Samarcanda - Maalouf Amin (серии книг читать бесплатно txt) 📗
En el transcurso de los anos noventa, cientos de ninos americanos se llamaron asi; cuando yo naci, el 1 de marzo de 1873, era inusitado. Mis padres no quisieron que ese nombre exotico supusiera una carga demasiado pesada para mi y lo relegaron a segundo lugar, con el fin de que pudiera, si lo deseaba, reemplazarlo por una discreta O; en el colegio mis companeros suponian que era Oliver, Oswald, Osborne y Orville y yo no desmentia a nadie.
La herencia que asi me fue atribuida solo podia despertar mi curiosidad con relacion a ese lejano padrino. A los quince anos comence a leer todo lo que se referia a el. Habia formado el proyecto de estudiar lengua y literatura persas y de visitar detenidamente ese pais. Pero despues de una fase de entusiasmo me entibie. Aunque en opinion de todos los criticos los versos de Fitzgerald constituian una obra maestra de la poesia inglesa, solo tenian una muy lejana relacion con lo que hubiera podido componer Jayyam. En cuanto a las cuartetas mismas, algunos autores citaban cerca de un millar, Nicolas habia traducido mas de cuatrocientas y ciertos especialistas rigurosos solo reconocian cien como «probablemente autenticas». Eminentes orientalistas llegaban incluso a negar que hubiera una sola que pudiera atribuirse con certeza a Omar.
Se suponia que habia existido un libro original que habria permitido distinguir, de una vez por todas, lo autentico de lo falso, pero nada hacia pensar que semejante manuscrito pudiera encontrarse.
Finalmente, me quite de la cabeza el personaje y la obra y aprendi a no ver en mi «O» central mas que el indeleble residuo de una nineria de mis padres, hasta que un encuentro me devolveria a mis amores primeros y orientaria decididamente mi vida tras los pasos de Jayyam.
XXVI
F ue en 1895, al final del verano, cuando me embarque para el viejo continente. Mi abuelo acababa de celebrar su setenta y seis cumpleanos y me habia escrito, asi como a mi madre, unas lacrimosas cartas. Queria verme, aunque solo fuera una vez, antes de morir. Yo acudi, abandonando todos mis estudios, y en el barco me prepare para el papel que me incumbiria desempenar: arrodillarme a su cabecera y sostener valerosamente su fria mano, escuchandole murmurar sus ultimas recomendaciones.
Todo esto fue totalmente inutil. El abuelo me esperaba en Cherburgo. Aun lo estoy viendo en el muelle de Coligny, mas tieso que su baston, con el bigote perfumado y el paso alegre, mientras su chistera se levantaba sola al paso de las damas. Cuando estuvimos sentados a la mesa en el restaurante del Almirantazgo, me cogio con fuerza del brazo. «Amigo mio», me dijo deliberadamente teatral, «un hombre joven acaba de renacer en mi y necesita un companero.»
Hice mal en tomar sus palabras a la ligera. Nuestras idas y venidas fueron un torbellino. Apenas habiamos terminado de cenar en Brebant, en el restaurante Foyot o en el de Pere Lathuile y ya teniamos que correr a «La Cigale», donde actuaba Eugenie Buffet, al Mirliton donde reinaba Aristide Bruant, o a la Scala donde Ivette Guilbert cantaba Les vierges, le foetus et le fiacre . Eramos dos hermanos, bigote blanco y bigote negro, la misma facha, el mismo sombrero y era a el a quien las mujeres miraban primero. A cada tapon de champan que saltaba yo espiaba sus gestos y su paso y ni una sola vez le vi desfallecer. Se levantaba de un salto, caminaba tan deprisa como yo, su baston no era apenas mas que un adorno. Queria cortar cada rosa de esa tardia primavera. Me alegro de poder decir que viviria hasta los noventa y tres anos. Diecisiete anos mas, toda una nueva juventud.
Una noche me llevo a cenar a Durand, en la plaza de la Madeleine. En un ala del restaurante, en tomo a varias mesas unidas, habia un grupo de actores y actrices, periodistas y politicos que el abuelo me nombro uno a uno con voz audible. En medio de esas celebridades habia una silla vacia, pero pronto llego un hombre y comprendi que el sitio estaba reservado para el. Inmediatamente lo rodearon halagandolo; cada una de sus palabras provocaba exclamaciones o risas. Mi abuelo se levanto, haciendome un gesto para que le siguiera.
– ?Ven, quiero presentarte a mi primo Henri!
Y diciendo esto me llevo hasta el. Los dos primos se dieron un abrazo antes de volverse hacia mi.
– Mi nieto americano. ?Le gustaria tanto conocerte!
Disimule mal mi sorpresa. El hombre me observo con aire esceptico antes de soltar:
– Que venga a verme el domingo por la manana, despues de mi paseo en triciclo.
Solo cuando volvia a mi asiento cai en la cuenta de a quien habia sido presentado. Mi abuelo queria absolutamente que yo lo conociera, habia hablado de el con frecuencia y con un irritante orgullo de clan.
A decir verdad, el susodicho primo, poco conocido de mi lado del Atlantico, era en Francia mas celebre que Sarah Bernhart, puesto que se trataba de Victor Henri de Rochefort-Lucay, democraticamente Henri Rochefort, marques y comunero, antiguo diputado, antiguo ministro y expresidiario. Deportado a Nueva Caledonia por los «versaillais»* en 1874 habia protagonizado una rocambolesca fuga que habia excitado la imaginacion de sus contemporaneos; hasta Edouard Manet habia pintado La fuga de Rochefort . Sin embargo, en 1889 tuvo que volver al exilio por haber conspirado contra la Republica con el general Boulanger, y fue en Londres donde dirigio su influyente periodico L'Intransigeant . Volvio a su patria en febrero de 1895, siendo recibido por doscientos mil enfervorizados parisienses. «Blanquiste» y «boulangiste», revolucionario de izquierdas y de derechas, idealista y demagogo, se habia convertido en el portavoz de cien causas contradictorias. Yo sabia todo esto, pero ignoraba aun lo esencial.
* Nombre dado por los parisienses a los soldados del ejercito organizado por Thiers en Satony bajo el mando de Mac-Mahon para combatir la Comuna. (N. de la T.)
En el dia fijado, acudi, pues, a su hotel particular en la calle Pergolese, incapaz, entonces, de adivinar que esa visita al primo preferido de mi abuelo seria el primer paso de mi interminable periplo por el mundo oriental.
– ?Asi que es usted el hijo de la dulce Genoveva -me abordo- y a quien puso Omar de nombre?
– Si, Benjamin Omar.
– ?Sabes que te he llevado en mis brazos?
En esas circunstancias, el paso al tuteo se imponia, pero permanecio en sentido unico.
– Efectivamente, mi madre me conto que despues de su fuga desembarco usted en San Francisco y tomo el tren para la costa este. Nosotros estabamos en la estacion de Nueva York para recibirle. Yo tenia dos anos.
– Lo recuerdo perfectamente. Hablamos de ti, de Jayyam, de Persia, incluso te predije un destino de gran orientalista.
Puse cara de confusion para confesarle que me habia alejado de sus previsiones, que mis intereses iban ya en otra direccion, que me habia orientado mas bien hacia los estudios financieros, proyectando dirigir algun dia la empresa de construccion maritima creada por mi padre. Mostrandose sinceramente decepcionado por la eleccion, Rochefort se lanzo a un farragoso alegato donde se mezclaban Les lettres persanes de Montesquieu y su celebre «?Como se puede ser persa?», la aventura de la tahur Marie Petit, que habia sido recibida por el Shah de Persia haciendose pasar por la embajadora de Luis XIV, y la historia de ese primo de Jean-Jacques Rousseau que habia terminado su vida como relojero en Ispahan. Yo le escuchaba solo a medias. Sobre todo le observaba; su voluminosa y desmesurada cabeza, su frente protuberante coronada por un mechon de espesos y ondulados cabellos. Hablaba con fervor, pero sin enfasis, sin las gesticulaciones que se habrian podido esperar de su persona conociendo sus exaltados escritos.
– Me apasiona Persia, aunque nunca he puesto alli los pies -preciso Rochefort-. No tengo alma de viajero. Si no me hubieran desterrado o deportado algunas veces, jamas habria abandonado Francia. Pero los tiempos cambian, los acontecimientos que agitan la otra punta del planeta afectan ya a nuestras vidas. Si hoy tuviera veinte anos en lugar de sesenta, me habria tentado mucho una aventura en Oriente. ?Sobre todo si me llamara Omar!
Me senti obligado a justificar por que me habia desinteresado de Jayyam. Y para hacerlo evoque las dudas que rodeaban a las Ruba'iyyat , la ausencia de una obra que pudiera certificar de una vez por todas su autenticidad. Sin embargo, a medida que hablaba, iba apareciendo en sus ojos un fulgor, desbordante, incomprensible para mi. Se suponia que nada en mis palabras podia provocar semejante excitacion. Intrigado y molesto, termine por abreviar, y luego por callarme de una manera algo brusca. Rochefort me interrogo con entusiasmo.
– Y si estuvieras seguro de que ese Manuscrito existia, ?Renaceria tu interes por Omar Jayyam?
– Sin duda -confese.
– ?Y si yo te dijera que he, visto con mis propios ojos, aqui mismo en Paris, ese Manuscrito de Jayyam, y que lo he hojeado?
XXVII
D ecir que esta revelacion, de entrada, conmociono mi vida, seria inexacto. Creo que no tuve la reaccion que Rochefort esperaba. Sorprendido e intrigado, lo estaba y mucho, pero tanto como esceptico. Aquel hombre no me inspiraba una confianza ilimitada. ?Como podia saber que el manuscrito que habia hojeado era la obra autentica de Jayyam? No sabia persa y podian haberle enganado. ?Por que incongruente razon estaba ese libro en Paris sin que ningun orientalista lo hubiera advertido? Me contente, por lo tanto, con emitir un «?Increible!» cortes pero sincero, que tomaba en consideracion el entusiasmo de mi interlocutor y, a la vez, mis propias dudas. Esperaba para creer.
Rochefort prosiguio:
– Tuve la suerte de conocer a un personaje extraordinario, uno de esos seres que atraviesan la Historia con la voluntad de dejar su huella en las generaciones venideras. El sultan de Turquia lo teme y lo reverencia, el shah de Persia tiembla con la sola mencion de su nombre. Aunque es descendiente de Mahoma, fue expulsado de Constantinopla por haber dicho en una conferencia publica, en presencia de los mas importantes dignatarios religiosos, que el oficio de filosofo era tan indispensable a la humanidad como el oficio de profeta. Se llama Yamaleddin. ?Lo conoces?