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¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер (книги читать бесплатно без регистрации .txt) 📗

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- Te creo -dijo el hombre de la bomba.

- Tienes razón -dijo Andrés. Se abría paso prudentemente por entre los cables de la última alambrada y ya estaba muy cerca del parapeto-. Yo no soy nadie importante. Pero el asunto es serio. Muy serio.

- No hay nada más serio que la libertad -gritó el hombre de la bomba-. ¿Crees que hay algo más serio que la libertad? -preguntó severamente.

- Pues claro que no, hombre -dijo Andrés, aliviado. Sabía que tenía que habérselas con aquellos chiflados de los pañuelos rojos y negros-. ¡Viva la libertad!

- ¡Viva la FAI! ¡Viva la CNT! -le respondieron desde el parapeto-. ¡Viva el anarcosindicalismo y la libertad!

- ¡Viva nosotros! -gritó Andrés.

- Es uno de los nuestros -dijo el hombre de la bomba-. Y pensar que hubiera podido matarle con esto…

Miró la granada que tenía en la mano profundamente conmovido, mientras Andrés subía por el parapeto. Cogiéndole entre sus brazos, con la granada siempre en sus manos, de forma que quedaba apoyada en el omóplato de Andrés, el hombre de la bomba le besó en las dos mejillas.

- Me alegro de que no te haya ocurrido nada, hermano -le dijo-. Me alegro mucho.

- ¿Dónde está tu oficial? -preguntó Andrés.

- Soy yo quien manda aquí -dijo un hombre-. Déjame ver tus papeles.

Se los llevó a un refugio y los examinó a la luz de una vela. Había el pequeño cuadrado de seda con los colores de la República y, en el centro, el sello del S. I. M. Había el salvoconducto con su nombre, su edad, su estatura, el lugar de su nacimiento y su misión, que Robert Jordan le había redactado en una hoja de su cuaderno de notas y sellado con el sello de goma del S. I. M. y había, en fin, los cuatro pliegos doblados del mensaje para Golz, atados con un cordón, sellados con un sello de cera, timbrados con el sello de metal S. I. M., que estaba fijado a la otra extremidad del sello de goma.

- Esto lo he visto ya -dijo el hombre que mandaba el puesto devolviéndole el trozo de seda-. Esto lo tenéis todos; ya lo conozco. Pero esto no prueba nada sin esto. -Cogió el salvoconducto y volvió a leerlo-. ¿Dónde has nacido?

- En Villaconejos -dijo Andrés.

- ¿Y qué es lo que se cría allí?

- Melones -contestó Andrés-. Todo el mundo lo sabe.

- ¿A quién conoces tú de por allí?

- ¿Por qué? ¿Eres tú de por allí?

- No, pero he estado por allí. Soy de Aranjuez.

- Pregúntame lo que quieras.

- Háblame de José Rincón.

- ¿El que tiene la bodega?

- Ese.

- Es calvo, con mucha barriga y una nube en un ojo.

- Está bien -dijo el hombre, devolviéndole el documento-. Pero ¿qué es lo que haces al otro lado?

- Nuestro padre se avecinó en Villacastín antes del Movimiento -dijo Andrés-. Allí, en el llano de la otra parte de las montañas. Fue allí en donde le sorprendió el Movimiento. Yo peleo en la banda de Pablo. Pero tengo mucha prisa por llevar ese mensaje.

- ¿Cómo van las cosas en las tierras de los fascistas? -preguntó el hombre que mandaba el puesto. No tenía, por supuesto, ninguna prisa.

- Hoy ha habido mucho tomate -dijo orgullosamente Andrés-. Hoy ha habido mucha polvareda en la carretera todo el día. Hoy han aplastado a la banda del Sordo.

- ¿Y quién es ese Sordo? -preguntó el otro, con tono despectivo.

- Era el jefe de una de las mejores bandas de las montañas.

- Tendríais que veniros todos a la República y entrar en el ejército -dijo el oficial-. Hay demasiadas tonterías de guerrillas. Tendríais que veniros todos y someteros a nuestra disciplina libertaria. Y luego, si tuviéramos necesidad de guerrillas, ya se enviarían en la medida que fueran necesarias.

Andrés estaba dotado de una paciencia casi sublime. Había sufrido con calma el paso por entre la alambrada. Nada le había asombrado del interrogatorio; encontraba perfectamente normal que aquel hombre no supiera nada de ellos, ni de lo que hacían, y estaba dispuesto a aguardar que todo aquello sucediera lentamente; pero quería irse ya.

- Escucha, compadre -dijo-, es posible que tengas razón. Pero tengo orden de entregar este mensaje al general que manda la XXXV División, que lanza un ataque de madrugada en estas colinas, y la noche está ya avanzada; es preciso que me vaya.

- ¿Qué ataque? ¿Qué es lo que sabes tú de un ataque?

- No. No sé nada. Pero ahora tengo que irme a Navacerrada. ¿Quieres enviarme a tu comandante, que me facilitará un medio de transporte? Haz que me acompañe alguien que responda de mí, para no perder el tiempo.

- Todo esto no me gusta nada -dijo el hombre-. Hubiera sido mejor pegarte un tiro cuando te acercaste a la alambrada.

- Has visto mis papeles, camarada, y te he explicado mi misión -le dijo pacientemente Andrés.

- Esto de los papeles se fabrica -dijo el oficial-. Cualquier fascista podría inventar una misión de este género. Te acompañaré yo mismo al comandante.

- Bueno -dijo Andrés-. Vamos. Vayamos en seguida.

- Tú, Sánchez, tú mandas en mi lugar -dijo el oficial-. Conoces la consigna tan bien como yo. Yo me llevo a este supuesto camarada a ver al comandante.

Se pusieron en marcha a lo largo de la trinchera menos profunda, abierta tras la cresta de la colina, y Andrés sentía que le llegaba en la oscuridad el olor de los excrementos depositados por los defensores de la colina en torno a los helechos de la cuesta. No le gustaban aquellos hombres, que eran como niños peligrosos, sucios, groseros, indisciplinados, buenos, cariñosos, tontos e ignorantes, aunque peligrosos siempre, porque estaban armados. El, Andrés, no tenía opiniones políticas salvo que estaba con la República. Había oído hablar a veces a aquellas gentes y encontraba que lo que decían era con frecuencia muy bonito, pero no los quería. «La libertad no consiste en no enterrar los excrementos que se hacen -pensó-. No hay animal más libre que el gato; pero entierra sus excrementos. El gato es el mejor anarquista. Mientras no aprendan a comportarse como el gato, no podré estimarlos.»

El oficial, que marchaba delante de él, se detuvo bruscamente.

- Sigues llevando tu carabina -dijo.

- Sí -contestó Andrés.

- ¿Por qué? Dámela -dijo el oficial-. Podrías descerrajarme un tiro por la espalda.

- ¿Por qué? -le preguntó Andrés-. ¿Por qué iba a dispararte un tiro por la espalda?

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