¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер (книги читать бесплатно без регистрации .txt) 📗
- Seré para ti una mujer todo lo buena que pueda -dijo María-. No me han enseñado muchas cosas, es verdad; pero intentaré aprenderlas. Si vivimos en Madrid, me parecerá muy bien. Si tenemos que irnos a otra parte, me parecerá muy bien. Si no vivimos en ninguna parte y yo puedo ir contigo, todavía mejor. Si vamos a tu país, intentaré hablar el inglés como el más inglés que haya en el mundo. Me fijaré en lo que hacen los demás y procuraré hacerlo como ellos.
- Resultarás muy cómica.
- Seguramente. Cometeré faltas, pero tú me las dirás y no las cometeré dos veces, o quizá las cometa dos veces, pero nada más. Luego, en tu país, si echas de menos nuestra cocina, yo guisaré para ti. Y además iré a una buena escuela para aprender a ser una buena ama de casa, si hay escuelas para eso, y trabajaré mucho.
- Hay escuelas para eso, pero tú no tienes necesidad de ir.
- Pilar me ha dicho que creía que hay escuelas así en tu país. Lo ha leído en un artículo de una revista. También me ha dicho que tendría que aprender a hablar inglés y a hablarlo bien, para que tú no sientas nunca vergüenza de mí.
- ¿Cuándo te ha dicho eso?
- Hoy, mientras hacíamos el equipaje. Me ha hablado todo el tiempo de lo que tendría que hacer para ser tu mujer.
«Creo que Pilar sueña también con Madrid», pensó Robert Jordan, y dijo:
- ¿Qué te ha dicho además de eso?
- Que tengo que cuidar de mi cuerpo y cuidar de mi línea como si fuera un torero. Me ha dicho que eso era muy importante.
- Es verdad -dijo Robert Jordan-; pero no tienes que preocuparte de eso en muchos años.
- Sí. Pilar dice que entre las mujeres de nuestra raza hay que tener siempre mucho cuidado porque a veces ocurre eso de golpe. Me ha dicho que en otros tiempos ella era tan esbelta como yo, pero que en su época las mujeres no hacían gimnasia. Me ha dicho qué movimientos tengo que hacer y también que no coma demasiado. Me ha dicho lo que no tenía que comer. Pero se me ha olvidado. Tendré que volvérselo a preguntar.
- Patatas -dijo él.
- Sí -continuó ella-. Patatas y cosas fritas. Y luego, cuando le dije que sentía dolor, me dijo que no debería hablarte de ello y que debería soportar el dolor sin decirte nada. Pero te lo he dicho porque no quiero engañarte nunca y tenía miedo de que tú pudieras pensar que no compartimos ya el mismo placer y que lo que sucedió arriba, en el valle, no había sucedido nunca.
- Has hecho bien diciéndomelo.
- ¿No es verdad? Pero estoy muy avergonzada y haré todo lo que quieras que haga. Pilar me ha hablado de las cosas que pueden hacerse con un marido.
- No es preciso hacer nada. Lo que tenemos lo tenemos juntos y lo guardaremos bien. Te quiero así, como estás ahora; te quiero acostada junto a mí y tocarte y sentir que estás realmente ahí y cuando estés en condiciones lo haremos todo.
- Pero ¿no tienes deseos que yo no pueda satisfacer? Pilar me ha explicado eso.
- No. Nuestros deseos los compartiremos juntos. No tengo más deseos que los tuyos.
- Eso me tranquiliza. Pero quiero que sepas que haré todo lo que me pidas. Sólo que tendrás que decírmelo, porque soy muy ignorante y no he entendido claramente lo que me ha dicho. Me daba vergüenza preguntárselo, aunque ella sabe muchísimas cosas.
- Conejito -dijo-, eres maravillosa.
- ¡Qué va! -dijo ella-; pero he tratado de aprender en un día todo lo que una mujer tiene que saber, mientras levantábamos el campamento y hacíamos los preparativos para una batalla y se estaba librando otra batalla ahí abajo. Es una cosa difícil, y si cometo pifias tienes que decírmelo, porque te quiero mucho. Quizá recuerde las cosas de manera equivocada, y muchas de las que me ha dicho Pilar eran muy complicadas.
- ¿Qué es lo que te ha dicho ella?
- Pues tantas cosas, que no me acuerdo de ninguna. Me ha dicho que podía contarte todo lo que me han hecho si alguna vez me atrevo a pensar en ello, porque eres bueno y lo comprenderías. Pero que era preferible que no te lo dijese, a menos que por callarlo me vuelvan las ideas negras, como antes, y que entonces quizá me zafara de ellas contándotelo.
- ¿Es que te afliges mucho en estos momentos?
- No. Desde la primera vez que estuvimos juntos es como si todo aquello jamás hubiera sucedido. Sigo sintiendo pena por mis padres. Pero quisiera que supieses una cosa para tu amor propio, si es que tengo que ser tu mujer: No he cedido nunca a ninguno. Me he resistido siempre y cada vez que lo hicieron se necesitaron dos para obligarme. Uno se sentaba sobre mi cabeza y me sujetaba. Te lo digo para tu amor propio.
- Mi amor propio está en ti. No hables más de eso.
- No. Hablo del amor propio que tienes que sentir por tu mujer. Y otra cosa. Mi padre era el alcalde del pueblo, un hombre honrado. Mi madre era una mujer honrada y una buena católica, y la mataron con mi padre por las ideas políticas de mi padre, que era republicano. Vi cómo los mataban a los dos. Mi padre dijo: «¡Viva la República!» cuando le fusilaron, de pie, contra las tapias del matadero de nuestro pueblo. Mi madre que estaba de pie, contra la misma tapia, dijo: «¡Viva mi marido, el alcalde de este pueblo!» Yo aguardaba que me matasen a mí también y pensaba decir: «¡Viva la República! y ¡Vivan mis padres!» Pero no me mataron. En lugar de matarme me hicieron cosas. Oye, voy a contarte una de las cosas que me hicieron, porque nos afecta a los dos. Después del fusilamiento en el matadero, nos reunieron a todos los parientes de los muertos que habíamos presenciado la escena sin ser fusilados y, de vuelta del matadero, nos hicieron subir por la cuesta, hasta la plaza del pueblo. Casi todos lloraban. Pero algunos estaban atontados por lo que habían visto y se les habían secado las lágrimas. Yo misma no podía llorar. No me daba cuenta de lo que pasaba porque solamente tenía ante mis ojos el cuadro de mi padre y de mi madre en el momento de su fusilamiento. Y la voz de mi madre diciendo: «¡Viva mi marido, el alcalde de este pueblo!», me sonaba en los oídos como un grito que no se apagaba y se repetía continuamente. Porque mi madre no era republicana, y por eso no había gritado ¡Viva la República!, sino solamente viva mi padre, que estaba allí, de bruces, a sus pies.
»Pero lo que gritó lo dijo en voz muy alta, como si fuera un grito, y en seguida la fusilaron. Y cuando cayó quise acercarme, separándome de la fila; pero estábamos todos atados, los unos a los otros. El fusilamiento lo llevó a cabo la Guardia civil, y los guardias se quedaron esperando a los demás que tenían que fusilar; pero los falangistas nos alejaron, haciéndonos subir la cuesta. Los guardias civiles se quedaron allí apoyando sus fusiles contra la pared junto a los cuerpos caídos, íbamos atados de las muñecas, en una larga fila de muchachas y mujeres, y nos condujeron por las calles hasta llegar a la plaza, y en la plaza nos hicieron detenernos junto a la barbería, que estaba frente al Ayuntamiento.