El Abisinio - Rufin Jean-christophe (библиотека электронных книг .txt) 📗
Era un poco mas de medianoche cuando se deslizo en la habitacion del caballero Du Roule, que la estaba esperando.
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El jurado de sabios que debia juzgar a Jean-Baptiste se formo poco antes del dia de Ano Nuevo, antes de lo que Sangray habia previsto. Esto obedecia a que la prolongada presencia de aquel extranjero prisionero que suscitaba las historias mas fantasiosas ya estaba resultando enojosa en Versalles. El asunto se habia abordado en el Consejo, y el Rey habia pedido personalmente que se agilizara. Si Poncet era un impostor, razon de mas para aplicar rapidamente las sanciones, y si era el emisario del Negus, mas valia poner fin a un episodio que podria considerarse vejatorio.
Los jueces eran cuatro: dos procedian de la universidad y los otros dos del clero. Los cuatro tenian fama de ser eruditos en materias arqueologicas y filosoficas, tan aridas que nadie se atrevia a poner en duda su saber. Asi que en cierto modo todos se veian obligados a creer simplemente en su palabra. Era conveniente por tanto que esta palabra fuera notable, grave y que dejase caer unas gotas de hiel sobre todas aquellas opiniones no autorizadas, es decir, diferentes a las suyas.
Decir que este jurado era hostil a Poncet no seria hacer honor a la verdad. En realidad la cuestion no era esa, pues el jurado ponia todo su empeno en complacer al Rey, y lo cierto era que Poncet le habia disgustado. Ademas, los rumores que se habian difundido contra el supuesto viajero habian predispuesto en su contra a aquellas mentes distinguidas, que no por eso eran menos influenciables.
Jean-Baptiste se presento nervioso a la primera sesion. Sangray le habia aconsejado que no llevara su traje de algodon blanco, para que no fuera considerado como una provocacion. Asi pues acudio ataviado con una levita de pano corriente, sin nada en particular que le distinguiera. La confrontacion se celebraba en una gran sala de la Sorbona, completamente dorada y revestida de madera. El jurado se hallaba en un estrado, los profesores llevaban toga y los curas sotana. El sospechoso estaba sentado a un nivel inferior, frente a ellos. Los guardias lo vigilaban, uno a cada lado. Entre el escaso publico que se dispersaba dos hileras mas atras, Jean-Baptiste reconocio a Flehaut, que no lo saludo, y al padre Plantain, acompanado de otros tres jesuitas, ademas de unos cuantos desconocidos. Como era invierno, hacia frio en la sala y los asistentes senalaban su presencia a golpes de tos.
El malestar de todo el mundo obedecia a que aquel asunto tenia la apariencia de un juicio sin serlo, pues ante todo se trataba de un experimento cientifico. La cuestion no era saber si Jean-Baptiste habia cometido un crimen, sino si habia culminado el viaje del que pretendia haber vuelto. Al mismo tiempo, aquello que habria podido ser unicamente una investigacion apasionada y gratuita de la verdad, adquiria otro cariz, pues todos sabian que en el caso de ser declarado mentiroso, Jean-Baptiste seria acusado y entregado inmediatamente a la Justicia propiamente dicha, que posee otros metodos para hacer confesar a los culpables.
De modo que todo empezo bajo el sello de esta ambiguedad. El jurado rogo al «subdito» que diera su nombre, su filiacion y su oficio, «si tenia la bondad», aunque por el tono del presidente resultaba inconcebible que se negara a facilitar la informacion.
– Me llamo Jean-Baptiste Poncet. Desconozco quienes son mis padres. Naci en Grenoble, el 17 de junio de 1672. Hace mas de tres anos que me estableci en El Cairo, donde ejerzo el oficio de herborista.
El presidente miraba las hojas de papel que tenia delante, mientras un escribano hacia crujir la pluma en una esquina del estrado.
– Asi que usted tiene la pretension de haber ido hasta Abisinia…
– No es ninguna pretension, senor presidente. Lo afirmo.
– Usted sabe que muy pocos cristianos pueden jactarse hoy de haber regresado de semejante viaje.
– Lo se -dijo Jean-Baptiste-. Y no me jacto de ello.
– Sin embargo, usted ha llegado a sostener ese discurso ante el Rey -dijo el otro profesor, muy anciano, con la tez macilenta, que hablaba con la voz rota de una vieja maritornes.
– El Emperador de Etiopia en persona me encargo esta mision.
– Lo sabemos, lo sabemos -le interrumpio el presidente con el tono que se emplea para dar la razon a un perturbado en su delirio-,pero no vayamos a quedarnos en esas vagas intenciones. Le ruego que responda a las cuestiones precisas que vamos a formularle. Creo que el padre Juillet desea empezar.
– Senor -dijo el clerigo, un hombre bastante joven con el rostro huesudo y un pliegue profundo a cada lado de la boca-, ?como se llama la ciudad donde reside el Emperador de Etiopia?
– Gondar, padre.
– ?Como se escribe eso?
Poncet deletreo el nombre. A peticion del cura, hizo una descripcion bastante extensa de la ciudad, que los cuatro hombres escucharon mirandose de vez en cuando y con un aire socarron.
– ?Conoce usted a don Alvarez?
– No -contesto Jean-Baptiste tras reflexionar unos instantes-. ?Donde lo hubiera podido encontrar?
– Don Alvarez esta muerto -dijo el presidente con una sonrisa desdenosa-. Fue un ilustre jesuita, un sabio eminente y autentico que nos dejo una cronica sobre la vida de los abisinios, a su regreso de una estancia de diez anos.
– Me alegraria mucho leerla -dijo Poncet.
– En efecto, haria bien -replico el universitario de tez macilenta-. Asi aprenderia que la capital de Etiopia se llama Axum y no… Gondar, como usted ha dicho.
– Y sabria tambien -anadio el joven clerigo- que no hay otra ciudad de ese pais donde sus habitantes vivan en el campo y cultiven la tierra y donde el soberano en persona se desplace de un campo a otro.
– Disculpen, pero esa cronica debe ser antigua. El pais esta lleno de poblaciones e incluso de ciudades. Gondar se fundo despues de que se marcharan los jesuitas, pues el Emperador queria tener una corte estable y desconfiaba de la gente de Axum. En el fondo no ha hecho nada mas que seguir la misma corriente que nuestros reyes de Francia. Desde los tiempos de Francisco I, la corte ha cambiado siempre de residencia, se establecio en Paris y despues en Versalles. Un mensajero que hubiera regresado de Francia diez anos atras, nunca le hubiera hablado de esta ultima ciudad.
– Sus explicaciones son interesantes -dijo el universitario-. Todo se entiende mejor ahora pues se ha apoyado en la historia de nuestro pais para construir la imagen ideal de aquel donde presume haber estado.
Jean-Baptiste hizo un amago de protesta, pero el presidente zanjo el desacuerdo y lanzo al aire otra cuestion. Por este breve dialogo podemos hacernos una idea del tono y las intenciones de la vista. Es inutil dar mas detalles, sobre todo porque el interrogatorio se prolongo mas de dos horas.
Al caer la noche, el sospechoso volvio a casa con sus dos guardias. Sangray le esperaba impaciente con un capon procedente de Le Beau Noir humeando en la mesa.
– ?Y bien? -pregunto el consejero.
– No se creen una palabra de lo que les digo. Toda su ciencia es la de los jesuitas que abandonaron el pais hace sesenta anos. Con el pretexto de que escribieron que nada ha cambiado en Etiopia desde los tiempos de la Reina de Saba, esos necios piensan que medio siglo no es nada y toda nocion que no este en sus libros les parece una fabula.
Jcan-Baptiste hizo a su amigo un resumen de la sesion.
– Tambien me preguntaron si conocia la religion de los abisinios. Les dije que alli no oi nada al respecto. Uno de ellos me pregunto: «Segun los sacerdotes de aquel pueblo, ?cuantas naturalezas hay en Cristo?» Yo le dije que alli me habian planteado la cuestion exactamente en los mismos terminos. «Si eso es exacto y si respondio conforme a nuestra religion, me objeto el presidente, le habrian tenido que dar muerte.» «No, replique, no di una respuesta concreta por una razon muy sencilla: porque no conocia la respuesta. Confese mi flaqueza en teologia y pedi que me excusaran. Mi ignorancia, alli, me salvo. Y seria muy extrano que aqui me condenaran por lo mismo.»
– ?Muy bien, excelente! Ha peleado usted como un leon -dijo Sangray.
– Como un leon en el fondo de un foso al que le lanzan picas envenenadas desde cualquier parte. ?Sabe que dudan tambien de la sinceridad de Murad… arguyendo que su nombre no es abisinio sino turco? ?Desde luego que es armenio! «Asi que es armenio y que el Negus lo emplea en calidad de diplomatico -me objeto aquel cura mentecato-. ?Desde cuando se escogen a los embajadores en las naciones enemigas?» Yo intente explicarselo, pero no quiso oir ninguno de mis argumentos.
– No debe desesperarse -dijo Sangray-, con esa gente hay que resistir. Lo importante es que obtenga un tallo moderado, aunque sea desfavorable. En la retaguardia estamos trabajando para usted. A pesar de todo, tengo una buena noticia que darle: el duque de Chartres se ha prestado de buen grado a leer el manuscrito de los recuerdos que me confio hace tres dias. A principios de la proxima semana tendre noticias al respecto. Tiene poca influencia sobre el Rey, pero es un hombre que posee el don de encender grandes incendios por una causa.
– Me parece que la hoguera arde ya con un hermoso fuego -dijo Jean-Baptiste con un tono lleno de amargura.
El dia siguiente era un domingo. El interrogatorio debia retomarse el miercoles, y Sangray fue a ver a Jean-Baptiste a las diez.
– Ya sabe que poco me gusta influir en las conciencias -dijo en voz baja-. Pero seguramente sus dos angeles de la guardia hacen un informe sobre usted que tendra su peso. Su presencia en mi casa es contraproducente. Y si ademas no va usted a la iglesia…
Jean-Baptiste se aplico el consejo y llevo a sus vigilantes al oficio de las once en San Eustaquio. Conocia muy poco la liturgia para oir algo mas que no fuera el dulce murmullo, realzado por los canticos y por la belleza de las bovedas malvas banadas en la tenue luz de diciembre. Aquel ambiente lo sumio en un ensueno que le devolvio a la infancia. Penso en su madre, a quien aseguraba no haber conocido, aunque en realidad era una sirvienta pobre a quienes sus senores no habian permitido criar a su bastardo. Nunca supo de quien era bastardo. Pero el nino que ignora su filiacion vuelve siempre su mirada hacia el castillo; se imagina descender de un rey o de un duque antes que de un miserable; y en el caso de que fuera un desgraciado, habria de ser el mas terrible de todos, el principe de los matones, el mas generoso, el mas invencible de los bandidos de honor. Jean-Baptiste no sabia realmente que debia ver detras de esas palabras que empezaban por «Padre nuestro que estas en los cielos…». Le proponian pensar en un Ser unico a el, que habia imaginado tantos personajes y que los habia cambiado tan a menudo, a capricho de su imaginacion. Pero para los ninos sin padre, los cielos estan vacios, o demasiado llenos, que viene a ser lo mismo.