también, atadas a las monturas.

- Podríamos soltar las cargas si hiciera falta, con unos cuantos cortes -dijo Pilar-; pero, con todo, si conseguimos conservarlas, podemos instalar otro campamento.

- ¿Y el resto de las municiones? -preguntó Robert Jordan, al tiempo que ataba sus mochilas.

- Van en esas alforjas.

Robert Jordan sentía el peso de su mochila y en el cuello el roce de su chaqueta, cuyos bolsillos estaban repletos de granadas. Sentía el peso de la pistola, golpeándole la cadera, y el de los bolsillos de su pantalón, cargados hasta rebosar con las cintas del fusil automático. En la mano derecha llevaba el fusil y con la izquierda se estiraba de cuando en cuando el cuello de la chaqueta, para aligerar la tirantez de las correas de la mochila. Aún conservaba en la boca el gusto del café.

- Inglés -le dijo Pablo, que marchaba delante de él en la oscuridad.

- ¿Qué hay, hombre?

- Esos que he traído creen que vamos a tener éxito, porque los he traído yo -dijo Pablo-. No digas nada para no desilusionarlos.

- Bueno -contestó Robert Jordan-; pero procuremos tener éxito.

- Tienen cinco caballos, ¿sabes? -dijo Pablo, cautelosamente, con miedo de pronunciar la palabra.

- Bueno -dijo Robert Jordan-. Guardaremos todos los caballos juntos.

- Bien -dijo Pablo.

Y eso fue todo.

«Ya me figuraba yo que tú no habías sentido una conversión completa en el camino de Tarso, condenado Pablo -pensó Robert Jordan-. No. Pero tu regreso ha sido realmente un milagro. Creo que no vamos a encontrar ninguna dificultad con tu canonización.»

- Con esos cinco me ocuparé yo del puesto de abajo, igual que lo hubiera hecho el Sordo -dijo Pablo-. Cortaré los hilos y volveré al puente como convinimos.

«Hemos hablado de todo eso hace menos de diez minutos -pensó Robert Jordan-. Me pregunto por qué ahora…»

- Hay posibilidad de que lleguemos a Gredos -añadió Pablo-. He pensado mucho en ello.

«Me parece que has tenido una nueva inspiración hace unos minutos -pensó Robert Jordan-. Has tenido una nueva revelación. Pero no me convencerás de que yo haya sido invitado también. No, Pablo. No me pidas que lo crea. Sería demasiado.»

Desde el momento en que Pablo entró en la cueva, y le dijo que tenía cinco hombres, Robert Jordan se sentía mejor. El regreso de Pablo había disipado la atmósfera trágica, en la que toda la operación parecía desplegarse, desde que había comenzado a nevar. Desde el regreso de Pablo, Jordan tenía la impresión, no sólo de que su suerte hubiese cambiado, porque no creía en la suerte; pero sí de que toda la perspectiva del asunto había mejorado y que la cosa se había hecho posible. En lugar de la certidumbre del fracaso, sentía que la confianza iba subiendo en él como un neumático que se llena de aire gracias a una bomba. Al principio es casi imperceptible, como ocurre con la goma de los neumáticos que casi no se desplaza con los primeros soplos de aire, pero luego se parecía aquello a la ascensión regular de la marea o a la de la savia en un árbol. Y comenzó a percibir esa ausencia de aprensión que se convierte a menudo en una verdadera alegría antes de la batalla.

Era su don más preciado. La cualidad que le hacía apto para la guerra; esa facultad, no de ignorar, pero sí de despreciar el final, por desgraciado que fuera. Esa cualidad quedaba, no obstante, destruida cuando tenía que echarse encima responsabilidades de los otros o cuando sentía la necesidad de emprender una tarea mal preparada o mal concebida. Porque en tales circunstancias no podía permitirse el ignorar un final desgraciado, un fracaso. No era ciertamente una posibilidad de catástrofe para él mismo, que podía ignorar. Jordan sabía que él no era nada y sabía que no era nada la muerte. Lo sabía auténticamente; tan auténticamente como todo lo que sabía. En aquellos últimos días había llegado a saber que él, junto con otro ser, podía serlo todo. Pero también sabía que aquello era una excepción. «Hemos tenido esto -pensó-. Y hemos sido muy dichosos. Se me ha otorgado eso quizá porque nunca lo había pedido. Nadie puede quitármelo ni puede perderse. Pero eso es algo pesado, algo que se ha concluido al despuntar el día, y ahora tenemos que hacer nuestro trabajo. Y tú, me alegro de ver que has encontrado algo que te ha faltado condenadamente durante algunos momentos. Estabas muy bajo de forma. He sentido mucha vergüenza de ti allá abajo, durante algunos momentos. Sólo que yo era tú. Y no había otro para juzgarte. Estábamos los dos en baja forma. Tú y yo, los dos. Vamos, vamos. Deja de pensar como un esquizofrénico. Que piense uno detrás de otro, cada cual según su turno. Ahora estás muy bien. Pero, escucha, no tienes que estar pensando todo el día en la muchacha. No puedes hacer nada para protegerla, como no sea alejarla. Y es lo que vas a hacer. Va a haber, sin duda, muchos caballos si tienes que juzgar por los indicios. Lo mejor que puedes hacer por ella es colmar tu trabajo pronto y bien y acabar con él. Pensar en ella sólo servirá para estorbarte. Así es que no te pases todo el tiempo pensando en ella,»

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