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El Abisinio - Rufin Jean-christophe (библиотека электронных книг .txt) 📗

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Finalmente, por la tarde, Demetrios les hizo saber que habian recibido varias invitaciones obsequiosas para acudir a las casas de algunos nobles de la ciudad. Asi que aquella misma noche se presentaron en una de aquellas residencias, cuyos duenos habian dispuesto todo lo necesario para honrarles: manjares refinados y aguamiel en abundancia, ademas de un grupo de musicos y cantantes. Poncet, que habia tomado numerosas notas durante toda la tarde, pudo proseguir con sus observaciones. Una de las costumbres que mas le sorprendio fue el poco esfuerzo que los hombres hacian para llevarse la comida a la boca. Como los abisimos desconocian el uso de la cuchara y el tenedor, la mayor parte del tiempo sus acompanantes femeninas preparaban los bocados para ellos, y luego les daban de comer. Poncet estaba sentado junto a una mujer imponente, de edad madura, impasible y ataviada con un amplio vestido de algodon bordado que dejaba adivinar sus formas turgentes. En cuanto la esclava dispuso la torta y las salsas en la mesa, el medico contemplo con autentico terror como la mujer moldeaba entre sus largos dedos cargados de sortijas de oro una bola, que empapaba en unos liquidos rojos donde el fuego de las guindillas casi era perceptible a simple vista, y luego la introducia en su boca con un ademan que no admitia replica. Jean-Baptiste sintio que ardia de pies a cabeza, y acepto el segundo bocado con lagrimas en los ojos. El maestro Juremi recibia identico trato de la mano gracil de una joven que estaba a su derecha. Los demas hombres acogian estos favores con naturalidad, pero mostraban su reprobacion, y en grado sumo, cuando Poncet y su amigo intentaban impedir que siguieran cebandoles de aquella forma, con la vergonzante excusa de que ya no tenian mas hambre.

El calvario termino cuando las crueles damas consideraron que ya estaban satisfechos, o tal vez cuando su experiencia les hizo temer que en cualquier momento se iban a derrumbar. No obstante, antes de dar por concluido el banquete, avivaron aun mas su fuego interior con una buena cantidad de aguamiel. Despues de la comida, los comensales se dispersaron por la casa y algunos fueron a sentarse en la terraza para tomar cafe al claro de luna. Pero la severa acompanante de Poncet hizo una senal para que este la siguiera, y el maestro Juremi desaparecio por el otro lado a remolque de la suya.

Tanto uno como otro pensaron que serian conducidos a una sala de bano donde refrescarse, pues las lagrimas les habian dejado la cara con churretes y les ardian los labios debido a las especias. Pero, para su asombro, llegaron a unas estancias oscuras, revestidas de tapices y cubiertas de cojines. Sin mediar palabra, las mujeres se desvistieron. Luego, con la misma soltura con la que se habian hecho cargo de alimentarles, tomaron tambien la iniciativa para satisfacer otros deseos. Un breve amago de resistencia les convencio de la clarividencia de Maquiavelo: aquello que no se puede impedir, hay que quererlo, escribio el florentino. Y en nombre de esta evidencia practica, decidieron colaborar en la tarea. Despues de las interminables jornadas de desierto, los dos viajeros volvieron a deleitarse con placeres que creian un poco olvidados y que recibieron de esta forma inesperada con un sentimiento de sorpresa y muy complacidos. Al cabo de un rato volvieron a los salones donde se hallaban los otros invitados. Demetrios se ofrecio a acompanar a los dos francos. Saludaron a los hombres que parecian encantados, y entre los que probablemente estaban los maridos de sus acompanantes, y despues a las mujeres, que aceptaron con dignidad su respetuosa reverencia haciendo gala de su habitual seriedad.

Ambos se acostaron mas perplejos que nunca. Estos ejercicios carnales, lejos de apartar a Alix de su pensamiento, hicieron que Jean-Baptiste lamentara mas que nunca la ausencia de su amada. Sono con ella, y las sensaciones que acababa de experimentar se confundieron con el recuerdo de la joven de tal modo que aquella noche durmio maravillosamente bien.

Al dia siguiente se levantaron tarde y fueron a visitar el mercado de las especias, donde reconocieron algunas de las muestras que les habia proporcionado su casero musulman, asi como muchas variedades vegetales de lo mas extrano. Conversaron con los mercaderes de los puestos y encontraron a dos hombres del campo que se desplazaban hasta los lugares mas alejados y a menudo casi inaccesibles para recoger plantas aromaticas y medicinales. Al preguntarles que uso se hacia de aquellos granos y hojas, Poncet y el maestro Juremi se quedaron horrorizados al enterarse de que la farmacopea de los venenos era la mejor estudiada y la mas utilizada en el pais. Los dos recordaron una practica muy en boga en Europa que en muy poco tiempo habia convertido la ciencia de los filtros de muerte -una ciencia exacta y verificable- en la pariente rica y prospera de la medicina, una ciencia aproximativa, dudosa, y mucho menos util a decir de algunos.

Por la noche fueron a cenar a otra casa. Como ya tenian la experiencia del dia anterior, bebieron poco e insistieron en atiborrarse de comida por si mismos. Ante el ansia que manifestaban, las mujeres presentes consideraron innecesario intervenir y pudieron terminar cuando creyeron oportuno. En cuanto se dio por terminada la pitanza se apresuraron a tomar asiento junto a la sirvienta que preparaba el cafe, y a hacer una pregunta tras otra a sus vecinos para demostrar su interes por la literatura abisima. Aunque lo cierto es que intentaban evitar cualquier posible acometida femenina, aquella artimana les brindo la oportunidad de descubrir la aficion de los abisinios por el arte poetico.

Demetrios tuvo muchas dificultades para traducir al italiano los fragmentos que recitaban. Segun les conto, la belleza de los versos debia buscarse en ciertos contrastes muy simbolicos para los etiopes, como el de la cera y el oro, por ejemplo. La cera es el molde donde se vacia la joya de oro. Este molde es trivial y de un material innoble, pero basta partirlo para descubrir la alhaja escondida que encierra dentro. Las frases poeticas revestidas de la apariencia equivoca y opaca de su sentido literal pueden contener otro velado, profundo, brillante y colmado de sabiduria que surge a la luz por un sutil juego de palabras. La traduccion no conseguia reproducir estas riquezas del lenguaje. Pero aun asi Jean-Baptistc y su amigo escucharon a los convidados recitar bellas estrofas, en primer lugar sobre el molde de cera, con expresion tediosa; luego, con imperceptibles variaciones de tono y de sentido, los abisinios declamaron los versos de oro, y en su semblante aparecio la admiracion y el deleite.Todos los invitados se fueron muy contentos. De regreso, Jean-Baptiste y su companero se alegraron de haber preferido los ejercicios poeticos a cualquier otro placer. De esta suerte pudieron acostarse pronto y conservar la mente clara. Antes de dormirse tuvieron una ultima conversacion a proposito de que iban a decirle al soberano. Jean-Baptiste creia mas conveniente no ser demasiado explicito y hablarle al Rey unicamente de sus sintomas, pero el maestro Juremi honraba tanto a la verdad que le aconsejo guiarse por la sinceridad para darle a entender que su enfermedad podia ser mas seria. La cera o el oro, al final todo se reducia a lo mismo. No obstante acabaron durmiendose sin haber tomado ninguna decision.

Poco antes del amanecer, tal como habian acordado, Demetrios los desperto y fueron a ver otra vez al Emperador a la torreta.

Los recibio muy nervioso.

– Ustedes me han curado -les dijo sonriendo en cuanto hubieron entrado. Jean-Baptiste y el maestro Juremi permanecieron impasibles.

»Ya no me rasco ni tengo pinchazos. Las costras mas grandes se han desprendido, y las zonas supurantes se estan secando. A decir verdad, si dejara a un lado mis convicciones -y las suyas- diria que es un milagro. Mire.

Empezo a quitarse la tunica como si fuera una camisa, dejando caer paulatinamente las mangas sin desanudarse el cinturon.

Poncct se acerco para examinar la lesion.

– Esta mucho mejor-dijo escuetamente.

– No parece muy entusiasmado -dijo el Rey-. Comprendo su prudencia. Quiere asegurarse de los resultados. Y tiene razon, pero permitame decirle que aunque esta mejoria fuera solo transitoria, igualmente le estaria muy agradecido. Me ha dado usted unas horas de paz despues de meses de suplicio.

– Majestad -dijo por fin Poncet-, lo que vemos es prometedor, en efecto. Reacciona favorablemente al tratamiento, y eso hace pensar que seguira mejorando en los proximos dias, pero…

Miro al maestro Juremi, como un soldado que debe asumir un doloroso cometido.

– … es preciso que sepa ciertas cosas -continuo.

– Le escucho.

– La enfermedad que padece puede aliviarse. Puede desaparecer completamente y por mucho tiempo, pero es incurable. Volvera a manifestarse. Tendra que aprender a vivir con ella, y sin duda…Se detuvo un instante, antes de proseguir. El Rey lo miraba fijamente, sin pestanear.

Jean-Baptiste se oyo pronunciar el final de su frase y se extrano de sus propias palabras:

– … a morir.

Despues de traducir estas palabras, Demetrios miro al Rey en espera de su respuesta, que tardo en hacerse oir. El Negus se levanto, se dirigio hacia uno de los rincones de la sala, y desaparecio practicamente en las sombras. Despues volvio y dijo:

– No me gustan sus palabras, pero si su forma de expresarse. No habla como los aduladores o los charlatanes. Por eso no se equivoca al pensar que puedo entenderlo.

Hizo un silencio, su mirada se detuvo en la llama de la candela, y luego se clavo otra vez en los ojos de Jean-Baptiste.

– ?Cuanto tiempo tardare en sucumbir a la enfermedad?

– Lo ignoro -dijo Poncet.

– ?Miente! -exclamo de pronto el Rey con un tono autoritario e iracundo-. ?Cuanto tiempo?

Jean-Baptiste se turbo.

– Bueno, yo diria… Creo que no se tiene conocimiento de ningun enfermo que haya vivido mas de dos o tres anos.

El Rey escucho la sentencia con absoluta impasibidad. Se incorporo ligeramente y continuo en silencio.

– La muerte -dijo por fin- me importa muy poco. Podria morir manana, estoy preparado.

Volvio a acomodarse en su asiento, como si quisiera quitar solemnidad a sus palabras.

– Pero -prosiguio- me preocupan las obligaciones de mi cargo.

Hablaba en tono confidencial. Parecia completamente sereno, como si su unico deseo fuera dar rienda suelta a sus pensamientos.

– Mi hijo primogenito -continuo- solo tiene quince anos. Aun es debil e influenciable. No acaba de gustarme la educacion que recibe de los sacerdotes y de la corte durante mis largas ausencias. Y no puedo irme de esta vida hasta que el no se haya afianzado en el trono, pues de lo contrario habrian resultado inutiles los logros de tres generaciones de reyes.

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