El Abisinio - Rufin Jean-christophe (библиотека электронных книг .txt) 📗
Fue una etapa muy feliz. La joven no era ajena a la completa transformacion que se estaba operando en ella. La firmeza que habia demostrado frente a su padre en aquel asunto habia sido la primera senal.
Al principio hubo cambios muy futiles. Privada de la amistad a la edad en que es mas necesaria, Alix necesitaba tomar la medida de su belleza, de aquel cuerpo que aun miraba con temor, como un caballo de raza del que todavia se ignoran sus aptitudes.
Fue la etapa de probar peinados nuevos, que habia que deshacer a toda prisa, al mediodia, «ntes de volver a marcharse. Alix sacaba a menudo del consulado, escondidos en una bolsa, algunos vestidos que sustraia a su madre, y se divertia probandoselos. Ella desfilaba ante su amiga riendo, en aquella terraza sombreada donde crecian los naranjos. Mas alla de las nociones generales y vagas sobre la belleza, Francoise enseno a la joven a discernir y a valorar cada detalle. Alix estaba radiante.
Con el paso del tiempo, le manifesto su gratitud a Francoise por haberse mostrado tan paciente y alegre durante aquel largo periodo en que se habia descubierto con tanta ingenuidad.
Sin darse cuenta, habia pasado esta primera pagina. Alix conocia sus cualidades, ya no dudaba de ellas y sabia hasta donde llegaban. Surgio entonces una seguridad en si misma, nueva e intensa, que disimulo conservando la modestia de sus formas y sus propositos. Su madre no vio nada, como de costumbre. Alix se dio cuenta de que la pobre mujer, a quien lamentablemente apenas conocia, tenia poco que ensenarle. ?Que diferencia con Francoise, que habia tenido una vida de autentica novela! Habia nacido cerca de Grenoble en el seno de una familia acomodada; su padre era mercader de grano. Francoise se habia vengado del poco caso que aquella buena gente habia prestado a su hija, abandonandolos para seguir a un hombre treinta anos mayor que ella. No tenia oficio pero los habia ejercido todos, gastaba mucho sin ser rico, y todo a cuenta del padre de Francoise. Aquel apuesto amante hablaba bien, habia estado en Oriente e Italia y se la llevo con el. Este fue el principio de un sinfin de aventuras interminables que ella referia a retazos, como en Las mil y una noches. Fuga, fortuna, viaje, miseria, y amor. Exilio, mentira, juego, y mas miseria. Cuando llegaron a El Cairo ya no se entendian. Todo resulto cada vez mas triste hasta que el hombre murio, de forma vergonzosa, lejos de ella, en la ciudad arabe. De este periodo errante Francoise recordaba imagenes, anecdotas y algunas pautas de conducta. Aludia a los preceptos como si nunca mas tuviera que aplicarselos a si misma, como si la edad y la indiferencia la hubieran vuelto imperturbable. No obstante, Alix reparo en que siempre se emocionaba al mencionar al maestro Juremi cuando esta hablaba de su trabajo en casa de los droguistas.
– ?Le ama? -le pregunto al fin la joven.
– No puedo hablarle con menos franqueza de la que exijo de usted -respondio Francoise-. Es un hombre emprendedor, bueno, y si, creo que le amo.
– ?Se lo ha dicho?
– Se nota que no lo conoce usted. Es taciturno y grunon. Veinte veces se me ha ocurrido la idea de hablar de ello. En ocasiones he pasado toda la noche pensando en como se lo iba a decir, pero cuando a la manana siguiente me mira con sus ojos negros, me quedo sin fuerzas. ?Se da cuenta? Me las doy de mujer experimentada, pero usted me lleva la delantera.
Esta simple confesion tan sincera daba aun mas valor a todos sus relatos. Francoise era duena de sus audacias y de sus flaquezas, de la pasion a la que habia obedecido hasta el final y de la que todavia no se habia atrevido a despertar.
Alix la admiraba. Su padre se habria escandalizado sobremanera ante tales sentimientos para con una sirvienta. Pero Alix la veia de otra forma. Era una mujer libre, que habia pagado muy cara su libertad y que no lamentaba nada.
Hasta entonces, Alix no habia pensado nunca que una mujer pudiera hacer otra cosa que someterse. Pero Francoise le mostraba un ejemplo distinto y su influencia alentaba nuevos suenos, que seguian caminos inciertos y caoticos. Cada vez que Alix se imaginaba libre, se hacia la ilusion de estar con Jean-Baptiste. Al principio lo achaco a que no tenia a nadie mas en quien pensar. Sin embargo, Francoise la desengano.
– Un hombre que se ha apropiado de sus suenos hasta ese punto no saldra de ellos tan facilmente -dijo sacudiendo la cabeza.
7
Avanzaron durante veintiun dias. Al principio se obsesionaron tanto con la idea de que el Rey de Senaar y sus tropas iban tras ellos que creian ver la manifestacion de su fuerza por todas partes. Le temian hasta tal extremo que le atribuian un poder muy superior al que en realidad tenia. Por fin, al cabo de una semana se convencieron de que nadie los seguia, y que tampoco les llevaban la delantera los temibles espias del Rey, a menos que tuvieran alas. Lo unico cierto era que se habian perdido en aquel inmenso reino de arena y que su enemigo real no era el monarca invisible ni los perfidos capuchinos sino los parajes sin agua y sin alimento que recorrian sin detenerse a descansar.
La region era completamente plana; las vastas llanuras aridas sembradas de pedruscos abrasados por el sol alternaban con una especie de valles quese prolongaban a lo largo de rios de arena. Solo llovia una vez al ano con gran intensidad, y elsuelo absorbia la tromba sin darle tiempo a sumarse al curso de otras aguas. La densa vegetacion de los valles se componia de bambues, juncos y chumberas, que florecian en aquella estacion, ademas de aloes y acacias. Unos tupidos mantos de espinos e impenetrables zarzales de cardos hacian poco agradable el lugar, y mas de una vez fue imposible atravesar toda aquella maleza.
Como habian reducido su equipaje al minimo, los fugitivos no tenian nada con que protegerse; ni tienda ni hamaca ni manta, asi que dormian en el suelo. En los parajes deserticos les intimidaban las aranas, los escorpiones y el veneno de los aspides. Cuando podian abrirse camino por aquellos valles umbrios quedaban expuestos a los mosquitos, las grandes serpientes constrictor y todos los bichos que el Creador habia imaginado para alejar al hombre de aquellas soledades y mandarlo nuevamente al lado de sus semejantes, a pesar del temor que estos pudieran inspirarle. Pocos dias despues de la fuga, el padre De Brevedent sufrio la picadura de una arana gigante en el tobillo. Poncet le administro un remedio que le alivio el dolor, pero la inflamacion se le extendio por toda la pierna y tuvo fiebre, de modo que el viaje le resulto extremadamente penoso. Despues el mal fue remitiendo y el cura empezo a sentirse mejor, aunque continuo estando muy debil.
Mientras creyeron que los perseguian evitaron los pueblos, que por otra parte no eran mas de cuatro chozas donde vivian los pastores, y solo se acercaban a los pozos al caer la noche para llenar sus odres. Pero cuando hubieron agotado el saco de habas que habian llevado consigo desde Senaar, capturaron un ternero que pastaba solo en un campo. Hadji Ali le dio muerte de acuerdo con sus ritos y luego mando a Joseph que lo descuartizara. Muerto por un musulman, guisado por un catolico y degustado por un protestante; resultaba dificil imaginar un ternero mas ecumenico, a menos que un rabino hubiera roido los huesos. Aun estaban cargando los cuartos restantes en las monturas cuando, para su desgracia, una partida de negros armados con azagayas y cortas espadas de bronce se abalanzo sobre ellos, tras ser alertados por un labriego que les habia estado observando. Al ver la cantidad de asaltantes, Poncet penso en escapar de alli cuanto antes, pero el maestro Juremi ya habia echado mano a su espada y gritaba:
– ?A mi, senores!
De modo que Jean-Baptiste cogio otra arma y acudio en ayuda de su amigo para luchar contra los dos primeros indigenas que encontraron. Ambos manejaban las espadas con tanta rapidez que parecian invisibles, y esto sorprendio tanto a los dos guerreros desnudos que fueron atravesados de parte a parte, mientras miraban a los blancos con grandes ojos incredulos. Un instante despues, los dos negros fueron relevados por otros dos, visiblemente divertidos por tan curiosa y sorprendente refriega. Era evidente que el sonido metalico de las armas les excitaba. Los restantes indigenas, colocados en un gran circulo, presenciaban los peculiares combates como si se tratara de un festejo. Los dos extranjeros se movian con agilidad al abrigo de aquellas largas cuchillas de hierro que revoloteaban en el aire como las alas de una libelula, mientras sus adversarios paraban los golpes con la ayuda de pesadas lanzas, aunque algunos se protegian tambien con un minusculo escudo de cuero. Y cuando eran alcanzados, continuaba el relevo. Aquello era probablemente el final, pues mas de doscientos negros pateaban el suelo haciendo tintinear los anchos brazaletes que todos lucian en los tobillos. Poco a poco el circulo se fue cerrando alrededor de Poncet y su companero, y estos empezaban a pensar que en cuanto el cansancio los abatiera, sus asaltantes solo tendrian que ir a recoger sus cuerpos desarmados y sin aliento. De repente, al darse la vuelta en pleno duelo, Poncet reparo en que Joseph se hallaba fuera del cerco, junto a los camellos; estaba con los brazos caidos, sin saber que hacer.
– ?Las pistolas! -le grito Poncet. El jesuita contemplaba la escena pasmado-. En mi montura. Empune las pistolas cargadas y dispare.
El circulo se cerraba lentamente. Unos minutos despues Poncet solo atinaba a ver el polvo del suelo y un sinfin de piernas desnudas y delgadas que seguian el ritmo con los pies.
De repente resonaron dos disparos. Los negros no se movieron. Tras treinta largos segundos de silencio emprendieron la huida a toda prisa, dejando atras los heridos y las armas.
El padre De Brevedent tenia aun las pistolas en las manos y las veia humear con una expresion de espanto.
– Bien -dijo el maestro Juremi acercandose al supuesto Joseph-, esto si que es un triunfo. Con dos pistolas, uno es aqui rey. Insistiendo un poco, estoy seguro de que hasta se harian catolicos.
El jesuita se encogio de hombros.
Encontraron tambien a Hadji Ali, que en su afan por observar todo aquello desde lejos se habia abalanzado sobre un zarzal. Hadji Ali suplico a Poncet que aliviara sus multiples y profundos rasgunos y se sometio a la cura con el estoicismo de un martir. De los cuatro, el unico que resulto herido en aquella breve y victoriosa campana fue el.
Tras considerar que ya se habian librado de la sombra vengativa del Rey, Jean-Baptiste creyo oportuno dejar de esconderse. Y efectivamente fue lo mejor, pues los indigenas se habian mostrado mas recelosos con ellos al verlos merodear por los alrededores de sus villorios que si se hubieran comportado como viajeros corrientes. Desde que se dejaron ver, la vida les resulto algo mas facil pues las tribus los acogieron con una curiosidad condescendiente. Cuando veian venir de lejos a aquellos seres blancos, los indigenas se acercaban temerosos a tocarlos, y aunque los miraban con perplejidad eran muy hospitalarios. Los negros que los habian atacado lo habian hecho porque se habian apoderado de uno de sus bienes a escondidas. Sin embargo, bastaba con hacer cualquier peticion en un tono amistoso para que les facilitaran todo cuanto tenian. Prueba de ello es que proporcionaron a los viajeros chozas donde cobijarse, galletas de mijo y grandes cuencos de leche mezclada con sangre fresca de buey, plato que aquellos negros consideraban como un manjar de dioses. Fueron tan obsequiosos que incluso llegaron a poner a su disposicion las mas bellas doncellas de su parentela. Pero despues de cabalgar horas y mas horas, Poncet y el maestro Juremi caian rendidos en cuanto se acostaban, y no tenian mas deseo que el de abandonarse al sueno; le hacian un sitio a la cortesana con la que habian sido honrados para pasar la noche y roncaban con ardor. Con todo, antes de dormir nunca se olvidaban de mostrar brevemente su anatomia a sus acompanantes, pues estas les habian explicado que uno de sus cometidos mas importantes consistia en informar a la comunidad, al dia siguiente, de que color tenian los viajeros sus atributos intimos. Dado que hasta entonces habian carecido de testimonio directo, los indigenas se resistian a admitir que sus intimidades fueran tambien de aquel extrano color blanco.