Samarcanda - Maalouf Amin (серии книг читать бесплатно txt) 📗
Mi «madre» habia decidido acercarse a la princesa durante las solemnidades del cuadragesimo dia del anciano shah, ultima fase de las ceremonias mortuorias. En la inevitable confusion general de los curiosos y las planideras embadurnadas con hollin, no tuvo ninguna dificultad en hacer pasar el papel de mano en mano; la princesa lo leyo y busco con los ojos, con temor, al hombre que lo habia escrito; la mensajera susurro: «?Esta en mi casa!» Al instante, Xirin abandono la ceremonia, llamo a su cochero e instalo a mi «madre» a su lado. Para no despertar sospechas, el carruaje con las insignias reales se detuvo ante el Hotel Prevost, desde donde las dos mujeres, cubiertas por tupidos velos, anonimas, prosiguieron a pie su camino.
Nuestro segundo encuentro se revelo apenas mas locuaz que el primero. La princesa me evaluaba con la mirada, con una sonrisa en la comisura de los labios. De pronto, ordeno:
– Manana, al alba, mi cochero vendra a recogeros, estad preparado, cubrios con un velo y caminad con la cabeza baja.
Yo estaba convencido de que me llevaria a mi Legacion, pero en el momento en que su carruaje cruzaba la puerta de la ciudad comprobe mi error. Ella me explico:
– Efectivamente, habria podido conduciros a casa del ministro americano, alli habriais encontrado refugio, pero no hubiera sido dificil que se supiera como habiais llegado. Aunque tengo alguna influencia por pertenecer a la familia Kayar, no puedo aprovecharme de ella para proteger al presunto complice del asesino del shah. Me habria resultado embarazoso y por mi se habrian remontado hasta las valientes mujeres que os acogieron. A vuestra Legacion no le habria agradado en modo alguno tener que proteger a un hombre acusado de semejante crimen. Creedme, es mejor para todo el mundo que os vayais de Persia. Voy a conduciros junto a uno de mis tios maternos, uno de los jefes de los bajtiaris. Ha venido con los guerreros de su tribu para las ceremonias del cuadragesimo dia. Le he revelado vuestra identidad y demostrado vuestra inocencia, pero sus hombres no deben saber nada. Se ha comprometido a escoltaros hasta la frontera otomana por unos caminos que las caravanas ignoran. Nos espera en el pueblo de Shah-Abdol-Azim. ?Teneis dinero?
– Si. Les he dado doscientos tumanes a mis salvadoras, pero aun me quedan cerca de cuatrocientos.
– No es suficiente. Tendreis que distribuir la mitad de vuestro haber entre vuestros companeros y guardar una buena suma para el resto del viaje. Tomad algunas monedas turcas, no estaran de mas. Tomad tambien un escrito que quisiera hacer llegar al Maestro. Pasareis por Constantinopla ?no?
Resultaba dificil decir que no. Ella prosiguio, deslizando los papeles doblados por la abertura de mi tunica:
– Es el atestado del primer interrogatorio de Mirza Reza, me he pasado la noche copiandolo. Podeis leerlo, debeis incluso leerlo, os informara de muchas cosas. Ademas, os tendra ocupado durante vuestra larga travesia. Pero que nadie mas lo vea.
Estabamos ya en las inmediaciones del pueblo, la policia estaba por todas partes y registraba hasta los cargamentos de las mulas, pero ?quien se hubiera atrevido a obstaculizar a un tiro real? Proseguimos nuestro camino hasta el patio de un gran caseron color azafran. En el centro, dominando la escena, un inmenso roble centenario en torno al cual se agitaban unos guerreros con el cuerpo cenido por dos cartucheras cruzadas. La princesa solo tuvo una mirada de desprecio para esos viriles ornamentos que hacian juego con los tupidos bigotes.
– Como podeis ver, os dejo en buenas manos; ellos os protegeran mejor que las debiles mujeres que os tomaron a su cargo hasta hoy.
– Lo dudo. Mis ojos seguian con inquietud los canones de fusil que apuntaban en todas las direcciones.
– Yo tambien lo dudo -se rio ella-. Pero por lo menos os llevaran hasta Turquia.
Cuando ya nos habiamos despedido, me volvi:
– Se que el momento es poco propicio para hablar de ello, pero, ?sabriais por casualidad si entre las pertenencias de Mitza Reza encontraron un viejo manuscrito?
Sus ojos me huyeron y su tono se volvio agresivo.
– Efectivamente, el momento esta mal escogido. ?No volvais a pronunciar el nombre de ese loco antes de haber llegado a Constantinopla!
– ?Es un manuscrito de Jayyam!
Tenia razon en insistir. Despues de todo, era a causa de ese libro por lo que me habia dejado arrastrar a mi aventura persa. Pero Xirin dio un suspiro de impaciencia.
– No se nada, pero me informare. Dejadme vuestras senas y os escribire. Pero, ?por favor!, no me respondais.
Mientras garrapateaba «Annapolis, Maryland», tuve la impresion de estar ya lejos e inmediatamente senti pesar de que mi incursion en Persia hubiera sido tan corta y desde el principio tan mal planeada. Tendi el papel a la princesa y cuando intento cogerlo retuve su mano, estrechandola con fuerza un breve instante. Ella, a su vez, apreto la mia, clavandome la una en la palma sin herirme, pero dejando en ella una marca bien trazada que perduro unos minutos. Dos sonrisas asomaron a nuestros labios, la misma frase fue pronunciada al unisono:
– ?Nunca se sabe… nuestros caminos podrian cruzarse!
Durante dos meses no vi nada que se pareciera a lo que acostumbro a llamar carretera. Al salir de Shah Abdol-Azim nos dirigimos al sudoeste, en direccion al territorio tribal de los baitiaris. Despues de rodear el lago salado de Qom, caminamos a lo largo del rio del mismo nombre, pero sin penetrar en la ciudad. Mis acompanantes, con los fusiles constantemente preparados como para una batida, se esforzaban por evitar cualquier aglomeracion y aunque el tio de Xirin se tomo con frecuencia la molestia de informarme «Estamos en Amuk, en Vertxa, en Jomein», era solo una forma de hablar, que significaba simplemente que estabamos a la altura de esas localidades, cuyos minaretes divisabamos a lo lejos y cuyos contornos me contentaba con adivinar.
En las montanas de Suristan, mas alla del nacimiento del rio Qom, mis acompanantes aflojaron la vigilancia: estabamos en territorio bajtiari. Se organizo un festin en mi honor, me dieron a fumar una pipa de opio y me adormile en el acto, en medio de la hilaridad general. Tuve que esperar dos dias antes de reanudar el camino, que seria aun largo: Shustar, Ahwaz y al fin la peligrosa travesia de las cienagas hasta Basora, ciudad del Iraq otomano sobre el Shatt al-Arab.
?Al fin fuera de Persia y a salvo! Quedaba un largo mes en el mar para ir en velero desde Fao a Bahrein, bordear la costa de los Piratas hasta Aden, remontar el Mar Rojo y el canal de Suez hasta Alejandria, para finalmente cruzar el Mediterraneo en un viejo buque turco hasta Constantinopla.
A lo largo de aquella interminable huida, fatigosa pero sin dificultad, no tuve otro entretenimiento que leer y releer las diez paginas manuscritas que constituian el interrogatorio de Mirza Reza. Sin duda me habria cansado de hacerlo si hubiera tenido otras distracciones, pero ese mano a mano forzado con un condenado a muerte ejercia sobre mi una innegable fascinacion, tanto mas cuanto que podia imaginarmelo facilmente, con sus miembros esqueleticos, sus ojos de atormentado y sus ropas de improbable devoto. A veces incluso creia oir, su voz torturada.
– ?Que razones han podido impulsarte a matar a nuestro muy amado shah?
– Aquellos que tengan ojos para observar no tendran ninguna dificultad en darse cuenta de que el shah caido en el mismo lugar donde Sayyid Yamaleddin fue… maltratado. ?Que habia hecho ese hombre santo, verdadero descendiente del Profeta, para que se le arrastrara asi fuera del santuario?
– ?Quien te incito a matar al shah, quienes son tus complices?
– Juro por dios, el Altisimo, el Todopoderoso, el creo a Sayyid Yamaleddin y a todos los demas humanos, que nadie, salvo el sayyid y yo, estaba al corriente de mi proyecto de matar al shah. El sayyid esta en Constantinopla ?tratad de atraparlo!
– ?Que directrices te dio Yamaleddin?
– Cuando fui a Constantinopla le conte las torturas que el hijo del shah me habia hecho padecer. El sayyid me impuso silencio diciendome: «?Deja de lamentarte como si fueras el animador de una ceremonia funebre! ?No sabes hacer otra cosa que llorar? ?Si el hijo del shah te torturo, matalo!»
– ?Por que mataste al shah en vez de a su hijo, puesto que fue este el que te perjudico y puesto que fue del hijo de quien Yamaleddin te aconsejo que te vengaras?
– Me dije a mi mismo: «Si mato al hijo, el shah, con su formidable poder, va a matar a miles de personas en represalia.» En vez de cortar una rama, he preferido arrancar de cuajo el arbol de la tirania, esperando que otro arbol pueda crecer en su lugar. Por otra parte, el sultan de Turquia le dijo a Sayyid Yamaleddin en privado que habria que quitar de en medio a ese shah para realizar la union de todos los musulmanes.
– ?Como sabes lo que el sultan pudo decir en privado a Yamaleddin?
– Porque fue el mismo Sayyid Yamaleddin quien me lo conto. Confia en mi, no me oculta nada. Cuando estaba en Constantinopla me trataba como a su propio hijo.
– Si te trataban tan bien alli ?por que volviste a Persia donde temias que te detuvieran y torturaran?
– Soy de los que creen que ninguna hoja cae del arbol sin que haya estado escrito desde siempre en el Libro del Destino. Estaba escrito que yo vendria a Persia y seria el instrumento del acto que acaba de ser realizado.
XXXII
S i esos hombres que deambulaban por la colina de Yildiz, en tomo a la casa de Yamaleddin, hubieran escrito sobre su fez «espia del sultan», no hubieran revelado algo mas de lo que el mas ingenuo de los visitantes comprobaba a la primera ojeada. Pero quiza fuera esa la verdadera razon de su presencia: desanimar a los visitantes. De hecho, esa casa, que en otro tiempo era un hervidero de discipulos, de corresponsales extranjeros, de personalidades de paso, estaba en ese caluroso dia de septiembre totalmente desierta. Solo el sirviente estaba ahi, siempre tan discreto. Me condujo al primer piso, donde encontre al Maestro pensativo, lejano, hundido en un sillon de cretona y veludillo.