El Abisinio - Rufin Jean-christophe (библиотека электронных книг .txt) 📗
– ?Conque un medico! -exclamo el hospedero, haciendo un respetuoso saludo.
– Mas o menos -dijo Poncet, que desconfiaba de los doctores con titulo.
– ?Oh! Mas, senor, ciertamente mas. Conozco bien a esos tunantes de la facultad que nos asesinan y para colmo nos roban. Esas plantas misteriosas, sobre todo si provienen de Oriente, me inspiran mas confianza.
Jean-Baptiste se abstuvo de anadir nada mas, y menos aun de impedir al hombre que hablara. Asi, mientras subia a su habitacion, oyo al tabernero que iba de mesa en mesa para divulgar la noticia de su profesion, y el medico sintio a sus espaldas miradas llenas de respeto.
«Esperemos que lleguen los clientes -se dijo-, porque con la rapidez con que se va el dinero en esta ciudad, todo el polvo de oro se habra evaporado muy pronto. Y quien sabe cuanto tiempo habra que quedarse…»
Sin embargo, los jcsuitas no estaban de brazos cruzados. Los acontecimientos de Espana habian trastornado a la corte y tenian muy ocupado al Rey. Pero los curas supieron esperar un poco, y entretanto hicieron llegar el asunto de Etiopia a sus superiores. La Compania contaba en sus filas con la mayor parte de los directores espirituales de la alta nobleza, empezando por el del Rey propiamente dicho. Por esa via hicieron correr el rumor de la fabulosa mision en cien casas de abolengo, y anunciaron la presencia en la capital del protagonista de aquella expedicion. Hubo algunas cenas de devotos, a las que Jean-Baptiste se nego a acudir alegando que reservaba la primicia de su relato al Rey en persona, actitud que le valio unos sutiles reproches del padre Plantain. No obstante, el cura se sentia muy honrado de presentarse solo en esas prestigiosas residencias y de ser escuchado por hombres ricos y con titulos, y por hermosas mujeres; en suma, de codearse con un circulo social que habria sido motivo de orgullo para sus ancestros chalanes. No hay duda de que los curas son particularmente habilidosos para hacer fructificar el misterio. De lo poco que sabia del viaje de Poncet y del desdichado Brevedent, el padre Plantain construyo un relato virtuoso, apasionante por sus propias lagunas y triunfante por su conclusion, pues se trataba ni mas ni menos de que un noble pueblo volvia hacia la fe verdadera. Poncet, invisible, alcanzaba las dimensiones de un mito en los circulos aristocraticos.
Mientras tanto, Jean-Baptiste jugaba a las cartas con los comensales de Le Beau Noir, con los pies junto a la chimenea, iba a pasear a las horas de sol a los jardines de las Tullerias, y al regreso regaba las semillas de hibiscus que habia plantado en una jardinera. Al dia siguiente de su llegada vio al primer paciente, el hijo de una sirvienta que el senor Raoul, el hospedero, habia llevado personalmente a su habitacion. El nino estaba aquejado de unas fuertes anginas, y Jean-Baptiste le proporciono unos remedios sin cobrar. A los dos dias el enfermo se habia curado, algo que la naturaleza habia conseguido por si misma pero que el medico tuvo la habilidad de anotarse en su favor. Se gano una buena reputacion muy deprisa, y aquello empezo a reportarle beneficios.
Asi fue como Jean Baptiste cultivo su fama en dos ambitos muy diferentes durante su primera semana en Paris. Por un lado la de embajador, en la residencia de los principes que no le conocian; y por el otro la de curandero, en el barrio pobre donde pasaba el dia. Lo cierto es que incluso adquirio una mas, que ignoraba y que no decia nada bueno en su favor. Debido a la demora de la audiencia real, la correspondencia del senor De Maillet y de los capuchinos de El Cairo dio alcance a los viajeros y empezo a consumar su labor de zapa. A partir de ese momento el conde de Pontchartrain tuvo en su poder argumentos consistentes contra ellos, y un grupo de clerigos, mas vinculado a Roma que a los jesuitas, propalo el rumor de que ese asunto de la embajada era una invencion, un cuento, y Poncet un impostor.
El padre Plantain considero necesario acabar con aquella odiosa campana de descredito, por muy modesta que entonces fuera. Era imprudente esperar la audiencia del Rey, que podia retrasarse, pues Su Majestad preparaba el viaje de su nieto para Espana y debia proporcionarle a marchas forzadas algunas nociones sobre la tarea de gobernar. Asi que el jesuita llamo a Poncet al colegio Luis el Grande. Este aparecio una manana, aprovechando el lapso entre dos visitas a enfermos, con las mejillas enrojecidas por el frio.
– Querido amigo -dijo el padre Plantain con fervor-, algunas mentes celosas (sabemos bien quienes son, ya que nuestra orden esta acostumbrada a sus criticas henchidas de odio), tienen el descaro de poner en duda su viaje a Abisinia. Asi pues debemos dirigirles un desmentido formal y rapido. Habida cuenta de que ya estamos aqui, deberia tener usted la amabilidad de entregarme la carta que le dio el Negus. La mandare traducir inmediatamente, sera autentificada y la publicaremos en las gacetas que, por una vez, serviran a la verdad y a nuestra causa.
El aire de Paris habia distraido a Jean-Baptiste hasta el punto de que al caminar hacia la calle Saint-Jacques se habia ensimismado tanto viendo pasar los rapidos cabrioles, las cuadrillas de los mosqueteros vestidos de gris y las calesas donde se distinguian damas en flor, que habia olvidado completamente el asunto de los jesuitas y concretamente la carta que se habia inventado. En realidad solo se trataba de un trozo de papel que habia garabateado el mismo y cuyo sello no era sino la marca que habia dejado en la cera un viejo atizador.
– ?La carta del Negus? -repitio con la mirada perdida.
Entonces se acordo.-?Ah, si, ya estoy en ello. Perdoneme, padre, pero es que el frio me entumece los sentidos. En fin, eso es imposible.
– ?Y por que?
– La he perdido.
La expresion de estupefaccion que se dibujo en el rostro del padre Plantain no habria sido mayor si un rayo hubiera caido en la habitacion, hundiendo el techo.
– ?Y me lo dice asi, con esa naturalidad! Perdida… ?Pero se da cuenta de la situacion?
Luego, recobrandose, el hombre de negro anadio con una voz poderosa:
– ?Encuentrela! Esto es increible. Mire por todas partes. Vuelva a Marsella si es preciso y mire en el suelo.
– No -dijo Poncet, que queria acabar con aquella farsa ahora que la habia soltado-. Se lo aseguro, no serviria de nada. La perdi en el barco.
– Enviaremos un correo a Marsella. Tal vez la galera este aun alli. En caso contrario podria alcanzarla un crucero.
Jcan-Baptiste sacudio la cabeza.
– Le digo que es inutil.
Tomo una silla, se sento de lado con un codo sobre el respaldo, con la naturalidad de un conversador de taberna y empezo con su relato:
– Habiamos rodeado la isla de Cerdena. Recuerdo bien que usted estaba en el castillo de proa, como era su costumbre. Creo que rezaba, no, leia un misal, eso era. En la superficie del agua se veia el rastro blanco de unos peces de tres pies. Se diria que nos seguian. Yo fui a las cocinas a buscar unos mendrugos para lanzarselos y observar si desviaban su curso.
– ?Y entonces? -dijo el jesuita completamente abatido.
– ?Entonces, si! Se desviaban, iban a atrapar el pan y luego…
– ?Al diablo con los peces! -exclamo el padre Plantain-. ?Y la carta?
– Se cayo de mi bolsillo.
– ?En el puente?
– No, al agua.
El religioso se apoyo en la mesa de roble para no caerse.
– ?Y me creera si le digo -continuo Poncet con tono animado- que vi a tres de esos monstruos saltar sobre el papel y disputarselo?
El jesuita se llevo la mano al corazon. Apenas respiraba.
– ?Que le ocurre? -pregunto Jean-Baptiste-. ?Se encuentra mal?
Le indico que se sentara en su lugar en la silla y llamo para que trajeran un vaso de ron.
El padre Plantain se recupero rapidamente de su malestar, porque era un hombre fuerte. Pero el otro cura que habia venido en su ayuda hizo comprender a Poncet que valia mas que los dejara solos, pues su mera presencia arrancaba gritos de furor a aquel desgraciado.
Jean-Baptiste volvio a marcharse con el semblante circunspecto. Pero en cuanto doblo la esquina del hotel de Conti, estallo de risa en plena calle.
Hasta entonces habia hecho sus clientes entre los malandrines que frecuentaban Le Beau Noir. Algunas habitaciones estaban ocupadas por modestos hombres de negocios y extranjeros cuyos asuntos se desconocian. La taberna atraia a cocheros, soldados y todo un mundillo de gente de los mercados vecinos a quienes el senor Raoul trataba con familiaridad. La noche en que Jean-Baptiste volvio de Luis el Grande, el tabernero le esperaba para llevarle a casa de un misterioso enfermo de quien le hablo con una voz quebrada de respeto.
El hombre vivia en la misma calle, casi enfrente de la taberna. Pero la alta fachada de piedra de su morada contrastaba con el perfil de hierro de Le Beau Noir y las casuchas vecinas.
– Hace medio siglo -dijo el posadero-, cuando el Rey aun no habia prohibido los duelos aqui, la casa a la que vamos era el centro de reunion de esgrima de todo Paris.
– Oh -exclamo Poncet-, tendria que haber traido una espada.
– Afortunadamente no tiene nada que temer -le dijo el senor Raoul, deteniendose antes de llegar a la puerta del hotel para hacerle a Poncet ciertas revelaciones antes de entrar-. Un burgues muy honorable que fue durante mucho tiempo magistrado en el Parlamento compro la casa. Su mujer murio veinte anos atras durante una epidemia. Se dice que aquello fue el motivo de su ateismo, pero a mi eso me tiene sin cuidado. Lo que si es seguro es que educo muy bien a sus dos hijos, que ahora ya son mayores y que vienen muy de vez en cuando. La hija esta casada con un extranjero y vive fuera del pais; en cuanto a su hijo, sirve en un regimiento en la India. Vive solo y es un hombre mas bien alegre que gustadle salir y recibir visitas. Pero hace seis meses que enferma con frecuencia. Sus crisis son tan fuertes que grita de dolor. A veces se le oye desde mi casa, y ahora duerme en la otra ala para no asustar a los viandantes cuando grita. Los medicos le han desangrado impunemente, no solo el cuerpo sino tambien la bolsa. Si siguen asi lo mataran, ademas de arruinarlo. No obstante podemos estar tranquilos de que haran las cosas en condiciones y que antes lo arruinaran. Se ocupa de el una sirvienta. Por fortuna es una santa mujer que solo quiere su bien. Le he hablado de usted. Ayer tuvo otra crisis y esta manana ha venido corriendo para decirme que su senor estaba dispuesto a ponerse bajo sus cuidados.