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Samarcanda - Maalouf Amin (серии книг читать бесплатно txt) 📗

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Y contempla como a intrusos a los diez hombres armados que vienen a interrumpir el sacrificio. Sobre gorros de fieltro ostentan la insignia verde palido los ahdat , la milicia urbana de Samarcanda. Nada mas los agresores se alejan de Jayyam, pero para justificar su conducta empiezan a gritar tomando a la gente por testigo:

– ?Alquimista! ?Alquimista!

A los ojos de las autoridades ser filosofo no es un crimen, pero practicar la alquimia se castiga con la muerte.

– ?Alquimista! ?Este extranjero es un alquimista!

Pero el jefe de la patrulla no tiene la intencion de argumentar.

– Si este hombre es realmente un alquimista -decide-, conviene conducirlo ante el gran juez Abu Taher.

Mientras Jaber el Largo, olvidado por todos, se arrastra hacia la taberna mas cercana donde se cuela prometiendose no aventurarse jamas al exterior, Omar consigue levantarse sin la ayuda de nadie. Camina erguido y en silencio; su mueca altiva cubre como un velo pudico sus ropas destrozadas y su rostro lleno de sangre. Ante el abren paso unos milicianos provistos de antorchas. Tras el van sus agresores y luego el cortejo de mirones.

Omar no los ve ni los oye. Para el las calles estan desiertas, la Tierra no tiene ruidos, ni el cielo nubes y Samarcanda sigue siendo ese lugar de ensueno que descubrio algunos dias antes.

Llego a la ciudad despues de tres semanas de camino y, sin descansar ni un momento, decidio seguir al pie de la letra los consejos de los viajeros de los tiempos pasados. Subid, invitan ellos, a la terraza de Kuhandiz, la antigua ciudadela, pasead ampliamente vuestra mirada y no encontrareis mas que agua y verdor, bancales floridos y cipreses recortados por los mas sutiles jardineros, en forma de bueyes, elefantes, camellos agachados y panteras que se hacen frente y parecen preparadas para saltar. En efecto, en el interior mismo del recinto, desde la puerta del Monasterio, al oeste, hasta la puerta de China, Omar no vio mas que tupidos vergeles e impetuosos riachuelos. Luego, aqui y alla, un esbelto minarete de ladrillos, una cupula cincelada de sombra, la blancura de la pared de un mirador. Y a la orilla de una charca, cobijada por los sauces llorones, una banista desnuda que desplegaba sus cabellos al ardiente viento.

?No es esta vision del paraiso la que quiso evocar el pintor anonimo que, mucho despues, se propuso ilustrar el manuscrito de las Ruba'iyyat ? ?No es la que Omar conserva aun en su mente mientras le conducen hacia el barrio de Asfizar donde reside Abu Taher, el cadi de los cadies de Samarcanda? No cesa de repetirse para sus adentros: «No odiare esta ciudad. Aunque mi banista solo sea un espejismo. Aunque la realidad tenga el rostro del de la cicatriz. Aunque esta noche fuera para mi la ultima.»

II

En el gran divan del juez, los lejanos candelabros dan a Jayyam un color de marfil. En cuanto entro, dos guardias de cierta edad lo agarraron por los hombros como si fuera un loco peligroso. Y en esta postura espera cerca de la puerta.

Sentado al otro extremo de la habitacion, el cadi no se ha dado cuenta de su presencia; esta terminando de resolver un asunto y discute con los demandantes razonando a uno y reprendiendo al otro. Una antigua disputa entre vecinos, parece ser, rencores redundantes, argucias irrisorias. Abu Taher termina por manifestar ruidosamente su cansancio y ordena a los dos jefes de familia que se abracen, ahi, ante el, como si nada los hubiera separado jamas. Uno de ellos da un paso; el otro, un coloso de frente estrecha, se resiste. El cadi lo abofetea al vuelo, haciendo temblar a la concurrencia. El gigante contempla un momento a ese personaje rechoncho, colerico y vivaracho que ha tenido que empinarse para alcanzarle, luego baja la cabeza, se acaricia la mejilla y cumple lo que le ordenan.

Una vez despedida toda esa gente, Abu Taher indica a los milicianos que se acerquen. Estos recitan su informe, responden a algunas preguntas y se esfuerzan por explicar por que han dejado que se formara en las calles tal aglomeracion. A continuacion le llega el turno al de la cicatriz. Se inclina hacia el cadi, que parece conocerlo desde hace mucho tiempo, y se lanza a un animado monologo. Abu Taher lo escucha atentamente sin dejar traslucir sus sentimientos. Despues de concederse algunos instantes de reflexion, ordena:

– Decid a la gente que se disperse, que cada uno vuelva a su casa por el camino mas corto y -dirigiendose a los agresores- ?todos vosotros os ireis tambien a casa! No decidire nada hasta manana. El acusado permanecera aqui esta noche y mis guardias, y nadie mas, lo vigilaran.

Sorprendido al verse tan rapidamente invitado a eclipsarse, el de la cicatriz esboza una protesta, pero cambia al momento de opinion. Prudente, se recoge los faldones de su vestido y se retira con una zalema.

Cuando Abu Taher se encuentra frente a Omar con sus propios hombres de confianza como unicos testigos, pronuncia esta enigmatica frase de acogida.

– Es un honor recibir en este lugar al ilustre Omar Jayyam de Nisapur.

Ni ironico ni expresivo, el cadi. Ni la menor apariencia de emocion. Tono neutro, voz sin inflexiones, turbante en pico, cejas enmaranadas, barba gris sin bigote e interminable y escrutadora mirada.

El recibimiento es tanto mas ambiguo cuanto que Omar estaba alli desde hacia una hora, de pie, andrajoso, expuesto a todas las miradas, las sonrisas y los murmullos.

Despues de algunos segundos sabiamente destilados, Abu Taher anade:

– Omar, tu no eres un desconocido en Samarcanda. A pesar de tu juventud, tu ciencia es ya proverbial y tus proezas se relatan en las escuelas. ?No es verdad que leiste siete veces en Ispahan una voluminosa obra de Ibn Sina y que de regreso a Nisapur la reprodujiste de memoria, palabra por palabra?

Jayyam se siente halagado de que su hazana, autentica, fuera conocida en Transoxiana, pero no por eso se disipan sus preocupaciones. La referencia a Avicena en loca de un cadi de rito chafeita no resulta nada tranquilizadora; por otra parte, todavia no le han invitado a sentarse. Abu Taher prosigue:

– No son solamente tus hazanas las que se transmiten de boca en boca; se te atribuyen unas sorprendentes cuartetas.

La declaracion es comedida, no acusa; tampoco exculpa, no interroga mas que indirectamente. Omar estima que ha llegado el momento de romper el silencio:

– La cuarteta que repite el de la cicatriz no es mia.

Con un manotazo impaciente, el juez desestima la protesta. Por primera vez su tono es severo:

– Poco importa que hayas compuesto ese verso o cualquier otro. Me han transmitido unas palabras de una impiedad tan grande que si las citara me sentiria tan culpable como el que las ha proferido. No estoy tratando de hacerte confesar, no busco infligirte un castigo. Esas acusaciones de alquimista me entraron por un oido para salir por el otro. Estamos solos, somos dos hombres sabios y quiero unicamente saber la verdad.

Omar no se siente en modo alguno tranquilo, teme una trampa y duda de responder. Ya se ve entregado al verdugo para ser desfigurado, emasculado, crucificado. Abu Taher alza la voz, grita casi:

– Omar, hijo de Ibrahim, fabricante de tiendas de Nisapur, ?sabes reconocer a un amigo?

Hay en esa frase un acento de sinceridad que fustiga a Jayyam. «?Reconocer a un amigo?» Considera la pregunta con gravedad, contempla el rostro del cadi, examina sus rictus, los estremecimientos de su barba. Lentamente se deja ganar por la confianza. Sus rasgos se distienden, se relajan. Se libera de sus guardias, que a un gesto del cadi dejan de sujetarlo. Luego va a sentarse sin que le hayan invitado a ello. El juez sonrie con benevolencia, pero reanuda sin tregua su interrogatorio:

– ?Eres el impio que algunos describen?

Mas que una pregunta es un grito de angustia que Jayyam no desoye:

– Desconfio del celo de los devotos, pero nunca he dicho que el Uno fuera dos.

– ?Lo has pensado alguna vez?

– Jamas, Dios es testigo.

– Para mi es suficiente y pienso que para el Creador tambien, pero no para la multitud. Acecha tus palabras, tus menores gestos, y los mios tambien, asi como los de los principes. Te han oido decir: «A veces acudo a las mezquitas, donde la oscuridad es propicia al sueno…»

– Unicamente un hombre en paz con su Creador podria conciliar el sueno en un lugar de culto.

A pesar de la mueca dubitativa de Abu Taher, Omar se excita e insiste:

– No soy de aquellos cuya fe solo es terror al juicio, cuya oracion solo es prosternacion. ?Mi forma de rezar? Contemplo una rosa, cuento las estrellas, me deslumbra la belleza de la creacion, la perfeccion de su orden, el hombre, la obra mas bella del Creador, su cerebro sediento de sabiduria, su corazon sediento de amor, sus sentidos, todos sus sentidos, despiertos o satisfechos.

Con los ojos pensativos, el cadi se levanta, va a sentarse al lado de Jayyam y apoya sobre su hombro una mano paternal. Los guardias intercambian miradas de asombro.

– Escucha, joven amigo, el Altisimo te ha dado lo mas valioso que un hijo de Adan puede obtener, la inteligencia, el arte de la palabra, la salud, la belleza, el deseo de saber, de gozar de la existencia, la admiracion de los hombres y, lo sospecho, los suspiros de las mujeres. Espero que no te haya privado de la prudencia, la prudencia del silencio, sin la cual nada de todo eso puede apreciarse ni conservarse.

– ?Tendre que esperar a ser viejo para expresar lo que pienso?

– El dia en que puedas expresar todo lo que piensas, los descendientes de tus descendientes habran tenido tiempo de envejecer. Estamos en la edad del secreto y del miedo, debes tener dos caras y mostrar una de ellas a la multitud y la otra a ti mismo y a tu Creador. Si quieres conservar tus ojos, tus oidos y tu lengua, olvida que tienes ojos, oidos y lengua.

El cadi se calla, su silencio es hosco. No es de esos silencios que llaman a las palabras del otro, sino de los que retumban y llenan el espacio. Omar espera con la mirada baja, dejando escoger al cadi entre las palabras que se atropellan en su mente.

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