La Joven De Las Rosas - Kretser Michelle de (читать книги полные .txt) 📗
– Cuando era estudiante, mis amigos me hicieron un pastel de carne de gato para mi cumpleanos y hasta que no me lo hube comido me estuvieron diciendo que era conejo.
– ?Y…?
– No sabia nada mal… no muy distinto del conejo, de hecho. Le he tomado el gusto y ahora siempre como gato en mi cumpleanos.
Ella lo miro de reojo.
– Y los domingos un plato de chuletas de perro. -El levantaba la barbilla al reir. Los gorriones se desperdigaron hacia los rincones mas apartados del jardin.
– ?Se ha encontrado alguna vez preguntandose por el dia de su muerte? -pregunto ella-. Es extrano, los meses pasan y nada senala cual sera el ultimo dia.
Joseph sabia que los aldeanos apreciaban a Sophie y la compadecian porque no tenia marido. Pero, como habia dicho una mujer, no era culpa de los hombres que fuera mas alta que la mayoria de ellos y tuviera esa forma tan peculiar de expresarse.
Estaban llegando a la puerta que habia en el seto de brezo.
– ?Que hay al otro lado?
– Solo unos parterres donde cultivo rosas para venderlas. Y el parque, arboles y demas. -Ella miro alrededor-. Si quiere puedo ir a buscar su geranio ahora, no tardo nada.
Pero era demasiado tarde. El ya habia abierto la puerta y caminaba a traves de hileras de pequenos y esqueleticos arbustos. La tierra oscura descendia hasta otro seto; mas alla, una franja de prado se abria al vasto y enganoso cielo azul palido; al final estaban los abedules y el rio.
– No hay nada que ver, como puede comprobar -dijo Sophie a su lado. Frunciendo el entrecejo, y sosteniendose ya sobre un pie ya sobre el otro, como una de esas aves grises que se veian acechando la orilla del rio.
El se habia agachado para examinar un retazo de color en la planta mas proxima; dos hebras de algodon, una morada y otra malva, se retorcian alrededor de un tallo. Tambien en el arbusto siguiente, y en el siguiente, y el siguiente.
– Los rosales blancos son populares porque crecen con fuerza en los muros que miran al norte. Pero tengo suerte si vendo mas de dos docenas al ano. -Sophie permanecia junto a la puerta, con una mano en el pestillo.
El daba vueltas, mirando con ojos miopes cuando los anteojos se le resbalaban por la nariz.
– Pero cultiva muchas.
– Experimento con variedades nuevas -se apresuro a decir ella-. La mayoria no llegan a nada. Pero necesitas tener una gran cantidad donde escoger, ?comprende?
El se volvio hacia ella, entusiasmado.
– Un trabajo cientifico.
– En gran medida es una cuestion de suerte -replico Sophie con firmeza, repitiendoselo como lo hacia veinte veces al dia-. Todos los esfuerzos de un ano entero pueden quedar destruidos por una helada. Dificilmente puedo contar con tener exito.
– ?Y el algodon?
– Las dos hebras representan las plantas progenitoras, cada una de distinto color. Es una forma de marcar los origenes de las plantas. -Sophie se aparto el mechon que le habia caido en la cara-. Sera mejor que nos vayamos. Aqui hace mas viento.
A la memoria de Joseph acudio una conversacion del verano anterior con terrible precision: el estadounidense, repantingado durante el almuerzo, pidiendole a Sophie que pusiera su nombre a una rosa. El resentimiento se hincho en el interior de Joseph como un sapo en primavera. Sugeriria encantado el nombre apropiado: Ampulosidad Concentrada. O Necio Fragante. Con instintos asesinos en su corazon, miro furioso los rosales.
Sophie penso en el profesor Kolreuter, a quien imaginaba robusto, con aroma a menta, un tanto severo. El profesor era uno de sus preferidos: la visitaba a menudo por la noche, y aunque era mayor y todas las expresiones carinosas las decia en aleman, sus dedos gruesos y rosados manejaban el estigma con asombrosa delicadeza. No es que tuviera algun parecido con el doctor Morel. De nuevo a salvo al otro lado del seto, se le ocurrio pensar que tal vez hubiera una nueva ley -habia tantas, ultimamente- que exigia que todo el que cultivara rosas para la venta se registrara en una autoridad central con oficina en Paris. Habria permisos y una cuota que pagar, sin duda. El medico estaria al corriente de ello -lo asociaba vagamente con el progreso-, lo que explicaria por que la censuraba con la mirada.
– He descuidado el papeleo -admitio ella-. Pero solo son unas pocas ventas en Castelnau, eso es todo. Estoy segura de que se puede arreglar.
El abrio la boca para pedirle que se casara con el…
– ?Sophie, Sophie! -Mathilde bajo corriendo por el sendero y se detuvo delante de ellos-. Berthe ha echado pato en conserva en las lentejas.
Habia quedado acordado que no habria carne en los almuerzos, por lo menos cuando su padre no estaba en casa. Berthe se habia dejado convencer, pero de vez en cuando arremetia.
– ?Es demasiado tarde para pedir una tortilla?
Mathilde lo considero.
– Murmuraba cuando me marche.
– Es demasiado tarde. Sera mejor que hable con ella. Tal vez me deje hacerte una.
– ?Con cebolletas?
– Con cebolletas.
Colgandose del brazo de Sophie, Mathilde dijo:
– Hay una carta para ti. De Stephen.
– ?Le gustan las lentejas, doctor Morel? Comera con nosotras, ?verdad?
Pero el sabia que era imposible.
3
Al oir los disparos de mosquete, cogio su maletin de cuero negro y echo a correr. Habia dejado atras el sombrero y la chaqueta, junto con la mujer que habia venido a verle quejandose de dolores en el pecho. El ya habia examinado el bulto, olido el aliento, oido la letania de sus sintomas; la mujer moriria del tumor y no habia nada que el pudiera hacer.
Llevaba semanas, meses, esperando ese ruido. En las reuniones, los Patriotas habian protestado furiosos contra el gobierno municipal antipatriotico de Castelnau. Caussade aun no habia cumplido las instrucciones de Paris de vender las propiedades de la Orden de la Pequena Flor, embargadas desde antes de Navidad. Peor que esas dilatorias era el hecho de que el alcalde estaba armando a una compania reclutada entre los campesinos que trabajaban sus tierras y dirigida por sus compinches aristocratas. Llevaban una escarapela negra rematada con una cruz blanca y afirmaban estar librando una guerra santa contra la infiltracion en el poder por parte de los no creyentes, o peor aun, los protestantes.
La misma Asamblea les habia entregado su arma mas potente, el decreto que sometia a todos los sacerdotes, como buenos ciudadanos, a la Constitucion y les exigia jurar lealtad a la nacion y sus leyes. Se hizo circular una peticion exigiendo que la fe catolica fuera reconocida como religion oficial del Estado; para colera de los revolucionarios, recogio casi mas de dos mil firmas.
Ricard, que siempre conservaba la serenidad en casi todos los debates, por acalorados que fueran, perdio la calma ante semejante prueba de «fanatismo religiosos». Expuso a voz en cuello su conviccion de que el fervor catolico entre los pobres y los analfabetos, «explotado por los aristocratas para sus fines retrogrados», acabaria con la revolucion. La razon dictaba que el clero se sometiera a la Constitucion. ?No era mucho mas logico que jurar lealtad a «ese cura italiano con infulas, ese presumido romano» que amenazaba ahora con excomulgar a los obispos y sacerdotes que prestaban juramento?
En la reunion se decidio que un destacamento de guardias locales empezara a hacer un inventario del contenido del convento, con miras a venderlo sin mas demora.
Era uno de esos perfectos dias de abril, de cielo despejado y azul. La gente tenia las ventanas abiertas. Joseph corria dejando atras los olores de las comidas del mediodia y recordo que a los seguidores de Caussade se les conocia con el mote burlon de «devoradores de cebollas».
El puente estaba atestado de gente. Se abrio paso a empellones, gritando:
– ?Paso! ?Soy medico! ?Dejadme pasar!
Una mujer gruesa con una blusa estampada con flores rojas, exclamo:
– ?No hace falta empujar! -Y le dio un codazo en las costillas. El siguio andando tambaleante.
En la cabeza del puente, una docena de «devoradores de cebollas» bloqueaban el acceso a la otra orilla.
– Soy medico -dijo el al mas proximo-. Dejadme pasar.
– Nadie puede cruzar el puente. Orden del alcalde y el consejo municipal.
– Hay gente muriendo en esas calles. Sus amigos y vecinos podrian estar entre ellos.
El hombre acerco su horquilla a la nariz de Joseph.
– Lo dudo. Y nadie puede cruzar el puente.
De pronto Joseph vio una cara conocida.
– ?Pierre Berger! Te alegraste mucho de verme cuando tu hijo se cayo del cobertizo. ?Dejame pasar!
Berger se froto un pie contra el otro.
– Tal vez, sargento… -empezo.
Un chico que se habia subido al parapeto escogio ese momento para arrojar un nabo al sombrero del sargento y dio a Berger en pleno pecho. Se alzaron gritos de los hombres que Joseph tenia delante y una ovacion de la multitud a sus espaldas.
Luego se oyo un disparo y el chico grito. Momentos mas tarde lo oyeron caer ruidosamente al agua.
Los oficiales se acercaron a caballo a la hilera irregular de guardias.
– ?Problemas? -inquirio el que habia disparado. Despreocupado, con una sonrisa. Levanto el arma en direccion a Joseph sin molestarse en mirarlo.
De no haber sido por la multitud a sus espaldas, habria huido. Habria suplicado, si hubiera encontrado las palabras.
Fue Berger quien hablo, frotandose el pecho.
– Es el doctor Morel. Pide que le dejemos pasar por si hace falta un medico.
Esta vez el oficial miro a Joseph y lo escudrino largamente: pelo grueso, peinado hacia delante, lentes, camisa arrugada, un maletin de cuero aferrado con ambas manos, botas grandes y sucias. Volvio a sonreir y, haciendo un gesto con su arma, puso el caballo de lado.
– Faltaria mas. Dejadlo pasar. ?Por que no?
Joseph advirtio que al otro lado del puente ya no se oian disparos.
4
Un nino pequeno estaba sentado en un parterre, con sus rollizas piernas estiradas ante el. Su ninera flirteaba en la despensa y la balaustrada lo ocultaba de su madre, de modo que aprovechaba la oportunidad, que no habia tenido hasta entonces, de llevar a cabo un experimento en torno al sabor de las margaritas.
Las ninas, en el jardin, gritaban y se perseguian unas a otras. En la terraza, un bebe dormia en una cuna de mimbre a la sombra. En una bandeja de plata habia cafe, nata, azucar y una fuente azul y blanca de fresones rojos.