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El Abisinio - Rufin Jean-christophe (библиотека электронных книг .txt) 📗

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En el momento de salir surgio una complicacion de ultima hora. La duena de la casa donde Alix habia pasado la noche, la viuda Beulorat, quiso sumarse al convoy y penso aprovechar la carroza para ir a Alejandria a arreglar unos asuntos. La mujer se gano a los dos guardias, probablemente ofreciendoles unas piastras, y la embarcaron en la carroza. Alix sabia que sus amigos podian aparecer de un momento a otro e insistio en tener a sus pies la bolsa donde habia escondido la daga y las pistolas. Asi pues, en lugar de estar a sus anchas preparandose para el asalto, se veia obligada a seguir la conversacion de aquella beata.

– Hija mia -decia la viuda Beulorat en tono empalagoso-, no mire asi por la portezuela. Se va a hacer dano. Este paisaje hoy desaparece para usted. Pero piense en las imagenes celestes con las que podra deleitarse a partir de ahora.

– No puede imaginar lo feliz que me siento, senora.

– Lo se, y figurese lo mucho que la envidio. Mi vida ha sido muy diferente, desde luego. Me consagre a un marido, a los hijos. Sin embargo, a veces me pregunto si no estaria hecha para Dios.

– Que interesante -dijo Alix sin dejar de mirar al exterior.

– ?Verdad que si? Creo que en la vida religiosa habria encontrado una paz a la que aspiro con todo mi ser.

Con su manta de saten y un peinado de antes del Diluvio, aquella vieja mas arrugada que una pasa ponia cara de virgen para contar que habria querido ser la amante de Dios.

– ?Sabe que me dedique tanto a El que mi difunto marido llego a ponerse celoso?

– ?De verdad? -dijo Alix con cortesia.

Al cabo de media hora de aburrido dialogo y en el preciso momento en que la carroza aminoraba la marcha para tomar una curva cerrada del camino, sonaron dos disparos en el aire humedo. Alix se precipito sobre la portezuela pero no vio nada; luego se pego contra el cristal trasero y advirtio que uno de los guardias habia caido herido al suelo. Michel detuvo la carroza. El otro guardia espoleo el caballo, se coloco a la altura del cochero y le ordeno seguir. En aquel mismo instante, el maestro Juremi salio a caballo de detras de una tapia y se abalanzo sobre el guardia con el sable desnudo. El otro desenvaino el suyo y empezaron a luchar.

La viuda Beulorat, sorprendida al darse cuenta de que el cielo acababa de enviarle otra nueva prueba, se puso a dar alaridos como.una bestia acorralada. Alix, que seguia apasionadamente el combate desde la portezuela, se volvio hacia ella y le dijo que se callara. Pero la mujer redoblo sus gritos. Entonces contemplo con soberana emocion como la joven se acercaba y le propinaba friamente un par de bofetones.

– ?Te quieres callar, vieja mojigata!

Con las manos en las mejillas aun ardientes por las dos guantadas, la viuda Beulorat asistio en silencio aunque jadeante de angustia a la continuacion de aquella espantosa escena. Observo que la futura monja, tan devotamente sumisa unos minutos antes, se desprendia de su austero vestido de prometida de Cristo para dejar a la vista el atuendo de caballero que llevaba debajo. Despues abrio la bolsa de cuero que estaba en el suelo, se quito el calzado que llevaba y se puso unas altas botas marrones con espuelas. Afuera se oia como los combatientes entrechocaban aun los sables. El maestro Juremi dominaba la situacion, pero el otro se resistia con las ultimas fuerzas. De repente, un incidente estuvo a punto de echarlo todo a perder. Un jenizaro a caballo llego al galope a la curva donde permanecia detenida la carroza; enseguida comprendio quien era el asaltante, asi que golpeo al maestro Juremi con toda la fuerza de su sable curvado, y el protestante reculo. Francoise estaba detras de la tapia. Alix reparo en que dudaba en disparar pues el combate era violento y confuso, y su amiga estaba lejos. Entonces se volvio hacia el interior de la carroza donde la devota seguia gimiendo, agarro una pistola que habia cargado la noche anterior, monto el gatillo y ajusto el pedernal. Los combatientes se hallaban a tres pasos de ella, asi que espero a que el jenizaro estuviera solo en la mira y disparo. El moro tenia el brazo levantado; la bala entro limpiamente en su pecho, le atraveso de parte a parte y le derrumbo. El guardia del consulado se extrano tanto al ver desaparecer tan brutalmente a su aliado que se quedo inmovil. Un golpe de sable de Juremi le hendio la cara; otro le atraveso el corazon, y cayo de espaldas con un ruido seco.

Alix dio un grito de alegria, pero no habia tiempo que perder. Francoise tiro de los cadaveres hasta el borde del camino y los escondio detras de la tapia mientras Michel maniobraba la carroza para esconderla en la entrada del palmeral. El maestro Juremi inmovilizo al viejo cochero con unas ligaduras algo flojas que le servirian de coartada, y Alix se encargo de amordazar a la viuda Beulorat.

– Acuerdese bien de lo que ha visto -le dijo muy seria-. Me han secuestrado dos bandoleros turcos. Como diga cualquier otra cosa,mis amigos volveran para facilitarle el viaje al cielo. -Y luego anadio, riendo-: Si aun le hace ilusion el convento, mi sitio queda libre.

La muchacha salto a uno de los caballos de los guardias al que Francoise habia ajustado los estribos, y los tres amigos se fueron al galope hacia el este.

Cuando estuvieron bastante lejos del lugar del secuestro se desviaron del camino, y el maestro Juremi los condujo hacia las ruinas que se veian en lo alto de un cerro. Saltaron a tierra para que los caballos recuperaran fuerzas, y el protestante dio cuenta a Alix de todo cuanto habia sucedido en El Cairo.

– ?Ha llegado Jean-Baptiste! -exclamo.

Les costo mucho convencerla de que no podian regresar a la ciudad. Para ella era un horrible suplicio saber que el hombre al que amaba estaba a menos de media jornada a caballo, y a pesar de todo tener que alejarse. Los amantes a quienes el destino envia una confirmacion de su buena estrella irremediablemente se ven llevados a confirmarla con alguna osadia aun mayor. Por ese motivo, Alix decia que si habia escapado de Versalles y del Rey, no supondria ningun peligro para el encontrarla en El Cairo. No obstante, el maestro Juremi y Francoise le aconsejaron que tuviera paciencia, le repitieron las instrucciones que les habia dado Jean-Baptiste y terminaron convenciendola. Finalmente se trazaron un plan para llegar al Sinai.

– Dormiremos en este lugar retirado, y por la noche nos pondremos en camino -dijo el maestro Juremi.

Se acostaron, pero como no tenian sueno, descansaron con desasosiego. A las seis ensillaron los caballos y se marcharon, pues a esa hora podian galopar sin temor aprovechando la noche clara del delta, donde la luna difuminaba su luz en mil resplandores lechosos por la superficie del rio y de los canales.

Por la manana divisaron Ismailia y a las once atravesaban sus puertas. La ciudad se hallaba en silencio y aun parecia completamente dormida. Las persianas de madera estaban echadas ante las tiendas, las ventanas cerradas, y las puertas aun mas si cabe. No habia ni un alma en las calles. El maestro Juremi no estaba preocupado en modo alguno por su situacion; era imposible que ya se hubiera corrido la noticia del secuestro, puesto que antes debia llegar a El Cairo. Pero al igual que a las dos mujeres, el espectaculo de aquella ciudad muerta, que no estaba ni devastada ni probablemente tampoco desierta, le producia una tenebrosa angustia.

Cuando llegaban al extremo de una calle ancha bordeada por la entrada monumental de dos mezquitas otomanas, oyeron abrirse subitamente un postigo de madera en el segundo piso de una casa. Vieron entonces a una joven en la ventana con una mano a modo de visera sobre sus ojos entornados, como una ciega. En la casa de enfrente chirrio otra ventana, y un anciano inclino hacia la calle su cabeza arrugada cubierta con un keffieh ladeado. Enseguida se abrieron otros postigos, y un negocio entreabrio sus puertas.

– ?Por que se levantan ustedes tan tarde? -pregunto el maestro Juremi en arabe al anciano que habia aparecido por encima de sus cabezas.

El hombre busco a la persona que le estaba hablando. Tambien tenia los ojos practicamente cerrados y no debia de ver nada.

– ?Estoy aqui, en la calle! -exclamo el maestro Juremi.

– ? Ah, seguramente es usted extranjero! -contesto el viejo.

– He llegado esta misma manana.

– Por eso no sabe que la peste nos ha golpeado.

De repente el protestante recordo que en El Cairo le hablaron de que se habian dado varios casos de peste en algunas ciudades, aunque la enfermedad no habia franqueado el istmo de Suez. Y como en aquel entonces no tenia la intencion de tomar aquella direccion, lo habia olvidado.

– Hoy es el ultimo dia de la cuarentena -dijo el viejo egipcio-. ?Ha visto muchos cadaveres en las calles?

– Por ahora ninguno -contesto el maestro Juremi-. Y todo el mundo parece estar sano.

En aquel instante empezaron a abrirse todas las ventanas, desde donde los vecinos se saludaban alegremente unos a otros. En las calles se escuchaban yuyus y gritos de alegria. Tambien se habian descorrido los cerrojos de las puertas y una multitud de ninos, mujeres y hombres mas o menos jovenes, aturdidos aun por la oscuridad y la reclusion, bailaban en la calle, tropezaban y chocaban entre si con la torpeza de los ciegos, entre risas sonoras.

Los tres viajeros pasaron desapercibidos entre aquel tumulto. Encontraron forraje para los caballos y frutos secos para ellos. A la vista del mal momento que atravesaban los negocios, les vendieron muy contentos y a buen precio la mercancia.

Por precaucion, el maestro Juremi repitio vanas veces al vendedor que se dirigian hacia Suez. Y en efecto, al salir de la ciudad tomaron la direcion del golfo. Pero igual que el dia anterior, tambien dejaron la carretera para detenerse en un palmeral que terminaba en la linde de una pequena duna. Esta vez durmieron sin dificultad, y se marcharon de nuevo con el aire fresco de la noche. En lugar de continuar por el camino, volvieron hacia atras, cortaron por el este hacia el desierto y siguieron el rastro arido del Sinai.

La vegetacion los abandono casi al instante. A su alrededor no habia mas que la sombra azulada de las piedras del desierto que salian como estelas de su lecho de arena. En aquel terreno hubiera sido mucho mas adecuado tener camellos, pero sus caballos se habian portado muy bien, a pesar de las piedras cortantes que tapizaban el suelo. Cruzaron un primer oasis en medio de la noche pero decidieron no detenerse.

Los tres seguian la senda de estrellas sembradas para ellos en el cielo. El maestro Juremi miraba a menudo a Francoise y, para no ofender a Alix, cuya tristeza respetaba, trataba de no sonreir demasiado a su amiga.

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